Capítulo 11. El mordisco del chacal

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Shouyou no era como todos pensaban, nadie parecía haber visto más allá de la primera capa. No era un ángel cándido y dulce, suave al tacto. Shouyou, en sus mejores días, era un trozo de hierro al rojo vivo, una detonación de TNT capaz de matar con su onda expansiva. Había en él un precipicio al que nadie podía asomarse sin correr un riesgo. Y también, otras veces, Shouyou era un crío caprichoso y volátil, abriendo la mano, dando aliento para luego cerrar el puño.

A Atsumu siempre le gustaron los niñatos.

Tú comes de mi mano, decían los ojos de Shouyou en la pista. Atsumu era un Dios, pero uno arrodillado. Esa era entonces la verdadera naturaleza del colocador, servir a uno de esos monstruos con alas. No había poder ahí. La verdad había sido revelada.

¿Sabes esto, Tobio? ¿Lo supiste siempre?

La noche anterior, Shouyou hizo algo más que besarle. Le atravesó como los rayos gamma, cocinó un sofrito con sus neuronas, sus células, su sangre, cada molécula de Atsumu fue reconfigurada a un nuevo idioma. Y ahí estaba, sonriendo mientras le quitaba la ropa. Jadeando en su oído, enredando una pierna fuerte en su cintura. Tenía las pestañas naranjas.

Atsumu estaba cayendo, sin paracaídas, sin cuerda ni arnés.

No era el primero en intentar descoser a Shouyou y no le gustaban los segundos.
Si no puedes ser el primero, entonces eres el perdedor.

Al otro lado de la red, durante el partido Adlers vs Jackals, Tobio olvidó las reglas básicas del arte del disimulo. Clavaba los ojos en Shouyou como si no hubiese otros cinco en la pista, como si él no estuviese allí, el puto Dios y su orquesta de cuerda.

Pestañas naranjas. Pecas entre las piernas.

Atsumu empujaba contra él y le arrancaba un gemido y le parecía que la palabra perdedor se esfumaba de su vocabulario. Di mi nombre, pedía Hinata, rizos naranjas y voz suave. Di mi nombre, otra vez, y la palabra perdía significado después de repetirla un millón de veces, Shouyou, Shouyou, Shouyou, nadie estaba tan necesitado de escuchar su nombre.

Y después... Estaba lo demás.

Shouyou era el compañero perfecto. Aullaba de felicidad cuando iban en moto, clavando sus manos en sus caderas, ¡más deprisa Atsumu-san!, invadía su habitación por la mañana y saltaba sobre su cama, cantando, se reía de sus chistes, aparecía con un spray de tinte rosa fantasía para teñirse juntos el pelo y te juro que se va en dos lavados porfa porfa, se sabía las coreografías de BTS, nadaba hasta lo profundo en el mar, se olvidaba la crema solar y no le importaba quemarse las mejillas.

¿He hablado ya de sus pestañas naranjas?

Atsumu apoyó la cabeza en la almohada de su habitación de hotel, en el centro de Tokio. Todavía le ardían las venas por el entrenamiento en el CAR, pero estaba bien. Bien, esa es la palabra. No se puede estar triste cuando te han propuesto para ser titular de la Selección, cuando el grandísimo Yamagawa-san te ha ofrecido una habitación en su piso de elegidos. Tendría que vivir con Tobio, pero esperaba que no por mucho tiempo.

Me quedaré con tu dormitorio, con tu cama, con tu chico, como tú te quedaste con mi premio al mejor servicio, como me robaste la titularidad en la Selección.
A veces el esfuerzo le gana al talento, ¿sabes, Tobio?
¿Dónde está ahora el chico-genio que rompe todas las estadísticas?

Se llama karma. Jódete.

El teléfono sonaba sin parar. El pesado de Inunaki estaba ya abajo, con Bokuto, vestidos y preparados para ir de fiesta. Suspiró, seleccionando mentalmente la ropa que se pondría de la poca que llevaba en la maleta. Mientras lo hacía, estiró la mano para acariciar la piel desnuda a su lado. Los ojos negros le miraron por encima del hombro, un vistazo rápido, y luego volvieron a alejarse.

Nadie duerme en Tokio |KageHina|Where stories live. Discover now