Capítulo 45

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Es increíble el impacto que puede generar un simple movimiento, una sencilla decisión, una  mirada.

Mía tan solo sujetó la mano de Theo aquel día que él la encontró. Theo tan solo supo ver que a su alrededor había una niña indefensa que necesitaba ayuda. Lucy llegó a causa de que, en una ocasión de su vida, decidió dedicarse a una profesión que pudiera hacer un cambio en la sociedad.

La simpleza de esos actos, lo unieron todo.

Theo reconstruyó un trozo de su vida que creyó perdido, Mía halló una familia y Lucy se encontró a sí misma para reafirmar que había elegido el camino correcto.


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Aquel día tenía motivo de celebración. Después de ocho meses, habían superado el período de pre-adopción y la jueza dictaminó la adopción definitiva. Mía podía enterrar su viejo apellido, ese que le producía dolor en el estómago y un desagradable sabor amargo, para convertirse oficialmente en Mía Dankworth.

Estaba orgullosa de su nuevo nombre.

Durante esos meses, nada fue fácil. Tuvieron que superar un sinfín de obstáculos. El pasado de Mía siempre estaba ahí. Malos recuerdos bloqueados que aparecían en los momentos menos pensados, pesadillas, dolores fantasmas, miedos irracionales y lágrimas que no tenían explicación o, mejor dicho, que no sabía cómo describir. Cada día surgía algo nuevo con lo que lidiar, Theo lo enfrentaba aprendiendo en el camino pero, más allá de todo, siempre había comprensión, un montón de abrazos y sobre todo, dosis infinitas de amor.

En una ocasión, después de cenar, Mía dejó caer un vaso por equivocación. Los cristales estallaron contra el suelo causando un pequeño desastre, quedó paralizada ante el objeto hecho añicos y de inmediato, los ojos se le llenaron de lágrimas. Trató de apañarse: por el instinto que desarrolló en su pasado, esperaba alguna clase de reproche o castigo. Estaba desesperada por disculparse o hacer algo que pudiera remediar lo que causó. Sin embargo, su corazón le dejó de latir con prisa cuando Theo se puso de rodillas y le explicó con cariño que «no pasaba nada, cualquiera podía equivocarse o tener un accidente, no había nada malo en cometer errores».

De vez en cuando, la tristeza se manifestaba de la nada. Aparecía. Él también le había dicho que no había nada malo en estar triste o llorar, pero que siempre podían hablar, salir a dar un paseo, o hacer cualquier cosa que pudiera distraerla. Eso servía. Servía tanto.

Cada nueva sonrisa sanaba un viejo rasguño que tenía su corazón. Como si los buenos momentos fueran una especie de tiritas protectoras.

Y de pronto, todos los momentos tristes se veían opacados por la magia de las primeras veces. Por primera vez, Mía aprendió a usar una bicicleta. Por primera vez, Mía festejó su cumpleaños. Por primera vez, Mía fue al cine. Por primera vez, Mía superó sus miedos y logró dormir una noche entera sin tener pesadillas. Por primera vez, Theo escuchó a su hija llamarlo papá. Y en un futuro próximo, por primera vez, Mía conocería el mar -aunque era un secreto que Theo tenía bien guardado porque quería sorprenderla, le encantaba la sonrisa que ponía cuando algo le hacía ilusión-.

Se trataba de pequeñas batallas que combatían día a día y así, obtenían las pequeñas victorias. Mía no solo adoptó un padre, también se integró a una familia entera: tenía a Lucy a quien adoraba con el corazón, una tía, un tío, primos, Carol que era una especie de madrina y además, en el colegio, estaba haciendo amigas.

Si de algo estaban seguros, era de que no cambiarían nada. La familia estaba unida.

Mila y Elián habían organizado la celebración, la espaciosa casa que tenían fue el lugar elegido. Habían preparado distintas variedades de platos, esparcidos sobre la mesa, para que cada uno pudiera servirse a su gusto. Era una reunión íntima: Mila, Elián, Theo, Lucy y las niñas, Mía, Valentina y Molly, que se encontraban en la sala de juegos porque ya habían saciado su apetito.

Frágil e infinitoWhere stories live. Discover now