Capítulo XIII: ❝Scrisoarea te rog❞

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Alcina paseaba por los pasillos desolados del castillo; extrañaba con una fuerza imposible de medir, a sus dos jóvenes risueñas. Justo las más animadas de sus tres niñas, estaban ausentes; desaparecidas, y sin rastro alguno, más que la pista de la tormenta y el refugio en lo de Beneviento.

La habitación de Daniela la había visitado; extrañaba esa fragancia a sangre seca, que sus tres jóvenes compartían, pero en particular el del perfume que la castaña usaba, con fragancia a rosas. Sí, esas rosas por las que Daniela sentía una pasión, y las quería grabadas en todo tipo de decoración; perfume; alhaja personalizada; bordados, o baratija.

La Daniela que reía y hacía bromas de mal gusto a sus hermanas, y a su vez, era la espía entre las otras dos, para contarle a detalle todo lo que hacían o se disputaban en secreto. Esa Daniela vivaz que se columpiaba de los candelabros algunas veces, o hacía piruetas en el salón central, para llamar la atención de las criadas. A esa Daniela, con fuerza la extrañaba.

Y Bela, oh, la hija más inocente de las tres, y la que era un terrón de azúcar en persona cuando estaba en confianza. Sí, su princesa rubia que amaba pasar en la biblioteca; leyendo romances o mitología griega, para luego nutrirse en la cocina; cocinando con las sirvientas y haciendo disturbios, o reproches contra su propia madre, para que la deje cocinar. A esa Bela, con fervor la extrañaba.

Alcina pasó por la puerta de los aposentos de la joven. Cuanto anhelaba abrir la puerta, y descubrirla ensimismada en sus pensamientos y un nuevo libro; sin notar su presencia. Sin que supiera que su madre sonreía cuando la veía sonreír con sus historias; emocionarse con cada giro de trama; entristecerse con alguna parte melancólica del libro; frustrarse y resoplar con alguna parte que le causara desconcierto, y suspirar enamorada, del romance principal.

Esa era su Bela. Su pequeña princesa amante de la literatura fantasiosa; con mundos que jamás podrían existir fuera de su mente, pero que aún así, le causaban la esperanza de poder ser aceptada en alguno de ellos, si pudiese vivir en alguno.

Aquella Bela que por más que no lo admitía, amaba el amor. Amaba ver parejas caminar de la mano. Amaba ver hasta criaturas primitivas, como los animales, andar en pareja, y cuidar de sus versiones diminutas, a las que tenían por crías y herencia en el mundo. Aquella Bela que nunca había conocido el amor, más allá de la página de un libro fantasioso, y por más monstruo que su madre la haya logrado convertir para protegerle, seguía teniendo corazón suficiente, como para disponerse a amar.

Alcina entró a la habitación; resoplando tras no ver a nadie leyendo sobre la cama, como lo esperaba. Observó aquellos aposentos suspirando de nostalgia, y extrañando el aroma de su niña inocente.

Aún así, percibió un aroma que no era característico de esa habitación: flores. Según entendía, Bela no guardaba flores, de hecho, le gustaba la botánica pero ni de lejos pensaría tener algo con tierra, dentro de los mismos aposentos en los que dormía, y dentro de los mismos aposentos, que eran su lugar seguro, y la hundían en mundos literarios.

─¿Y esto qué hace aquí?─ con intriga, la mujer de alto tamaño, se acercó a un florero de cerámica, que sobre el tocador se hallaba. Lo reconocía como uno de los jarrones que en las esquinas del castillo solían estar, pero ahora, era usado de florero, y tenía algo marchitándose en él.

Las flores secas eran un mal augurio, así que enseguida las tomó para quitarlas. Cómo se notaba que las criadas no entraban a limpiar nada. Luego las castigaría.

Tocó con cuidado algunas de aquellas flores amarillas y secas; aún desquebrajándose con cada movimiento, por más imperceptible que fuera. Le recordaba a sus hijas, cuando el frío las azotaba. Pensar en eso, le hacía doler el corazón; las quería en casa.

Dansuri Macabre • 〚 ᴮᵉˡᵃᵈᵒⁿⁿᵃ 〛Where stories live. Discover now