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Quizás, las March estamos destinadas a la extinción. A lo mejor solo somos unos parásitos en esta sociedad americana de dinero y etiqueta. Estorbamos, no nos quieren y nos maldecían. Por eso, estamos cayendo lentamente, una a una y poco a poco.

Probablemente eran solo suposiciones mías, e incluso rozaba el nivel de la paranoia, pero me daba tanto miedo morir o contagiar a mi hermana Amy, que trataba de buscar una justificación razonable para -en el peor de los casos- dejarnos morir. Otra parte de mi de resignaba a tocar el hoyo antes de los cuarenta años. Estaba siendo una exagerada, pero, ¿y si no?

La mañana siguiente después de haber sido diagnosticada, me pesaba la cabeza. Tenia una fiebre de caballo. Se me derretían las extrañas. En la habitación estaban Jo y Meg cuidándome y distrayéndome. Amy, todavía no había pasado la escarlata, por lo que volvió s vivir en la deshabitada casa de la Tia March. Por suerte todavía estaba amueblada.

Me intenté levantar para beber agua y en cuanto lo hice, Meg se me acercó y me detuvo.

—Descansa.

—No estoy lisiada —hablé con molestia pues no me dejaban hacer absolutamente nada. Meg se preocupaba demasiado por mi, y a pesar de tener dos hijos a los que mantener, sus hermanas seguían formando parte de sus prioridades —. Eres demasiado buena Meg, necesitas descansar y pasar tiempo con tus pequeños.

—Ellos están bien —Meg solo contestó aquello.

Tres toques en la puerta sonaron y Jo dejó claro que, quien quiera que fuese, podía pasar.

Era Laurie.

La incomodidad se palpó en el ambiente. Jo me miró con apatía pero la pena en sus ojos seguía, Meg con intriga. Está claro que Jo contó lo que vio en casa de la Tia March.

—Vámonos Jo.

Mis hermanas desalojaron la habitación y me dejaron sola allí con aquel hombre.

Me daba vergüenza que me viese en aquellas deplorables condiciones. La fiebre se manifestaba en mi piel con sarpullidos, y mis ojos llorosos por la enfermedad me hacían un completo esperpento.

Agarré una almohada y me tapé la cara con pena —Ya lo saben.

—Lo sé.

Silencio.

—¿Como te encuentras? —Se sentó en una silla a mi lado derecho.

—Bien —dije quitando la almohada de mi cara. Seguramente me veía patética.

Más silencio.

Él respiró hondo, apoyó sus manos en sus mejillas, asintió con la cabeza mirando a la nada y se levantó dispuesto a irse.

—No te vayas —hablé con alarma en cuanto se puso de pie. Entonces se volvió a sentar.

No tenia fuerzas para hablar, pero no quería estar sola. Me daba pavor.

Laurie, al ver mi expresión me comprendió a la perfección. Alargó su mano hacia mi y las juntamos. Como aquel día el tren, cuando leímos a Emily Brontë juntos.

—Mira —me senté en la cama a pesar de sentir que mi cuerpo pesaba como el plomo y la náusea me amenazaban constantemente. Me acerqué a la mesita de noche junto a mi cama y agarré mi cuadernillo. Se lo enseñé con orgullo —He vuelto a escribir canciones.

Sonreí.

El sonrió.

—¡No puede ser verdad! —se levantó con emoción y se abalanzó sobre mí para abrazarme —Necesito que me leas algo.

Un par de ojos verdes Where stories live. Discover now