Capítulo 20

164 28 68
                                    


Leon metió al chofer de vuelta a la vagoneta, y le ordenó conducir al destino al que se suponía debía llevarlo. El tipo estaba tan asustado por el arma que le apuntaba, que no se atrevió a contravenir.

—Quieren matarte —delató los planes de sus secuaces.

—No sería la primera vez que alguien lo intenta... —le respondió el rubio tratando de lucir despreocupado, pero a la vez vigilando a sus alrededores a través de la ventana del coche en movimiento.

—Saben quién eres. Van a torturarte para que les digas a qué vienes y luego...

—¿Qué eres, un gitano? No recuerdo haberte pedido que me dijeras mi futuro.

—No, no lo entiendes... ellos...

—Deja de hablar y sigue conduciendo. Además, soy periodista, no sé de qué demonios hablas —mintió para despistarlo.

—Si prometes no matarme, puedo ayudarte a salir vivo —ofreció el hombre más nervioso a cada minuto.

—¡Ocúpate de conducir! —volvió a ordenar Leon.

El tipo cerró la boca, y continuó su camino más y más intranquilo, hasta que llegaron a una intersección por donde seguramente pasaba algún tipo de transporte especial, pues en el piso se veían una especie de rieles. El conductor se detuvo.

—No podemos ir más lejos —anunció.

—Muy bien, abajo entonces —dijo Leon moviendo el cañón del arma, y se bajó tras él.

Estaba sujetándolo por el brazo y con la pistola en su nuca. El conductor imploraba incansablemente que no le disparara, y le enumeraba cuántos hijos y de qué edades se quedarían sin padre si le quitaba la vida. Leon le gritó que se callara y caminó algunos pasos lentos, agudizando ojos y oídos para no ser sorprendido por ningún atacante. Entonces escuchó el ruido de varias armas rodearlo. Lanzó su pistola al suelo, empujó a su rehén y levantó las manos. El chofer tropezó y cayó de bruces. Los hombres escondidos entre los árboles se asomaron ágilmente a cerrar un círculo alrededor del agente. No se les podía ver las caras, las tenían cubiertas por unos pasamontañas azules de tela muy delgada.

—Soy periodista del New York Times. Están cometiendo un error —les dijo agitando la credencial que colgaba de su cuello.

Ninguno le respondió.

El círculo se abrió en un lado de pronto, y en la apertura apareció un hombre alto y de facciones fuertes, escoltado por otros dos que fungían como sus guardaespaldas, y de dos tiradores que estaban armados con unos rifles muy modernos.

—¿Periodista? Quizás quiso decir agente especial. ¿A quién pretende engañar, Leon Scott Kennedy? —habló el hombre de rostro afilado y sujetó la credencial para leerla. Rechistó burlándose de la falsificación.

Ostentaba una barba muy espesa y poco cuidada. Se le podían calcular más de sesenta años, pero se le veía en buena forma. No era demasiado corpulento, era más bien espigado. El color de su piel recordaba al de la canela, y sus ojos, oscuros y profundos, penetraban con una mirada soberbia.

—Doctor Malhotra... —lo saludó Leon, no hacían falta más presentaciones.

—Agente Kennedy —dijo el otro. Lo miró a los ojos e hizo un gesto con la mano para que dejaran de apuntarle. Sus hombres obedecieron —¿A qué debemos el honor de su visita? —le preguntó.

Leon bajó las manos, pero no la guardia.

—Vengo en son de paz —contestó sereno.

El doctor carcajeó.

𝚂í𝚗𝚍𝚛𝚘𝚖𝚎 𝚁𝚎𝚍𝚏𝚒𝚎𝚕𝚍 - 𝙿𝚊𝚛𝚝𝚎 𝟸, 𝙰𝚗𝚝í𝚍𝚘𝚝𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora