hasta aquí

18 1 0
                                    

Me meto en la ducha ardiendo creyendo que el calor del agua contra mi piel desnuda podría -en algún caso- purificarme. Soy dueña de mis pecados: me hago responsable. Estoy marcada por cada beso que no nos dimos, por cada palabra que me dijiste con rencor.
Me siento impura: fui una obra perfecta de Dios, la madre de Cristo en la tierra; fui María Magdalena, Moisés y los 7 apóstoles ante tu mirada sacra. Te hiciste devoto de mí:  me canonizaste como una estampita de la Virgen del Rocío, besabas mis manos, rezabas mis rosarios.

¿Ahora qué quieres de mí? No pude darte lo que querías. No te comunicaste con claridad. No rezaste lo suficiente.

Me meto en la ducha ardiendo y recuerdo con excelente detalle el momento en el que pasé a ser mortal ante tu mirada. Creo que nunca había sentido el peso de la mortalidad tanto como en aquel momento. Me bajaste del pedestal a patadas. Ni siquiera me pude llevar conmigo el reconocimiento del sacrificio bíblico ¿quién le haría eso a la persona que una vez creyó perfecta? Te cegó el odio, te pudo la rabia.

No te perdono el despecho con el que me hablaste. No te perdono el desprecio en tus palabras, tu forma de recriminarme lo mucho que me adorabas. Si me adorabas tanto, dime, ¿por qué me hablaste así? Me besaste las manos con los mismos labios con los que pronunciaste aquellas palabras. Irás al infierno.

Sin embargo, en mi posición de deidad caída, de Diosa expulsada del Olimpo, de antigua superestrella de tu alma: no deseo una venganza visceral (arrancarte los ojos de las cuencas y hacértelos comer masticándolos como chicle); necesito algo más íntimo: que sueñes conmigo todas las noches (con mi pelo, con mis manos, con mis pestañas acariciando mis párpados cerrados...)

Hasta aquí hemos llegado. Soy inevitablemente mortal: nunca fui Venus, ni la Virgen María ni ninguna santidad a la que poner velas. Me hiciste adoptar una posición que no era realista, me subiste por la fuerza al podio de tu admiración y tuviste la soberbia de acusarme por no dar la talla. ¿Quién te creías que eras? ¿quién te creíste que era yo?

Salgo de la ducha ardiendo con la piel vaporosa, arrugada y significativamente distinta. No pienso fustigarme más por no haber cuadrado en tu imaginario. No pienso pretender que soy una escultura exenta de mármol tallado para satisfacer tu fantasía de feligrés traumatizado. Estaba casi segura de que me conocías tanto que -en el fondo- no me idealizabas de la manera en la que te enorgullecías de hacerlo. Me equivoqué (porque soy humana). Tú también te equivocabas. Hasta aquí hemos llegado.

Autorretrato de un corazón desmantelado.Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon