Capítulo 39

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No iba a mentirse a sí misma. La idea de vivir con Theo le hacía ilusión. Él lo había propuesto, por lo tanto, significaba que apostaba por un futuro juntos. De hecho, la convivencia temporal -a causa del accidente de Theo- sirvió para darse cuenta que hacían un excelente equipo. Le gustaba poder contarle cuando surgía algún problema en el trabajo, hablar sobre cualquier pensamiento que aparecía en su cabeza o tan solo buscarlo cuando necesitaba cerrar los ojos y perderse entre sus brazos. Del mismo modo, le gustaba la forma en que él comprendía y respetaba sus espacios, manteniendo la distancia o quedándose en silencio, aún habitando el mismo cuarto.

Sin embargo, como ocurría la mayoría del tiempo, Lucy empezaba a sobre pensar. Quizá se estaban apresurando, entusiasmados por los primeros meses de enamoramiento, tomando el camino rápido y equivocado.

¿Y sí vivir juntos arruinaba la relación?

Nada le daba más miedo que eso.

Antes de reencontrarse con Theo, su vida había sido como una línea recta sin curvas ni bifurcaciones. Tranquilidad. Una peligrosa soledad con la que se sentía extrañamente a gusto. Nadie la cuestionaba, nadie aceleraba su corazón ni modificaba su estilo de vida. Ella ponía todas las reglas.

De pronto, todo su mundo había sido sumergido en cambios. Cada vez que miraba a Theo, sentía que sería capaz de hacer cualquier cosa para verlo feliz. Él aceleraba su corazón de emociones. Él ponía su mundo patas arriba. Y no le importaba. No le importaba en absoluto sacrificar sus momentos de soledad o tener que negociar ciertas cuestiones de convivencia para encontrar el equilibrio justo. Nada de eso tenía importancia cuando, al final del día, lo sentía respirar a su lado. Nada se comparaba con sus brazos que la sostenían como si fuera lo más importante. Nada se comparaba con los besos en cualquier parte, las sonrisas, las canciones que bailaban juntos. Nada se comparaba con la actitud protectora que Theo adoptaba cada vez que aparecía algún posible riesgo. Tenía la sensación de que él se preocupaba todo el tiempo, la cuidaba, estaba pendiente de su bienestar. Y vaya, por más que adorara la soledad, nada se comparaba con sentir que alguien la estaba amando.

Después de tantos años convencida de que había nacido para estar sola, Lucy lo sabía mejor que nadie.

Adquirió una sonrisa mientras subía las escaleras hacia su apartamento, pensando que, al llegar, haría las maletas. Dejaría ese sitio que tanto odiaba. No obstante, encontró a su mamá esperándola en la entrada.

—Lucy.

—Mamá —murmuró sorprendida—. ¿Pasó algo?

—Dímelo tú. Llevas meses sin atender el teléfono —reprendió.

Era cierto. Después del casamiento -y la discusión que mantuvieron- la chica optó por distanciarse de su familia. De su madre, en particular. Cada tanto, intercambiaba mensajes con su padre o sus hermanos.

—Lo siento —se disculpó. Aún mantenía esa estúpida costumbre de disculparse cuando ni siquiera le correspondía hacerlo—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Vamos a tomar un café.

Lucy accedió. No la invitó a su casa. Hacía demasiado tiempo que no pasaba por ahí, de seguro había polvo y desorden por todas partes. Se dirigieron a una cafetería que se encontraba a unos pocos metros. Lucy ordenó un capuchino, su madre un té negro.

La hipótesis de que algo malo había sucedido fue desbaratada al instante, lo que la alivió. La mujer reconoció que le preocupaba no saber sobre la vida de su hija, que se había mantenido intranquila y que no aguantaba más la distancia. Lucy, fiel a su sensibilidad, sintió que le golpeaban el corazón de mil maneras y luego, llegó el peso de la culpa. No quería ser una preocupación para su familia, mucho menos ser la causante de malos sentimientos. De inmediato, se disculpó y se dijo a sí misma que debía empezar a comportarse como una «hija normal». Era hora de asumir responsabilidades, evitar señalar a sus padres por viejos errores.

Frágil e infinitoWhere stories live. Discover now