Capítulo 21

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    Cuando Aureliano cumplió diez años, pensó que ya tenía edad suficiente para entrometerse en las conversaciones adultas, que podía dar su opinión y que los demás lo escucharían. Todas las personas que miraba día a día eran adultos, la mayoría eran viejos, panzones, barbudos, calvos y con arrugas prominentes en las sienes, que tenían entre 50 y 80 años. Muchas veces escuchaba tertulias sobre la política y la guerra, temas poco a poco comenzaron a intrigarlo, pero cada vez su ávido deseo de comprender esos temas hasta llegar al punto, en ciertas ocasiones de esconderse detrás de los arbustos del patio de la mansión de su padre y escuchaba atentamente todas las palabras que usaban los allegados a su padre. Entre ellas escuchó muchas veces "golpe de estado", "invasores", "imperialistas", "yankees", palabras que a pesar de no conocer su significado quedaron estampadas en su frágil mente. Aureliano procuraba agradar a su padre, trataba de ser el mejor en todo lo que hacía, su permanente actitud competitiva le impidieron tener amigos de confianza durante un largo tiempo, sin embargo al señor Leid no le interesaba lo que hacía o decía su segundo hijo mayor, le interesaba más saber como se vestía su primogénita. Aureliano a sus diez años se hizo la idea que su padre en realidad estaba sentado en un trono y que gobernaba la nación como un rey, por lo cual él debía ser algún príncipe heredero. Para un niño de diez años podría resultar ser un simple juego, pero para Aureliano no lo era. Todos los días observaba lo que hacía su padre simplemente deseando seguir sus pasos y el día que asumiera el "trono" tener asegurado el cariño y el apoyo de su padre, pero este le había enseñado que un país se debía gobernar de forma autoritaria, sin importar la opinión de los demás ciudadanos, no necesitaba el apoyo de los miserables que se oponían a su política, el viejo Leid le había enseñado a su hijo que la violencia y la intimidación podían someter hasta la más indomable de las bestias.

   Aureliano fue creciendo con la misma mentalidad, nada le hizo cambiar de opinión, y con el tiempo se había creído una especie de dios o de ser poderoso, ya que todos en la mansión obedecían sus órdenes sin cuestionar una sola palabra. Sin embargo ser empático y agradable con los demás no eran sus punto fuertes, a sus veinte años, sabía que todos lo detestaban, pero no entendía por qué, hasta que su padre le mostró que las personas detestan a aquellos que son mejores a ellos por el simple hecho que los hacían sentirse inferiores. Hasta que esa noche, momentos antes de perder el conocimiento, Aureliano se sintió por primera vez en su vida, inferior a alguien, débil, frágil y adolorido.

  Sin necesidad de esforzarse Joeman arrastró a Aureliano por el cuello de su camisa hasta una de las pocas camionetas blindadas del ejército. Por suerte al bajarse los militares habían dejado todas las puertas abiertas. La oscuridad de la noche no le permitió distinguir claramente lo que había dentro del vehículo pero apartando algunas botellas de gaseosas y canastas viejas, Joeman hizo un pequeño espacio, lo suficientemente grande para que Aureliano alcanzara, este aún seguía inconsciente cuando Joeman lo levantó del piso como un muñeco de trapo y sin compasión lo tiró a la parte trasera de la camioneta, luego lo encadenó a una de las barandas que protegían la ventanilla que permitía la comunicación de la cabina delantera con la tina. Después de asegurarse de haberlo dejado muy bien amarrado terminó de cerrar las puertas y se dirigió rápidamente hacía donde reposaba el cuerpo inerte de quien fue el padre Silvio.

  "Le aseguro que vengare su muerte padre... todos ellos van a pagar por esto" – dijo Joeman para sí mismo en voz baja. Luego lo levantó del piso cuidadosamente y lo cargó en sus brazos hasta el edificio lateral de la capilla. Al levantarlo Joeman no pudo evitar ver su reflejo en el charco de sangre que había quedado estancado en el piso, un rojo oscuro que jamás se borraría de ese lugar.

  Trozos de vidrio habían quedado esparcidos en la entrada principal de la iglesia, al pasar entre estos, Joeman vió su reflejo en los pedazos que pisaba, unos más grandes que otros, pero no logró reconocerse en ninguno de ellos. Su rostro se había transmutado, su cuerpo a pesar de verse cansado, no había hecho más que fortalecerse y en su mente y alma una brillante y sofocante hoguera comenzó a quemar todo sentimiento de piedad o de perdón que había aceptado. En ese momento Joeman decidió que ya había esperado demasiado a la justicia terrenal y divina. Por lo cúal se dijo a sí mismo: "No habrá necesidad de esperar la justicia de este mundo por las personas que el gobierno de Leid haya asesinado, torturado, maltratado, violado o incluso robado, yo mismo voy a hacer justicia por todos ustedes". Enfocado en sus pensamientos, Joeman no se dió cuenta que se había pasado de la entrada, retrocedió unos pasos y entró en la sacristía, donde tres religiosas se encontraban de rodillas rezando frente a una crúz y aferradas a un rosario que aseguraban en sus manos.

Llueve el cielo en agosto ( Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora