CAPÍTULO 1

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En una noche cambió todo.

Mi padre sintonizó la estación de siempre en la radio. Su nueva canción favorita inició en el justo momento, haciéndolo vitorear callado de gusto.

Yo tenía 9 años y venía en el asiento trasero; por el momento, mis padres tenían mi atención. Pero era cuestión de minutos para que buscara algo en que entretenerme.

Mis padres y yo regresábamos de una visita de donde mi tía Sophie, la única hermana de mi madre. Ella era más chica, tenía 19 años y asistía a la universidad de Reading.

Las carreteras estaban un poco resbaladizas porque no ha dejado de granizar, por lo que mi padre tuvo que manejar con extrema precaución. El regreso a casa nos estaba tomando más tiempo de lo normal.

Mis padres conversaban. He tratado miles de veces de recordar el tema que los tenía tan risueños, pero siempre ha sido imposible, porque, en ese instante, yo estaba muy atenta mostrando a mi nuevo osito cómo las diminutas bolas de hielo eran lanzadas por las ruedas del auto hacia la cuneta para formar montes de lo que lucía como nieve.

Sin embargo, tal distracción me permitió ver como el auto a nuestro lado perdió el control súbitamente; soltando un chirrido de llantas que detuvo un segundo mi corazón. Por un momento creí que solo nos rozaría en su trayecto al muro de contención, pero, en lugar de eso, logró darnos un empujón que hizo que el nuestro derrapara hasta volcarse varias veces.

La alegre canción que viajó en el interior del auto fue una burla a nuestra tragedia, ocultando por momentos el horrible sonido de metal retorciéndose y vidrios estrellándose. Mis manos liberaron a mi osito para volar libres por la gravedad, bailando al ritmo de la canción. Por suerte, la adrenalina que me regaló el miedo me drogó eficazmente, ya que no sentí dolor durante los golpes que me daba el agresivo movimiento.

Los pocos segundos que duró el accidente se sintieron como mil eternidades.

El auto paró. Por un momento no supe qué pasó. Por suerte, encontré a mi osito cerca de mí, por lo que lo tomé sin dudar para buscar su consuelo, y un poco de calor. Tenía frío, mucho frío.

Miré a mi alrededor, tratando de asimilar lo que pasó. Cuando vi los cuerpos desganados de mis padres me asusté tanto que los llamé inmediatamente a gritos.

Ninguno me respondió. Ni siquiera se movieron.

Entonces, la confusión mutó en un nuevo miedo que se apoderó de mí hasta hacerme llorar. Sabía que solo así acudirían a mi consuelo, como siempre lo hacían cuando sufría mis terrores nocturnos.

La maldita canción se detuvo sin más, dejándome escuchar algo de movimiento afuera; solo así mi lloriqueo se convirtió en sollozo. Vi que cruzaron unas piernas masculinas por las ventanillas destrozadas de mi lado derecho y una mano apareció para posarse en el pecho de mi padre, en el lugar exacto donde estaba su corazón. Después esa misma persona corrió al lado de mi madre y le hizo lo mismo. Esa misteriosa mano no tardó en querer tocarme también.

—¡No, no! —grité aterrada mientras me aferraba como podía a mi osito—. ¡Mami!... ¡Papi, ayúdame! —supliqué casi ininteligible. Mi voz estaba siendo quebrada de nuevo por mi lloriqueo.

Sin embargo, aun así, vi que se asomó parte de un rostro pálido, con un ojo café brillante, adornado con tupidas pestañas y curveada ceja.

Me tranquilicé solo un poco cuando me contempló dentro de un silencio lleno de paz, incluso liberé un poco a mi osito.

—Ayúdame —le supliqué en lloriqueantes balbuceos. Pero no respondió y finalmente me tocó el pecho con indecisión y suavidad.

La calidez de su toque envolvió mi corazón, pero pronto aumentó en un ardor que prometía matarme.

—¡No, no me lastimes!... ¡Papá, ayúdame! —grité retorciéndome.

Finalmente me liberó dentro de un suspiro que pareció arrancar algo de él. Abracé fuerte a mi osito de nuevo mientras que él volvió a observarme detenidamente.

No puedo decir que había expresión en esa mirada parcial, pero sí que me impresionó tanto que hasta la fecha dibujo ese ojo en mi cuaderno o sobre cada papel que llega cruzar mi camino durante mis momentos ociosos.

—¡Hay una niña adentro! ¡Ayúdala! —gritó alguien a lo lejos.

El hombre se espantó cuando escuchó el grito, y corrió en sentido contrario de dónde venía esa voz que me consolaba con la promesa de sacarme de ahí por fin.

Lo que ocurrió a continuación fueron rostros desconocidos y una apresurada ambulancia que me llevaba al hospital. No recuerdo absolutamente nada de lo que pasó después. Siempre sufro un brinco en la historia hasta donde volví a ver a mis padres, pero dentro de féretros de madera.

Sus rostros siempre amorosos ahora estaban cubiertos por un sueño eterno. Ignoraban mi llamado desesperante de que me llevaran con ellos. Les supliqué entre llantos que no me dejaran sola.

Quería que mi madre me cantara para consolarme y que mi padre que me abrazara para protegerme, pero solo recibí silencio de ellos.

La hermana de mi madre, Sophie, la que desde ese momento se convirtió en mi tutora y madre sustituta, me consolaba con falsas palabras de una nueva vida que les daba ese «sueño» en el que estaban. Pero yo lo veía de otro modo... La idea de un sueño promete vida. ¿Cómo podía haberla cuando, en realidad, ellos no dormían?

Estaban muertos.

No había nada en esos cuerpos vacíos. Nada que me hiciera reconocer a una madre amorosa y a un padre protector y divertido.

Nadie es preparado a la edad de 9 años para la pérdida de un ser querido, mucho menos de dos al mismo tiempo.

Tras su entierro, viví los días más difíciles de mi vida. Me despertaba por las noches con terribles pesadillas y mi rebeldía salía a flote cuando mi tía trataba de tomar el papel de madre substituta. No obstante, había momentos en que era feliz, pero era cuando más deseaba que ellos estuvieran conmigo. Compartiendo mis logros y también mis fracasos.

Jamás sobrellevaría la pérdida de mis padres. Si bien, mi tía logró con el tiempo queme volviera a sentir parte de una familia... de una muy pequeña.

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Fotografía de Clark Van Der Beken / Unsplash.

El Recolector: Fuera de la vidaWhere stories live. Discover now