23.-Al otro lado

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Echó a andar calle abajo.

A su alrededor el mundo vibraba lleno de vida. Jóvenes que reían y charlaban mientras paseaban de tienda en tienda, iban de compras o tomaban algo en la terraza de un bar. Niños jugando en el parque, adolescentes que pavimentaban de cáscaras de pipas el suelo de la plaza de la Catedral, familias de paseo o señoras de tertulia hasta que se extinguía la última voluta de vapor de sus tazas de café. Todos felizmente ajenos al hecho de que una diosa milenaria campaba a sus anchas por la ciudad. El mundo había cambiado, pero todos seguían igual.

No-comprendió Rose- el mundo no había cambiado, ella lo había hecho. El conocimiento la había cambiado. Si se paraba a pensar nada era tan diferente. Inanna había estado en aquella ciudad desde hace mucho tiempo, mucho antes de que la conociera, puede que incluso muchísimo antes de que ella misma naciera. Un cazavampiros había estado horneando magdalenas en su pequeña cafetería de cuento de hadas desde que ella tenía memoria. La Muerte paseaba a diario por la ciudad ataviada de sombra aún si ella no la veía... Sí, el mundo no había cambiado, Rose lo había hecho, el conocimiento había puesto un peso superior al que cualquier otro mortal debía soportar sobre sus hombros. Y le pesaba. Hasta entonces siempre había creído que sus guardianes inmortales, Marcus y Cecil, eran invencibles. Sin embargo había descubierto que incluso para ellos existían los imposibles. Su burbuja de seguridad había explotado y de pronto se encontraba frente al mundo en toda su magnitud, en una nueva magnitud. Y la aterraba. Apretó con fuerza el bolso contra su pecho, el bolso donde guardaba un invaluable cuaderno de cuero viejo, y pensó que era cierto que la ignorancia daba la felicidad.

 ¿Pero quería volver atrás, a la ignorante y segura Rose?- meditó. No le costó hallar la respuesta. No, no quería. Fuera cual fuera la verdad quería conocerla toda, entera, estaba hambrienta por saberla. Como Cecil solía decir puede que su propia curiosidad la acabara matando, pero era un parte innata de de sí misma. Prefería morir sabiendo que morir en la ignorancia.

Llegó al paso de cebra de la Gran Avenida, allí donde terminaban las históricas callejuelas del Casco Antiguo y comenzaba la parte más moderna, animada y comercial del centro. Al otro lado las grandes boutiques de lujo, las tiendas y marcas de moda y los cafés más chic daban una nueva vida a la ciudad. Frente a ella el semáforo parpadeó un instante y se tornó rojo. Se detuvo. Pasó distraídamente la mirada por las caras que iban y venían al otro lado, un mundo vibrante de colores vivos.

Sus ojos se encontraron con otros ojos y se sobresaltó. Por un momento su mirada quedó enganchada en unos ojos extraños de mirada azabache. Su corazón dio un vuelco, misteriosamente imbuido por ellos. Eran unos ojos alargados, rasgados, característicos de los asiáticos; de un color negro brillante, como tizones recién sacados del fuego en los que aún danza la llama. Y eran unos ojos desconocidos. Estaba segura de que nunca los había visto antes ¿pero entonces qué era aquella extraña atracción que sentía hacia ellos? Parpadeó y se obligó a apartar la vista de aquellos misteriosos ojos para abarcar su cara. Sí, era un chico oriental. No sabría decir de dónde. ¿Chino? ¿Japonés? ¿Coreano? Se le escapaban las características para reconocer su nacionalidad. Era joven, calculó que aproximadamente de su misma edad, aunque siempre le había costado distinguir la edad en aquellos rostros orientales sin edad. Siempre le parecían más jóvenes de lo que eran. Tenía un rostro ovalado, unos ojos rasgados y oscuros, unos labios suaves y rosados; el cabello negro, fino y liso, corto y perfectamente peinado, que destacaba contra la palidez de su piel. Era delgado y alto. Aquello la sorprendió. Era alto para ser un muchacho pero sobretodo lo era comparando con otros asiáticos que había visto. Pero aparte de eso no tenía nada más que llamara la atención. Rose estaba segura de no haberlo visto antes, pero tenía esa extraña sensación de deja-vu. No había nada en él que llamara la atención y sin embargo no podía apartar la vista de él. Y tampoco es que fuera raro ver extranjeros en una ciudad tan grande como la suya. Entre turistas e inmigrantes tenían las calles llenas de etnias y culturas diferentes. Incluso tenían su propia pequeña versión de China Town y la popularmente conocida "Calle de los Moros" con su fuerte olor a especias y los hombres fumando en pipa. Ya nadie recordaba cuál había sido el nombre original de aquellos barrios.

