❂ capítulo treinta y ocho ❂

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Sander lo admiró todo desde su posición junto a sus príncipes. La tensión de Zeerah a sólo unos metros, como una presa en la mira de su depredador, esperando una señal para salir corriendo. Melanie, la hija inocente que tan solo veía el lado bueno de las cosas. Y el rostro de Arwan, controlado meticulosamente para formar una sonrisa, demostrando un aura impenetrable que evitaba descifrar qué había en su mente en realidad. El moreno puso su mano causalmente más cerca de la daga en su cinturón.

—Príncipe, qué alegría tenerlo de vuelta —dijo mientras se detenía en la punta de los pocos escalones de la entrada. El cielo estaba oscureciendo y las antorchas postradas junto a la puerta estaban afilando los contornos de su rostro. Sander pudo notar que se veía mayor que el día en que llegaron a Nivhas, hacia pocas semanas—. Temía que fuera a perderse del baile.

Se giró a ver a su príncipe.

Jaekhar había tensado su cuerpo en una posición de ataque. Sus piernas separadas, los brazos listos para moverse, su mirada fija en su objetivo. Estaba tenso, pero Sander reconocía que nunca debía tomar por sentado al heredero. Y menos ahora, que Jaekhar se veía tan... diferente al chico que había sido cuando zarparon de las costas de Dorado.

Era como si fuera más grande, mucho más alto, mucho más poderoso. Jaekhar siempre había exudado poder, confianza, fuego ardiente en su sangre como si fuera una fogata andante. Pero ahora había algo diferente en él, algo que Sander comenzaba a sentir pero que no reconocía del todo. ¿Sería su poder? ¿Lo que había descubierto que podía hacer, o era algo más?

Y ahí fue donde Sander recordó de donde venía aquel déjà vu.

No de Riskhar, similar al temible Dravho; ambas criaturas nacidas del fuego y hechas para la gloria. No. Se trataba de Jaekhar. Como contaban las historias del magnífico Kargem, era él, el príncipe. Se movía como un dragón, temible y feroz, como si estuviera a punto de abrir las alas y saltar al cielo. Como si en cualquier momento fuera a derramar su fuego sobre todo lo que conocía. Eran sangre de su sangre, el dragón respirando fuego. Y como todos los dragones que Sander había conocido, estaba protegiendo.

No a su hermano; Jaekhar sabía que Daerys no necesitaba protección. Ya no. Sino a la bruja a sus espaldas. A la chica de piel morena y rizos de noche que parecía haber recibido una sentencia de muerte, aún así Arwan no había reparado en su presencia de momento.

Jaekhar estaba protegiendo a Zeerah.

Había ira en sus ojos, demasiada para ser pasada por alto. Por lo que su hermano decidió intervenir.

Daerys siempre era el contraste a su hermano, sin importar que a veces compartían los mismos gestos y que ambos compartieran la misma habilidad para desconcertar a Sander cada maldita vez. Eran fuego y hielo, oro y plata, pero sobre todas esas cosas, eran estaban hechos de la misma luz. Por lo que el más pequeño se adelantó y se dirigió a la Matrona, agradeciendo la bienvenida para su hermano, pero que ahora desearía poder retirarse junto a él para que Jaekhar pudiera descansar.

Lysander contempló todo en silencio, reparando en el severo rostro de Arwan en espera de que le diera cualquiera razón para saltar frente a sus príncipes y llevarlos a un lugar seguro; después de todo, ahora no tenían ninguna razón para confiar en ella y en su lugar, estaban cada vez más cerca de cuestionar cada una de las acciones de la bruja. Pero ese no era su trabajo. Así que tan solo se mantuvo atento. A cada una de las palabras amables que se intercambiaron entre ella y los príncipes, a los gestos elegantes de estos, sus portes orgullosas y los delicados movimientos de sus mandíbulas. Eran en tiempos como esos, en los que Sander podría jurar que Jaekhar y Daerys eran uno mismo.

Pero también estuvo atenta a Zeerah. La chica se movía casi imperceptiblemente entre las sombras, un paso a la vez. Estaba retrocediendo a la oscuridad con la mirada fija en su matrona, esperando que no notara su repentina ausencia.

Drakhan NeéWo Geschichten leben. Entdecke jetzt