—¡Y tú eres una persona horrible! —largó Lucy, interrumpiendo sus palabras dañinas. Se desconoció, allí de pie, elevando la voz, gritándole a alguien de esa forma. Tenía que defenderse. Tras incorporarse, se alejó del hombre, metiéndose en el primer taxi que encontró libre. Iría a casa.


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<<No puede ser. No puede ser. Esto no puede estar pasando>> se repitió a sí misma, mientras hurgaba desperada en su bolso. Las llaves del apartamento no estaban. Era la quinta vez que revisaba así que no le quedó opción más que aceptar que las había perdido. ¿Y ahora qué?

Quedarse en los pasillos del edificio durante el resto de la madrugada no era buena idea. Nunca sabía cuando podía aparecer algún inquilino borracho, drogado o simplemente con ganas de molestar. También corría el riesgo de que Adrian estuviera por ahí. Nada bueno podía salir de eso. Tampoco quería ir a casa de su padre. Evitaba a su familia por un montón de razones, llegar a mitad de la madrugada hecha un desastre, medio ebria y sin las llaves de la casa, le daría una razón a sus familiares para que la siguiera considerando un <<fracaso>>.

Tenía el celular en su mano cuando este vibró.

Theo: ¿Así que otra cita con Jefferson, eh?

Ahí estaba. Su salvación.

Lucy: ¿Puedo llamarte?

Ni siquiera pasaron cinco segundos cuando Theo la llamó. Preocupado, preguntó qué pasó y Lucy se enredó mil veces en sus propias palabras al intentar explicar todo lo que había pasado.

—El punto es que perdí las llaves del apartamento. Olvidé el abrigo en el auto de Thomas. Ahora estoy en la puerta, muriendo de frío. ¿Crees que puedo quedarme en tu casa por esta noche? —preguntó, un tanto apenada pero tranquila al mismo tiempo. Oír su voz le había dado calma. Él siempre sabía cómo arreglar todo.

—Claro que sí, Lucy.

—Genial. Tomaré un taxi.

—No. Espérame ahí. Pasaré a recogerte.

—Está bien. Puedo tomar un taxi. En serio.

—Dijiste que no tenías abrigo. Te vas a enfermar si sales así a la calle —insistió. De fondo, se oyó un tintineo—. ¿Escuchaste eso? Son las llaves de la moto. Voy ahora mismo para allá.

Incapaz de contradecirlo, la llamada se cortó segundos después porque él debía conducir. Entonces, Lucy hundió el teléfono en su pecho, como si así pudiera mantenerlo cerca. Sentir su calor. La vida le había dado un Thomas Jefferson, pero luego dio un giro, dándole un Theo. Al final, el mundo no era tan injusto con ella, solo imponía un equilibrio. Quizá era cierto lo que leía entre líneas <<al final tendrás lo que quieras, pero te costará un par de lágrimas al principio>>.


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Subió de dos en dos las escaleras del viejo edificio, apresurado. Si no conociera el lugar y alguien dijera que está embrujado, le creería. La estructura, en general, se encontraba descuidada. Algunos peldaños estaban averiados, la pintura de las paredes se caía y los faroles que, se suponía, debían iluminar, no brillaban en su máximo esplendor. Le daba mala espina que Lucy viviera ahí, pero aún más que se encontrara sola, esperando en la puerta a mitad de la madrugada. La sangre le hirvió al deducir que Jefferson tenía algo que ver en la situación, se culpó a sí mismo por no haber sido lo suficientemente firme para advertirle que ese hombre no era de fiar. Entonces, llegó al final de las escaleras, transitó el pasillo indicado y la encontró, de pie, apoyada contra una pared, tratando de mitigar el frío abrazándose a sí misma. Llevaba un vestido de tirantes que le sentaba precioso, pero la angustia en su expresión la hacía dolorosamente bella.

—Hey. Te estaba esperando —los ojos de Lucy se iluminaron, aliviada de verlo.

—Hice lo más rápido que pude —aseguró. La espera había sido eterna, aunque en realidad él no tardó más de quince minutos—. ¿Estás bien?

—Sí, solo... Tuve este problema. Lo que te dije —respondió, conteniendo las ganas de desbordarse. No quería hacer un mar de lágrimas. Theo, que la conocía, enseguida mitigó la tensión.

—Te traje un abrigo —extendió la chaqueta que traía en su mano izquierda. Esquivando la mirada, Lucy la recibió. En seguida, se metió en ella. Percibió la textura de corderito sintético del interior, suave, cálida. Olía a él. Eso le dio aún más seguridad, se sintió en casa. Se prendió los botones, uno a uno, todavía con la mirada en el piso—. Hey, Lu. Miráme. ¿Me puedes mirar? —suave, Theo elevó su rostro, sosteniendo su barbilla con delicadeza. Lucy encontró sus ojos y tuvo que esforzarse para no romperse ahí mismo—. ¿Te hizo algo? Jefferson, ¿te hizo algo? —repitió, tornándose serio.

Ella negó.

—Discutimos. Y, obviamente, descubrí que sí, es un imbécil —reconoció, tratando de sonreír para no preocuparlo de más—. Tenías razón cuando dijiste que él no es para mí. Siento haberme enfadado, tú solo decías la verdad. Es que a veces... No lo sé, tengo miedo. Tengo miedo de que por rechazar cada oportunidad, acabe quedándome sola. Y es lo que probablemente pase, así qué... Ya sé todo eso de que me tengo a mí misma, lo que sea, creo que también es lindo tener a alguien ¿no? —respiró, acelerada por hablar tan de prisa. Afectada por exponer su corazón así, sin barreras ni métodos de protección.

—No, Lucy —interrumpió, dirigiendo una mano a su rostro, para colocar tras su oreja los mechones de cabello salidos de lugar. Lo hacía lento, con esmero, como una caricia—. No mereces tener solo a alguien. Mereces tener a la persona que quieres ¿sabes? Cuando te dije que él no era para ti, me refería a que él está aquí —señaló el suelo— y tú estás aquí —apuntó hacia arriba, sobre su cabeza—. Aún más alto —agregó, haciendo que la risa de Lucy se oyera a través del extenso pasillo—. Y no estás sola. Nunca dejaré que lo estés —sostuvo su mano, dándole calor—. ¿O no ves que salí de la cama a mitad de madrugada solo porque me necesitabas?

La castaña volvió a sonreír, miró al piso algo apenada por molestar, pero luego volvió a contemplarlo y se dio cuenta que frente a ella estaba lo que siempre había soñado. Se acercó en puntas de pie, dejó un beso en su mejilla y lo abrazó por el cuello, inundándose de él.

—Además de venir por mí, tendrás que dejarme dormir en tu cama hasta que un cerrajero pueda abrir esa puerta —bromeó. Así eran ellos.

—Todo el tiempo que quieras. Pero tendrás que dejarme dormir contigo, porque no tengo otra —dijo en el mismo tono divertido, provocando que las mejillas de Lucy se enrojecieran—. Anda, vamos a casa —exclamó, mientras la sostenía con firmeza por la cintura y se agachó, besándole el cabello.

Y allí, en medio de un edificio en ruinas, se dieron cuenta de que incluso después de diez años, jamás habían dejado de quererse. 


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Frágil e infinitoWhere stories live. Discover now