CAPÍTULO 3

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No sé cómo llegué al departamento, y mucho menos a qué hora anocheció. Cuando tuve conciencia del lugar donde estaba y del tiempo mismo, ya tenía mí la laptop enfrente con el buscador esperando para trabajar. Pero tampoco sabía qué era lo que tenía que buscar.

Cerré la laptop y prendí el televisor. Esperaba que algún programa me distrajera, pero sucedió todo lo contrario. Reviví esa visión del profesor en mi mente; no entendí por qué todo lo que hizo me fue familiar. Miré instintivamente la fotografía que tenía de mi familia en uno de mis burós y, solo con ver los rostros sonrientes de mis padres, recordé lo que pasó después de que el auto se volcó. En cierta forma había presenciado lo mismo en ese entonces.

Abrí el cuaderno de dibujo y, uno a uno, revisé ese ojo con expectación. Y ahí, sin esperarlo, la verdad me golpeó con un mariposeo enfermizo en mi estómago.

—¡Sí es él!

Fue increíble, pero tan pronto como acepté eso, pareció que desbloqueé una parte de mi recuerdo infantil.

No solo había visto ese ojo, sino había visto tres cuartos del rostro. ¡Y la mirada que siempre creí que estaba carente de expresión, en realidad, estaba llena de compasión!

El shock que me causó la verdad apenas si me permitió respirar.

—No ha envejecido un solo día —murmuré cuando vi el último ojo que había dibujado y lo comparé con mi recuerdo del profesor—. ¿Quién es él? ¿Por qué no ha envejecido?... ¿Qué es?

Abrí la laptop y me di a la búsqueda de la verdad. Comencé con lo más obvio: vampiros y hombres lobo. Pero deseché esa idea al instante mientras reía muy sarcástica. Él obviamente no encajaba en ninguno de los términos.

Me rompí la cabeza recordando otras criaturas mitológicas, pero cada una de ellas ya caía en la categoría de monstruos, y el profesor no era uno.

«No puede serlo alguien que sintió compasión... Un sentimiento muy... ¡humano!»

Me puse de pie para deambular por el cuarto. No entendía por qué no daba con la respuesta. Al parecer, no me quedaba más que encarar al profesor y escuchar la verdad de sus propios labios.

—Si lo voy a hacer, tengo que dejar de llamarlo «Profesor».

Ya me estaba doliendo la cabeza por tanto pensar, así que decidí tomar una siesta. Tal vez en mis sueños encontraría una explicación a la que esta realidad me estaba negando.

Pero me había sugestionado tanto con esas incrédulas criaturas que era factible que soñaría con ellas.

Y así fue.

Mi oscuro sueño comenzó conmigo en lo que parecía ser un largo pasillo de piedra, como los que cualquier castillo medieval debía tener, y estaba alumbrado por unas antorchas que parecían colgar de la pared. La oscuridad era tal que estas luchaban ferozmente por desterrarla, pero fracasaban rotundamente. La fría corriente que circulaba alrededor mío, con sus helados dedos acariciándome por doquier, solo ayudaba a mi miedo a ponerme la piel de gallina.

Con todo, si en la vida real mi carácter era audaz, en mis sueños era suicida. Cualquiera se quedaría ahí esperando a que ese sueño fuera devorado por uno tranquilo, pero no en mi caso... Yo quería ver que había entre esos espacios de oscuridad que se reusaban a desaparecer.

Caminé despacio, aunque mis pisadas hicieron eco por todo el rededor. De pronto, vi una figura que cruzó furtiva entre los rayos de oscuridad. Ilógicamente, el miedo me arrojó a alcanzarla con paso apresurado, pero para cuando llegué al mismo lugar donde debía estar escondiéndose, no había nadie. Toqué las paredes del pasillo, buscando una puerta donde pudiera haber entrado esa figura, pero no había nada.

El Recolector: Fuera de la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora