Capítulo 22. Lo que no sabes de tu padre

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Yamagawa guardaba silencio, como casi siempre que iban en coche. En la radio sonaba una música americana, un grupo de nombre impronunciable. La boca le sabía a la tónica que había bebido, un poco amarga en la punta de la lengua. La noche era oscura, el vehículo parecía levitar sobre la calzada mientras la mente de Kageyama viajaba a todos los lugares de su infancia.

Los recuerdos de su padre parecían viejos objetos tapados con una sábana, y ahora él, al ir descubriéndolos, se daba cuenta de que no los reconocía. Estaban distintos. No sabía si era su propia memoria traicionándolo, o es que los recuerdos de un niño no son totalmente reales. Eso decía Miwa a veces. Papá no era tan malo, era casi su consigna. Kageyama no podría decir si su padre era malo o no, él no era juez ni dios. Lo que sí recordaba es que su padre le rechazaba, y fuese o no real, era un sentimiento del que no podía deshacerse.

Mura, ese era su nombre. Kageyama, al final, empezó a llamarle así. Mura. Sin honoríficos, sin nada, muy lejos del papá que usaba cuando era un crío. Sólo seguía refiriéndose a él de esa forma con su hermana, porque sabía que le dolía oírle referirse a él por su nombre propio.

—Piensa en lo que hablamos esta noche —dijo Yamagawa, aparcando frente al apartamento de Kodaira. En un par de días jugaba con los Adlers, y esa fue la excusa para decirle que le llevase allí—. Reconocer los errores ajenos nos sirve para no cometerlos.

Kageyama se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Yo no soy mi padre —dijo, serio, mirando al frente. Yamagawa rió por la nariz, soltando el aire.

—No. No lo eres, aunque tengas sus ojos —Kageyama se giró hacia él—. Vamos, vete a dormir. Piensa en todo esto y vuelve el lunes al CAR. Aprovecha que jugáis en Sendai para ir a tu casa. Quizás tu madre tenga cosas de Mura que te apetezca ver. Quizás te ayude a descubrir lo que no sabes de tu padre.

Kageyama asintió con la cabeza. Antes de bajarse del coche se le ocurrió una cosa más.

—¿Qué pasará con la Liga de las Naciones?

—Está en tu mano. Reflexiona sobre ello.

Kageyama subió por las escaleras, como siempre, cargando el peso de su bolsa deportiva sobre el hombro. Eran las dos de la mañana, así que introdujo la llave en la cerradura con cuidado, sintiéndose un poco adolescente. Recordó la primera vez que bebió alcohol, con Hinata, en el Ceskoya. Llevó a casa tan borracho que no fue capaz de abrir la puerta y tuvo que dormir en el felpudo, porque no había nadie al otro lado para abrirle. Su abuelo había muerto hacía mucho y su hermana ya vivía en Tokio. Se despertó con mensajes de Hinata en el teléfono y la decisión firme de que el alcohol quedaría fuera de su vida.

En cuanto entró en el pequeño apartamento vio la luz de la cocina, a la derecha, encendida. La puerta estaba entreabierta, así que se descalzó y, con cuidado, entró.

Hinata estaba sentado en la mesa blanca, con la cabeza apoyada sobre los brazos, dormido. Tenía delante un vaso enorme de leche y dos cartones vacíos al lado. Había vertido el contenido ahí, porque era un idiota y le gustaba beber en uno de esos tazones enormes de desayuno. Kageyama se fijó en su ropa. Llevaba el chándal del CAR, no se había cambiado de ropa ni se había puesto el pijama.

Este idiota.

La casa estaba fría, así que lo primero que hizo Kageyama fue encender la calefacción. Después volvió a la cocina, cogió el tazón de leche y lo metió en el microondas para calentarlo. Ni siquiera eso despertó a Hinata. Se acercó a él, un poco hipnotizado por el sueño. Le dolía la cabeza, había sido una noche intensa. Yamagawa había conseguido mover cosas dentro de sí mismo que llevaban demasiado tiempo dormidas. Sin embargo, ahí, con el calor de los radiadores empezando a hacer su magia, con Hinata tan cerca, Kageyama se sentía como un lobo que por fin llega a su madriguera.

Nadie duerme en Tokio |KageHina|Where stories live. Discover now