Realmente disfrutó esa nueva relación, en donde ya no existe la incomodidad entre nosotros, solo la alegría por disfrutar cada segundo de nuestros momentos libres juntos.

—¡Audrey, apúrate!... ¡La película ya va a empezar! —me gritó Eliot desde la sala.

—¡Ya voy! —respondí vaciando las palomitas de maíz en un bol, luego tomé los dos refrescos y fui a la sala haciendo malabarismos con las cosas.

—¿En serio no nos van a interrumpir esta vez? —consulté mientras que le daba su refresco.

Levanté sus pies para que me dejara sentar, después los coloqué sobre mi regazo.

—¡No! —respondió fastidiado por mi incredulidad—. Y si algo se presenta, lo voy a ignorar —tomó un puñado de palomas del bol y las masticó con una sonrisa sardónica.

—La muerte se toma sus vacaciones —comenté burlona.

—Sí —coincidió sonriente—. Ya sabes ahora de dónde viene la expresión.

Reí entre dientes, porque sabía que jamás haría eso, y se lo iba a comentar, pero me silenció cuando los primeros créditos de la película aparecieron.

Miré feliz a Eliot unos segundos. Tenemos ya una buena vida juntos.


Una hora después, sin esperarlo, Eliot me arrojó una palomita a la cara para molestarme; de seguro la película ya le era aburrida y encontró otra forma de entretenerse.

Lo ignoré, pero a los pocos segundos volvió a arrojarme otra palomita, esta vez no pude contenerme y le arrojé todas las que tenía en la mano para comer.

Eliot rio gustoso mientras se levantaba con el bol en las manos y una lluvia de palomitas de maíz me cayó encima de inmediato. Fue divertido y delicioso.

Traté de resguardarme con un cojín esponjoso, después recogí algunas palomitas que me caían por los lados, y estaba a punto de salir de mi escondite para contraatacar cuando se escuchó el bol cayendo al suelo escandalosamente, seguido por un golpe muy seco y pesado.

—¿Eliot? —llamé, pero no hubo respuesta.

Saqué la cabeza con cuidado para averiguar qué pasaba. En lugar de verlo atacándome, estaba tirado sobre una sábana de palomitas de maíz.

—¡Eliot! —grité alarmada mientras corría hacia él.

Me aterrorizó verlo frunciendo los ojos cada vez que tenía las dolorosas convulsiones. Me hinqué a su lado y seguí llamándolo al mismo tiempo que hacía todo lo posible para detener esas convulsiones que lo hacían golpearse muy fuerte contra el piso.

Pero era imposible.

Tomé el teléfono para llamar a Nicholau, pero mi llamada fue directo a su grabadora. Colgué para llamar ahora a Oliver, pero solo obtuve un «¡Ahora no puedo hablar contigo!» y me colgó.

Eliot empezó a balbucear algo, no tardé en deducir que esto se iba a poner peor. Llamé a Jean, pero me contestó Laia.

—¡Qué bueno que hablaste! —contestó exaltada por algo.

—¡Laia, comunícame con Jean! ¡Es urgente! —ordené apurada, y ya dentro de una ansiedad que me hacía temblar.

—¡Audrey, no sé qué le pasa! ¡Está convulsionándose y dice cosas sin sentido!

—¿Qué? —Por instinto, vi a Eliot, quien seguía convulsionándose.

—¡Por favor, di a Eliot que venga! ¡No sé qué hacer! —suplicó casi en lágrimas.

El Recolector: Fuera de la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora