Salgo de la oficina después de unos minutos y bajo hasta llegar con Ray, uno de los entrenadores de box de mi gimnasio. Le doy un asentimiento de cabeza como saludo y me enfoco en observar los movimientos de los dos niños que pelean encima del cuadrilátero: ambos tienen caretas y guantes.

—¿Vendrá Danielle a entrenar otra vez? —me pregunta, cruzándose de brazos, observando a los niños —. Si es buena peleando.

Sonrío con orgullo, porque lo sé. Al inicio cuando apenas éramos amigos solo jugábamos, le enseñaba unas cuantas cosas, hasta que luego empezamos a tomárnoslo en serio y la empecé a entrenar con disciplina. En ocasiones la sigo entrenando, pero cuando tengo mucho trabajo Ray se encarga de hacerlo. Danielle puede hacer de todo: pelear, es buena para las cuentas, habla varios idiomas, es guapa, me ama... ¿qué tan idiota fui para engañarla? No me falta nada. Debo terminar con Pamela.

—Lo sé, ¿se te olvida quién le enseñó? —echo una risilla —. Le voy a preguntar cuándo vendrá, porque me dijo que quería traer a mi cuñado a entrenar también.

Ray levanta las cejas.
—¿Cuántos años tiene el hermano?

Aplano mis labios, intentando recordar la edad de mi cuñado.
—Como doce, creo.

Ray asiente con la cabeza, y se pone de intermediario entre los dos niños cuando vemos que comienzan a calentarse. Él los separa y les da un descanso. Choco las manos con ellos y los felicito por el desempeño que tienen. Uno se llama Santiago y el otro Leonardo. Me acerco a ellos cuando están tomando agua y me siento en la banca de descanso.

—¿Qué tal les ha ido en la escuela? —ambos niños me miran y después se encogen de hombros. Tienen 8 y 10 años.

—A mí me va bien —responde Leonardo.

—Y yo ni he ido en toda la semana —murmura Santiago, y sonrío.

—¿No vas a la escuela pero si vienes a los entrenamientos? —inquiero con diversión, a lo que ellos se ríen.

Escucho pasos resonar en el gimnasio y frunzo las cejas, desenfocando mi atención de los niños hacia la entrada principal, donde visualizo a Pamela entrar con pasos rápidos.

El corazón se me acelera de manera violenta, y no porque me guste o la quiera, sino por el miedo a que nos vean.

—¿¡Es en serio, Gabriel!? —exclama, alzando la voz, y haciendo que resuene por todo el lugar. Hasta los dos niños respingan y la miran asustados.

Aprieto la mandíbula, sintiendo el enojo correr por mis venas cuando capturamos la atención de todos. Puedo permitir que Danielle me grite, pero de Pamela jamás.

—¿Qué pasa? ¿Qué necesitas? —siseo, cruzándome de brazos y lanzándole una mirada para que calme su comportamiento, pero parece que no le importa porque eleva su mentón con desafío. Ray la mira con confusión y yo la tomo del brazo, para llevármela hacia la oficina y que nadie nos pueda escuchar.

—¡Suéltame! —ordena, con la voz con tintes de enojo, sin embargo, hago caso omiso y la sigo arrastrando conmigo por las escaleras —. Gabriel, que me suelt...

—¡¿Quién te crees que eres, Pamela!? —bramo una vez dentro, cerrando la puerta de un portazo —. No eres Danielle para venir a hacer ese tipo de escenitas. A ti no te quedan.

Ella se ríe con ironía y arroja su bolso contra el escritorio con fuerza. Pareciera que mi comentario le ardió.
—Siempre Danielle, ¿no?

Exhalo aire por la nariz y cierro mis ojos por un segundo. —¿Y qué esperas? ¿Qué tú seas mi prioridad? Tú solo eres la otra.

La mujer del Diablo. [+18]Where stories live. Discover now