¿Entonces qué era lo que le impedía apartar la vista de él? ¿Magia? ¿Había más a aquel chico de lo que el ojo veía? ¿Algún componente sobrenatural? Se concentró en él, en el espacio que los separaba, apenas unos metros entre un paso de peatones. Él iba y ella volvía. Y lo sintió, sutil, frágil pero presente, el cosquilleo de la magia. Pero no emanaba del chico, no, el chico era completamente humano, normal, mortal, corriente... Tampoco emanaba de sí misma, de hecho nunca había sido capaz de sentir ni un ápice de magia en sí misma. Por eso lo que ella era le constituía un eterno misterio. No, no venía de ninguno de los dos, ni de nadie a su alrededor; pero allí estaba, en el aire, en la tierra, en la carretera, en la pintura blanca sobre el asfalto... La caricia de la magia. Era débil, casi inapreciable; pero a la vez era fuerte, constante, inamovible, sincera... Rose no sabía que se pudieran utilizar emociones para describir la magia. Pero sí aquella, porque era sutil y compleja como el corazón humano. Intrigada trató de darle forma, de buscar su origen, pero no encontró nada. Tan solo estaba allí, entre ellos, sin venir de ninguno pero perteneciendo a ambos. Como la fuerza magnética e invisible de un imán, que siempre está pero cuanto más cerca más fuerte y a mayor distancia se debilita hasta dejar de atraer. Rose trató de darle forma en su mente y la imagen de un hilo le vino a la cabeza, un hilo sin color, ni textura; tan solo aire. ¿Qué pasaría si el hilo se rompía? Se estremeció tan solo con el pensamiento y una sensación de desamparo y soledad le sobrevino. No, el hilo no podía romperse. ¿Y qué ocurriría si se acercaran? Rose se estremeció de nuevo. Tenía la extraña sensación de que algo grande e irremediable ocurriría si se acercaran, si se tocaran... ¿Saltarían chispas? ¿Habría una explosión? ¿Se acabaría el mundo?

No, algo tan apocalíptico no. Pero algo grande, algo irremediable que cambiaría su vida.

Al otro lado del paso de cebra el chico se removió nervioso y apartó la vista. De golpe Rose regresó a la realidad. ¿Pero en qué había estado pensando? Demasiadas cosas sobrenaturales en su vida últimamente, parecía que le estaban nublando el juicio. Era obvio a simple vista que el joven no era más que un humano corriente, como todos los demás. No había nada mágico ni especial en él. Ni un ápice. 

De golpe comprendió que había estado mirando fijamente sin proponérselo a un completo desconocido. Se ruborizó. ¿Qué habría pensado él de aquella adolescente descarada que no apartaba la vista de él? Se ruborizó aún más. Ella no era ese tipo de chica, pero no es como si pudiera cruzar la calle para explicárselo. Aquello sería aún más vergonzoso y ridículo. De pronto se sintió incómoda. Apartó los ojos y se obligó a clavar la vista en él semáforo en rojo. Aun si el cosquilleo de la curiosidad le podía, la invitaba a girar la cabeza y mirar, se resistió. ¿Se podía saber porque tardaba tanto aquel maldito semáforo en ponerse verde?

Y entonces le sobrevino. Una sensación mucho más poderosa y desagradable, una inquietud asfixiante, cayó sobre ella. Como una aguja gélida que le atravesara la médula espinal y le serpenteara hasta la nuca, el terror oscuro y frío que se extendía por cada célula de su cuerpo, una sensación de peligro y muerte que la sobrecogía. Quedó helada, aterrorizada, porque reconocía aquella sensación. Era inconfundible. El semáforo se puso verde y los peatones comenzaron a cruzar pero ella no se movió, incapaz de despegar los pies del suelo. El chico asiático pasó por su lado y la miró de reojo pero Rose no le prestó atención. Conocía aquella sensación. La había vivido antes. Eran ellos. Los Limpiadores. Estaban allí. Venían a por ella. La habían encontrado.

Sin pararse a pensar, sin pararse a buscar entre el bullicio para localizarlos (no lo necesitaba, sabía que estaban cerca sin necesidad de mirar), sin pararse a tomar una decisión... dio la vuelta y echó a correr. 

Tan solo echó a correr, desesperada, ciega, aterrorizada y se internó de nuevo en las zigzagueantes callejuelas del Casco Antiguo. Tan solo corrió sin mirar atrás como a quien persigue la muerte. La perseguía algo mucho peor.

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NOTA DE LA AUTORA: Hola ¿qué tal? Lo prometido es deuda y aquí está el nuevo capítulo, espero que os guste. Vuelve la acción y ¿algo más? Está claro que la pobre Rose no tiene un segundo de respiro. Gracias a todo por el apoyo y cariño que me brindáis, a mí, a Rose, a Cecil, a Marcus, al chico-gato... Ya sé que por ahí hay quién ha elegido ya buen partido ;)

Pues espero volver a veros en el próximo episodio. ¿Qué será de Rose?

El Hilo RojoWhere stories live. Discover now