Capítulo 1

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"La soledad nunca fue una opción, nacemos con ella, crecemos y por momentos nos olvidamos de su existencia creyendo que la hemos vencido" pensaba él durante las noches infinitas en las que la melancolía se adueñaba de su pensamiento. Las horas, los días, los meses y los años pasaron y él había dejado de esperar en la justicia, ya no confiaba ni en su propia sombra y su única motivación para sobrevivir se llamaba "furia". Estaba determinado a devolver todo el infierno que le habían escupido encima.

Joeman Prétel Senna detestaba que el agua invadiera la cabaña, inundándola y dejando un desastre al irse, lo cual le recordaba a aquellos que estropearon su vida, maltrataron su corazón y se alejaron sin voltear atrás. Vivir en la costa no era lo suyo definitivamente, los cangrejos aparecían por doquier, las gaviotas eran las primeras en auto-invitarse al desayuno y devorar los cereales antes que el estómago de Joeman pudiera protestar. Y luego estaban las tortugas verdes que decidieron anidar justamente al lado del comedor, que solo contaba con dos sillas viejas, (reliquias que no quiso abandonar en su antiguo apartamento), que durante sesenta días tuvo que alejarlas del nido, por miedo a que lastimaran a las tortugas o por qué ellas terminaran dañandolas.

Después de haberse ganado enemigos por doquier, pero aun sin verse obligado al exilio Joeman quiso retomar aquellas lecciones de pintura que su padre le habia enseñado en su infancia y trató de pintar pequeños cuadros de paisajes, animales o ciudades en los pocos tiempos libres que le sobraban. Manipulaba los colores y pinceles con tanta facilidad que cada pintura no era más que un pequeño reto para su entretenimiento. Pero cuando su vida volvió a complicarse aún más, no tuvo mayor remedio que dejar la pintura de un lado, así como trató de dejar a un lado los recuerdos de su padre. Y lo que había sido su mejor terapia por algunos meses, se convirtió en nada más que una pieza de su pasado, sin importancia, sin interés. Y nuevamente la injusticia y la ira volvieron a entrometerse en su mente por un cierto tiempo. Pero al llegar a la playa de Samaná nadie le había dicho que la vida le ofrecería una oportunidad más para disfrutar cada minuto sentado al pie de una palmera mientras apreciaba los atardeceres.

Durante el amanecer, Joeman se sentaba en una mecedora para contemplar el colorido reflejo del cielo sobre las olas del mar. Las tortugas regresaban a las aguas profundas y lo dejaban solo con los huevos. Por unos días Joeman quiso retomar los pinceles, hacer algo de pintura para recordar ciertas cosas de su pasado, pero siempre sucedia algo que lo interrumpía, lo molestaba o le impedía pintar hasta que finalmente, después de varios intentos, en una noche de luna llena el tiempo se cansó de hostigarlo y por una vez pudo pintar serenamente todo un álbum de tortugas verdes, ya que de todas las criaturas marinas eran las que más apreciaba y cuidaba, aunque estas antes de irse en la madrugada no le dieran las gracias de cuidar sus huevos durante todo el resto del día.

Fue en ese lugar, en esa playa que, después de veinticinco años, Joeman Senna entendió que la vida consistía en nada más que respirar, ver el reflejo de la luna en el mar, cerrar los ojos y al abrirlos recibir los ardientes rayos del sol en el rostro antes de ver la arena. El tiempo ya habría hecho su trabajo.

Después de tres meses en la playa de Samaná en República Dominicana, había conseguido establecer una relación "excepcionalmente amistosa" con una de las tres tortugas que habían instalado su progenitura en la humilde cabaña. La había llamado "Tonnie" ya que el azul de sus ojos le recordaban aquella mirada reconfortante de su amigo de infancia de ojos azules, Tony.

Todos los atardeceres, antes de regresar a su nido, Tonnie le tendía una aleta a Joeman en forma de saludo o agradecimiento, o talvez de las dos. Los días pasaban y el saludo entre humano y reptil se hacía imprescindible, casi como una necesidad de la parte de ambos, Joeman necesitaba alguien a quien decirle los buenos días, y Tonnie al contrario levantaba su aleta sin pensar en un por qué, como todo animal, simplemente se había acostumbrado. Poco a poco Joeman se encariño de la tortuga verde, hasta llegar a un punto en el que Tonnie se convirtió en el animal perfecto para desahogar todas las penas, pero por desgracia el cerebro de la tortuga no lograba captar la información y consolar su triste humano, eso hubiera sido demasiado trabajo para una tortuga común. Las horas en esa cabaña pasaban como una eternidad, su única amiga era Tonnie y si nadie llegaba a buscarlo en el mes siguiente, estaba seguro que terminaría platicando con un muñeco de arena.

Hacía ya algunas semanas desde que Joeman no probaba ningún tipo de alcohol, y por un tiempo la abstinencia...o su genio le hizo pensar que podría desarrollar un licor fuerte (como a él le gustaba), con la arena de la playa y las algas del mar, simplemente necesitaba materiales para poner en práctica su conocimiento. Pero fue en ese entonces que apareció Tonnie y sus días empezaron a mejorar, pudo volver a saludar, y a tener un nuevo propósito en su vida, cuidarla a ella y sus futuras crías. Volvió a rezar todas las noches frente a un rosario que heredó de su abuela y sentía que estaba comenzando a funcionar, tenía fe en que está vez todo saldría bien, que después de ese exilio raramente planeado podría regresar a sus raíces para despedirse por última vez. Pero temía que el tiempo conspirara una vez más en su contra desencadenando una tragedia más sobre sus hombros cargados de dolor. Podía presentir que el viento le susurraba al oído que la vida no era lo que pensaba, que al final todo tenía un precio y que él pagaría por el simple hecho de nacer en el lugar equivocado.

Después de los primeros tres meses sobreviviendo solo en la isla, los días de angustia y depresión volvieron a llegar. Sentía que le faltaban razones para seguir viviendo, incluso que ya no merecía o que ya no valía la pena intentar vivir un poco más. Cada día las energías para levantarse de la cama e ir a buscar algo de comida, se agotaban tan solo en recordar momentos del pasado. Para ese entonces las crías de Tonnie ya nadaban mar adentro, pero ella religiosamente seguía visitando su amigo humano, Joeman ya no salía a recibir el sol y se ocultaba de la luz de la luna. Sin embargo la tortuga verde aún seguía llegando cada mañana a esa cabaña vieja, esperando que su amigo bajara a darle la mano...pero Joeman tenía mayores preocupaciones que saludar a una tortuga que ni sabia cual era su nombre.

Los días pasaron y con ellos las incertidumbres del tiempo, su fé le indicó que Dios se encargaría de protegerlo de este mundo, y decidió confiar en su oración. Algunas horas después recordó a su amiga Tonnie, habían pasado ya cinco días sin verse y pensó que ya era tiempo de salir de su cuarto y recibir a la tortuga, pero al abrir la puerta sintió que el tiempo se detuvo, todo su cuerpo tembló y una vez más su universo colapsó. Ya no quedaba nada más de Tonnie que un gran caparazón verde destrozado en pedazos. Casi en un estado de shock, se acercó lentamente, poco a poco y tratando no hacer ruido, a lo que quedaba del cuerpo de su antigua compañera, respiró profundamente, se agachó y tocó la sangre que yacía estancada en la arena, aún estaba caliente. Su corazón palpitaba cada véz más rápido haciendo que su pecho subiera y bajara aceleradamente y en ese instante las imágenes del pasado que tanto se esforzó por olvidar, retomaron vida y se adueñaron de su mente, todas pasaban sucesivamente una tras otra como si se tratase de algún desfile. Y detalló que en cada una de ellas sus manos estaban manchadas de sangre, tal como en ese momento. Se secó las manos hundiendolas en la arena, se levantó y su vista comenzó a nublarse pero las lágrimas ya se habían acabado hace mucho tiempo, la ira surgió y comenzó a hacer su trabajo apoderándose de su mente, quien comenzó a cuestionar lo pasado, no entendía el ¿Por qué? Y a cada pregunta, sus puños buscaban una respuesta desesperada en la pared, la voz en su cabeza era cada vez más intensa y más fuerte al igual que sus golpes. Hasta que se cansó de tantas preguntas sin respuestas y vió la sangre que había en sus manos, sus nudillos se habían reventado. Abría y cerraba las manos para tratar de sentir el dolor de sus heridas, pero la ira no se lo permitía, sólo una cosa lo tranquilizaba, era el hecho que había sangre en sus manos, pero que esta vez la sangre si era suya.

Volvió a ver el caparazón destrozado de la tortuga marina, y mientras sus ojos se pasaban de un lugar a otro, notó algo que no había visto. En el pedazo más grande alguien había estampado el mismo sello que lo condenó al exilio, suspiró y entendió dos cosas. Desde que llegó a República Dominicana, ellos siempre lo estuvieron vigilando, estuvo cuatro meses y nunca se dio cuenta que le respiraban al cuello. Y por último entendió el mensaje, el tiempo se había acabado, su tiempo se había acabado, ya habían llegado por él.

Llueve el cielo en agosto ( Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora