18. Precioso tormento

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Inconscientemente, me pasé una mano por el cabello, contrariado.

—Bien —acepté—. Te la vas a quitar, pero por el bien de ambos, lo harás en el baño, preciosa, ¿me entiendes? —Ella asintió lentamente—. Ahora, ¿en cuál de todos esos cajones están tus poleras? —Señalé su tocador blanco.

—¿Para qué necesitas mis poleras? —se confundió.

—Para que cambies la que traes...

—No —se levantó de la cama, comenzando a dar pasos hacia mí—. Yo quiero estar así —señaló mi pecho desnudo—. Como tú.

Mierda. Mil veces mierda. ¿Por qué no volví a ponerme la camiseta?

Si no recuerdo mal, estabas disfrutando mucho de la mirada de la castaña sobre ti cómo para siquiera considerarlo.

Mientras ella daba pasos en mi dirección, yo, cauteloso, retrocedí unos cuantos. Por primera vez me sentía cómo una presa bajo la presencia de una chica, y no en las condiciones propicias que me gustarían. Si Alice estuviera sobria, disfrutaría mucho de serlo, pero este no era el caso.

Cuando no pude retroceder más por el tocador a mi espalda, ella estuvo lo suficientemente cerca para que su mano se aventurara a tocar mi pecho, en específico la parte del tatuaje, pero la detuve a milímetros de lograr su cometido.

—Preciosa, por favor, no hagas esto.

Aquel maldito puchero regresó a sus labios y yo casi sucumbí en las ideas de la vocecita pervertida de mi cabeza.

—Solo quiero... tocarlo. Verlo de cerca —explicó.

Joder. Ella debía dejar de decir esas cosas que mi mente malpensaba de inmediato.

—Mañana. Mañana te lo mostraré y podrás tocarlo todo lo que quieras —traté de persuadirla, siendo que noté el brillo de curiosidad en sus ojos cuando lo vio por primera vez hacía unas horas—. Ahora me vas a decir dónde están tus poleras para que así te puedas cambiar la que llevas.

—Por ahí dicen que no debes dejar para mañana lo que puedes hacer hoy, Nicholas —citó el conocido refrán.

—Cuando no estás en todos tus sentidos, ese dicho carece de validez. —Agarré a tiempo la mano que viajaba en la misma dirección que la otra.

Resopló, liberando ambas manos de mi agarre y dando un paso atrás. Me miró con los brazos en forma de jarra por unos segundos, y después, distinguí perfectamente como esa mirada cambió de una rendida y molesta, a una pícara y traviesa.

Maldita sea.

No quería eso.

Me paralicé cuando sus manos se deslizaron al borde inferior de su blusa, comenzando a alzarla un poco, dispuesta a quitársela.

Esto no podía estar pasándome.

Las palabras ni siquiera salían de mi boca. Debía parecer un idiota. Ella continuaba levantando de a poco su blusa, cómo si fuese un juego en el que disfrutaba ver mi rostro pasmado, dejándome vislumbrar de forma progresiva un abdomen que, aunque no era definido o atlético, seguía siendo plano, y si bien no lo estuviera, me importaría una mierda. Ella era perfecta. Y justo ahora, pagaría por ser ciego y que mi cabeza no se desviara a escenarios en los que lo tocaba, lo acariciaba o incluso lo besaba.

Finalmente, mis cuerdas vocales sirvieron de algo cuando la maldición que estaba retenida en mi garganta brotó de mis labios, haciendo reír al nuevo tormento frente a mí. La sensatez regresó a mi cuerpo cuando vi las cosas en perspectiva.

—¿Qué estás haciendo? —La camiseta iba más arriba de sus costillas—. ¡Mierda, no hagas eso! Alice, preciosa, para, detente. —Me acerqué lo suficiente para soltar sus manos de la camiseta y la prenda volviera a caer, cubriendo su abdomen.

Un giro inesperadoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن