Secretos

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El tercer parcial había llegado. Los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y el miedo de aquello nos estaba consumiendo. Mi abuela no había llegado a casa aquella tarde, pero nuestra preocupación no se disipó. Sabíamos que algo estaba sucediendo, pero no cómo indagar sobre eso.

Durante las dos primeras semanas de septiembre, aunque no queríamos, empezamos a vigilar a nuestra abuela. No le comentamos acerca de lo que estaba sucediendo a mi madre para que ella no se preocupara, sin embargo, las visitas al hospital de mi abuela nos asustaban a los dos.

¿Cómo lo sabíamos? Aquella misma tarde cuando la vi salir del hospital y luego regresó, tomé su teléfono y envié su ubicación actual al mío. Por una extraña razón, mi abuela había visitado casi tres hospitales durante el transcurso de aquellas dos semanas.

Buscamos por toda la casa los papeles que ella tenía en sus manos aquella tarde, pero no los encontramos. Yo continuaba con mi novela y estudiando para poder asegurar tener una nota aceptable en el primer quimestre. Lo que menos quería era tener problemas con mis notas, sobre todo cuando la mayoría de los profesores no nos soportaban.

Ángel pensaba igual que yo, sin embargo, no dejaba de pasar por nuestra mente las visitas de la abuela y simplemente no nos podíamos concentrar. Le preguntamos muchas veces adónde había ido en las tardes, pero ella mentía diciendo que estaba en una clase de ayuda social en una fundación.

—¿Vas a hospitales? —pregunté.

—No —respondió nerviosa—. No voy a hospitales, ¿por qué iría?

—Uhm... no lo sé, solo decía, abuela.

No tocamos más el tema, pero mi curiosidad por saber qué estaba pasando no cesaba.

Fue en una noche cuando nos enteramos de lo que sucedía.

Créanme que hasta el día de hoy hubiera preferido no saber.

Ángel y yo salimos con Diego una tarde a casa de José, según nosotros, a estudiar. Estuvimos allí casi hasta las siete de la noche. Ellos ya llevaban mejor el tema de lo que había sucedido, y José aprovechó todos los insultos que le dijo aquel profesor en el colegio para que las autoridades se olvidaran del problema causado. El inspector que no era inspector en realidad fue el que más se opuso, sin embargo, la orden estaba hecha y debía cumplirse.

Al regresar aquella noche, si no me equivoco, la segunda semana de septiembre, ambos nos llevamos una sorpresa cuando vimos a nuestra abuela y a mi madre sentadas en la sala, llorando.

En aquel instante ya sentía cómo mi alma se rompía. ¿Otra desgracia para nosotros? ¿Hasta cuándo? Ángel me miró y no supimos qué decir frente a lo que sucedía.

—Mamá —dije. Mi voz, incluso sin saber qué ocurría, ya estaba rota.

—Vengan, hijos —nos pidió la abuela. Ángel y yo dejamos nuestras mochilas en el piso y nos sentamos frente a ellas.

«No quiero saber —pensaba—. Ya no más desgracias, por favor.»

—Necesito contarles algo, que me ha costado aceptar, pero que lo entiendo, y necesito que ustedes también lo hagan.

En mi cabeza ya estaba tratando de imaginar qué era lo que ella nos contaría. No estaba preparado para algo más que me afectara. Las cosas estaban yendo bien, ¿saben? No merecíamos sufrir de nuevo, de verdad que no. Sin embargo, no puedo cambiar la vida de los demás, solo la mía.

Mi abuela, con lágrimas en los ojos, nos contó lo siguiente:

—Cuando estuve en Guayaquil al encontrarlos, empecé a tener problemas. No quise decírselos a nadie porque pensaba que podría curarme con las pastillas que tomaba hace tiempo, pero todo empeoró. Empecé a sangrar las pocas veces que iba al baño. Por un momento paró y por eso dejé de preocuparme, sin embargo, después del tiempo que estuve en Colombia y cuando regresé, la situación cambió para mal. Pedí trabajar porque pensaba que el estar en movimiento y haciendo algo me ayudaría, y como durante el primer mes todo parecía controlarse, creí que todo mejoraba, pero no resultó bien.

Ya estaba pensando en lo que se venía. No lloraba, pero mi madre sí lo hacía. Mi abuela lucía cansada y preocupada.

Alguien que estudia medicina ya sabe perfectamente qué era lo que sucedía. Sí, mi abuela tenía cáncer colorrectal. Ahora, mientras escribo esto, no lloro, pero sí lo hice aquella noche, y mucho. ¿Por qué muchas veces los adultos mayores creen que son invencibles y que tienen cuerpos de acero? Lo digo porque mi abuela lo pensó durante mucho tiempo y no resultó nada bien. Ella estuvo cada vez peor y, para no preocuparnos, nunca nos dijo nada.

No pude asimilarlo durante un buen rato, y supe que mi madre tampoco pudo cuando empezó a llorar más fuerte.

—Perdón por causarles tantos problemas —dijo mi abuela.

—No, no digas eso —respondió mi madre—. Nunca lo repitas.

¿Cómo podía decir eso? ¡Nuestros problemas se disipaban mientras ella seguía con nosotros! Jamás me hubiera perdonado decirle aquello.

Mis ojos se humedecieron y luego cayeron las lágrimas, y no porque estuviera del todo consciente de la situación de mi abuela, sino porque estaba harto de sufrir, no quería más problemas. La abracé, todavía llorando, y todos nos envolvimos. Ella nos dijo que se hizo exámenes en varios lugares para estar segura, pero sí, tenía cáncer y este había avanzado lo suficiente para que ella estuviera así, solo que no sabían cuánto. Tendría que hacerse una colonoscopia para estar segura de cuán grave era su cáncer, pero, por los síntomas que ella tenía, este ya debía tratarse.

Durante toda aquella semana estuve investigando cómo se producía el cáncer de colon y, a partir de allí, cada vez que estoy estreñido busco la forma más rápida para salir de aquello. Ángel no podía creer lo que escuchaba y no dejó de llorar al igual que nosotros. Mi familia estaba completa, pero no había pasado ni tres meses que ya estaba desintegrándose de nuevo.

—Ella estará bien, Darío —me dijo Ángel cuando se calmó—. Siendo la mujer tan buena que es, no podría sufrir así.

Yo lo miré, un poco confundido, y repliqué:

—¿Tú cómo sabes eso? ¿Y si ella muere?

—No dije que ella viviría, sino que estaría bien. La muerte no es nada malo a lo que hay que temerle, ¿sabes a qué sí debemos temerle? A morir con la consciencia sucia o en pecado. Aquello es lo peor que nos puede suceder. En cambio, tu abuela ha podido enmendar cualquier equivocación de su pasado. Ella pudo cambiar el destino de su vejez y lo está haciendo al lado de su familia, feliz. ¿Qué crees que es lo peor que podría sucederle? ¿Morir? ¿Sufrir? La muerte es el encuentro con ese Padre que ella tanto ama, Darío. Créeme que, para ella, morir no es lo peor del mundo, incluso a su edad y con las cosas difíciles que se vienen, es lo mejor.

Aquello que me dijo tuvo mucho sentido. Yo, todavía con lágrimas en mis ojos, solo asentí. Yo no puedo cambiar la vida de las personas, pero sí la mía, y también puedo animar a los demás a hacerlo. Mi abuela necesitaba mi ayuda y mi cariño, así que aquello era lo único que podía hacer. Con todos ellos aprendí que, renegando o llorando, los problemas no se irían ni cambiarían, aquello no funciona cuando creces. Cuando eres un adulto, este tipo de cosas debes afrontarlas, porque el precio de ser feliz es muy alto.

Una semana después de esa conversación fuimos al doctor con mi abuela para que se le realice la colonoscopía.

Hay muchas cosas a las que no estás preparado. En aquel momento, sumé otra a la lista de noticias a las que no estoy preparado.

Sí, era cáncer y este se había expandido mucho, lo que significaba que debían operarla.

Creo que nunca había llorado tanto en mucho tiempo en el pasillo de un hospital, sobre todo después de leer lo grave que podría ser aquel asunto. El doctor nos dejó llorar al lado de mi abuela durante un buen rato. Ella estaba triste, y no porque estuviera mal, sino porque nosotros estábamos sufriendo.

Ellos, ella & yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora