Capítulo 12. Terapia

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¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?

Duerme al menos ocho horas.
Sigue la dieta. Cómete el tupper.
Bebe más agua, estírate, dúchate con agua fría.

¿Te parece suficiente con jugar bien? Fortalece esas piernas. Unas piernas fuertes te harán más fuerte.
El vóley es un deporte de habilidad, velocidad y resistencia. Si no tienes las tres, estás acabado.

¿No crees que podrías saltar más alto?
¿No crees que podrías hacer otra dominada?
¿No crees que podrías haber llegado a esa bola?

¿Me has oído, Kageyama? —Levantó los ojos y se cruzó con la mirada de Yamagawa-san—. Puedo llevarte a la cima, pero tenemos que ser serios. Tenemos que ir más allá si queremos hacer historia. Construir una leyenda es un trabajo duro, pero puedo moldearte. Tienes lo necesario. La pregunta es, ¿estás dispuesto?

—¿Qué tengo que hacer, señor?

Todavía no entendía bien qué hacía allí, en ese lugar tan lujoso, con vistas de todo el barrio de Shibuya. Había diez o doce mesas acristaladas por toda la zona, y todo eran hombres, ninguna mujer. Yamagawa-san sonrió. Era raro ver ese gesto en él. Había un fino cordel sosteniendo una hilera de pequeñas luces blancas, alumbrando de forma magnética el lugar donde estaban. Bebían agua con limón, y la luz iluminó las diminutas arrugas que se le formaban al entrenador bajo los ojos.

Extendió la mano sobre la mesa y la colocó sobre la de Kageyama, que se tensó con la sorpresa.

—Confiar ciegamente en mí.

—Ya lo hago, señor —dijo, serio, mirándole a los ojos, porque era verdad. Yamagawa-san era duro como entrenador, pero Kageyama podía soportarlo. Sabía que siempre era posible dar un poco más. Si hubiese entrenado más duro cuando era un niño, si hubiese sido menos idiota y egocéntrico, tal vez nunca le habrían negado la entrada en Shiratorizawa. No se arrepentía de nada, ser parte del Karasuno fue lo mejor que le pasó en su vida, pero todavía latía en su pecho el rechazo, la sensación de un no en letras de neón, no te queremos, no eres necesario para ganar, podemos hacerlo sin ti.

No es suficiente. Todavía hay cosas que... te retienen —dijo, moviendo su mano sobre la de Kageyama, que parpadeó, sin entender—. Te preguntarás por qué te traje a este lugar.

—La verdad... La verdad es que sí.

Yamagawa cogió la mano de Kageyama y la levantó.

—Abre la mano —dijo, y Kageyama lo hizo, extendiendo la palma. Yamagawa examinó los dedos uno a uno, con cuidado, como si fuesen de cristal—. Tus manos, tu dedos. Los cuidas bien, pero no es suficiente. Los aseguraremos.

—¿Eso qué significa? —preguntó, confundido. Yamagawa sacó un tarro pequeño de su bolsillo y con la mano que tenía libre, empezó a poner crema en los dedos de Kageyama—. ¿Qué...?

—Has dicho que confías en mí —dijo suavemente, mirando su mano. Kageyama se mantuvo en silencio, observando. No entendía una mierda qué estaba pasando, pero tenía una incomodidad extraña, un peso asentado en el estómago—. La otra mano.

Kageyama se la tendió. Cuando terminó con él, le soltó, y Kageyama retiró las manos lo más rápido que pudo y las apoyó en su regazo, lejos de la mesa. Carraspeó y se concentró en el brillo de la piel de sus dedos, ahora más suaves que nunca.

—Señor —dijo, sin mirarle—. ¿Qué hago aquí?

Yamagawa se tomó su tiempo antes de contestar. No hacía frío allí arriba, había estufas eléctricas colocadas estratégicamente cerca de cada mesa. El cielo estaba oscuro, pero no se veían las estrellas.

Nadie duerme en Tokio |KageHina|जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें