Capítulo 4. Si lo quieres tendrás que sangrar por ello

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Las zapatillas contra el asfalto, otro paso

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Las zapatillas contra el asfalto, otro paso. El complejo de apartamentos de Kodaira estaba cerca de Tokio, pero igualmente Yamagawa-san le pidió que se mudase al piso compartido en cuanto le designaron como entrenador personal. Un equipo es más fuerte cuando sus principales elementos están unidos.

Kageyama sabía que era cierto. Nunca había llegado a tener tanta coordinación con Hinata como en su tercer año, poco antes de sus últimos nacionales, cuando -con el voto en contra de Tsukishima- decidieron que las vacaciones de invierno eran un buen momento para organizar una concentración de entrenamiento intenso de cinco días. Yamaguchi elaboró el plan de base, y Kageyama y Hinata lo multiplicaron por tres. Después supieron que los chicos de primero y segundo lo apodaron "el campamento de la muerte" y que los dos que despertaron a los tres días con una gastroenteritis en realidad huyeron sin mirar atrás.

Pasaron cinco días corriendo cuesta arriba, jugando al vóley bajo cero, levantándose de madrugada y viendo partidos de sus rivales hasta la hora de acostarse. Todo era vóley, de modo que todo era perfecto, y cuando sus compañeros se acostaban, rendidos, cuando incluso Yamaguchi les abandonaba, Hinata preparaba té y compartían una manta frente a la televisión, analizando más partidos. Discutían jugadas, estudiaban cada detalle. ¿Había algo mejor que eso?

El último día Kageyama le puso algunos fragmentos de un viejo partido de Youtube, uno que enfrentaba a los Adlers y los Black Jackals y que tenía más años que ellos. La calidad de la imagen era nefasta.
Era el partido que solía ver con su abuelo.

—¿Crees que le habría gustado? —susurró Hinata, medio dormido, robándole toda la manta. Kageyama miró hacia él y se encontró con una maraña de rizos naranjas apoyada en su hombro—. A tu abuelo... ¿Crees que yo le habría gustado?

La sensación que le subió por la garganta fue la evidencia más brutal de lo que llevaba años negándose. Enredó los dedos en su pelo y le dio un pequeño tirón, con los ojos en la pantalla y el corazón fuera de su cuerpo.

—Calla y mira el partido.

Esos nacionales fueron su mejor exhibición. Juntos, imparables, cerrando todas las bocas. Aún había mucho camino para delante, pero no importaba. Se estaban presentando. Y Kageyama sintió la derrota como un banquete frustrado, como si le arrancasen de la mesa nada más enseñarles los platos. No por los nacionales en sí, sino porque ya no podía jugar con Hinata. Ya no podía hacerle volar, buscar su voz, obedecer sus caprichos en la pista.

Pónmela, una orden que sólo él podía escuchar. Hinata era un caballero pidiendo su espada en el campo de batalla, aquí la tienes, respondía Kageyama, tendiéndosela, afilada, perfeccionada, con una sola condición: ahora destroza a nuestros enemigos.

Allí, en el centro de la ciudad con mayor densidad poblacional del mundo, el aire estaba impregnado de algo espeso, tan sólido que parecía pegarse a los pulmones, y Kageyama se lo imaginaba oscuro, del color del alquitrán. Apenas había konbini, y los bollos de carne habían abandonado su dieta hacía años. Ni recordaba su sabor. Había gente todo el tiempo, por todas partes, pero nunca dos caras iguales. A veces pensaba que corría solo, otra vuelta a la manzana, invisible, hasta que sentía la voz de Aki a su lado, recordándole lo que estaban haciendo. Esto también es vóley.

Nadie duerme en Tokio |KageHina|Where stories live. Discover now