18 | De tripas, corazón

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—Mi niña. —La abuela le acunó el rostro y, a pesar del esfuerzo, sus ojos se humedecieron. Las lágrimas empezaron a aflorar por las mejillas de la muchacha—. No entiendo porque no me lo has dicho antes, despedirte así de forma repentina... Pero está bien, si es lo que te hace feliz. —Teo sonrió esta vez. Si su abuela tenía algo bueno es que podía ser la persona más comprensiva del mundo—. Pero prométeme una cosa. —Ambas se miraron durante unos segundos, aquellos ojos azules y cansados, cuya luz aún resplandecía, la miraban con amor. Era un amor incondicional, digno de admirar y que no podía expresarse con palabras. Y en aquella mirada, Teo se mantuvo a la espera de sus palabras, mientras le leía el alma a su abuela a través de los ojos—. Que me llamarás de vez en cuando y que os cuidaréis mucho la una de la otra, ¿vale? El mundo es un lugar peligroso. Además, estaré aquí esperándote para cuando vuelvas. —Con un dolor en el pecho, Teo lloró con intensidad, pero le regaló una sonrisa a su abuela, la más amplia de todas, y la abrazó con fuerza.

Como si fuera la última vez que fuera a verla.

Olió con intensidad el característico olor que desprendía la anciana mientras la abrazaba. El bello olor de la experiencia, aquel que la había acompañado desde su niñez. Aquel que la había acunado en sus momentos más vulnerables y también en los más agradables. Aquel que le había dado de merendar en las tardes y le contaba aventuras de lo más épicas para la pequeña Teodora. Despedirse de su abuela no había sido fácil. Sin embargo, le sorprendía la calma con la que se había tomado todo aquello y, aunque habían compartido las lágrimas, el té que vino después consiguió unirlas en una burbuja de felicidad y cariño. Fue duro despedirse y saborear el último té con su abuela, pero ahora venía lo más difícil: sus padres.

De camino a su casa pensó en sus amigos, Sara y Charlie. ¿Debería despedirse de ellos? Y mientras recorría a pie las calles de la ciudad, pensativa, como por arte de magia, al pasar cerca de una cafetería los vio sentados en una de las mesas del interior. Sara y Charlie reían como hacían siempre. Teo se mantuvo quieta, observándolos desde la lejanía, no muy segura de entrar y sentarse con ellos. Aquello ya estaba siendo demasiado difícil para ella y, debido a que ya había distancia entre ellos, quizá era mejor dejarlo así.

Con el corazón en un puño, sacudió la cabeza y dio media vuelta, prosiguiendo su camino hacia casa. Quizá así era la mejor forma de mantenerlos protegidos, quizá ese era el transcurso que debía seguir el ciclo natural de la Madre Tierra. Mientras caminaba por las calles llenas de gente; gente como ella, humanos, se permitió el placer de disfrutar de los pequeños detalles que antes era incapaz de ver: un beso en un portal, una risa entre amigos, un par de ancianos agarrados de la mano, un niño acariciando a un perro... Detalles minúsculos que antes no era capaz de ver y que ahora cobraban gran importancia. Miró su ropa, su reloj de muñeca. «Cuántas cosas tenemos que no somos capaces de ver», pensó. Cuántas veces se había dejado llevar por la negatividad de detalles sin importancia, dejando escapar el presente de entre sus manos y, ahora que lo sabía, su presente había cambiado por completo. Su concepto de tiempo se había visto modificado y ya no importaban un par de agujas que marcaban las horas. Aquello ya no existía para ella. Sin embargo, el presente que aún conservaba allí, en su mundo, la esperaba en casa de sus padres, allí donde debía afrontar un último reto antes de partir. No estaba segura de si sería para siempre, pero su mente puso en marcha un mecanismo de autodefensa típico del ser humano: ponerse en la peor de las situaciones para no llevarse el gran golpe.

Aunque, siendo realistas, aquello era inevitable.

—Teo, ¿dónde estabas? —dijo su padre al verla entrar en casa. Teo lo miró: Bill estaba sentado frente a un ordenador, mirándola por encima de sus gafas—. Pensaba que hoy vendrías antes.

—Bueno, es que he ido a ver a la abuela.

—Ah. —El padre de Teo siguió tecleando en su ordenador. Por la rapidez con la que lo hacía, casi podría salir humo del teclado.

CRÓNICAS DE LA MADRE TIERRA I: Los mundos de TeodoraWhere stories live. Discover now