Capítulo 1

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El reino Plateado, un lugar basto, repleto de abundancia en todos los ámbitos, próspero y hermoso a simple vista, con extensos campos, focos de agua y característico por su múltiple colorido en toda su extensión se preparaba para recibir al primer hijo de la pareja real. El rey Artemis Moon y su esposa, la reina Luna estaban por recibir a su heredero, a ese pequeño ser que al llegar a su etapa adulta se convertiria en su sucesor y herederaría la corona, aunque sus esperanzas se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos, y lo que estuvo a punto de ser un día de regocijo terminó conviertiendose en un día de luto.

—Su majestad, la reina no resistirá al parto, el proceso ha sido muy complicado, tiene una hemorragia interna que no puedo controlar— la partera a cargo dió la cruel noticia al rey.

—¿Y el bebé?

—No se preocupe su majestad, aquí la tiene, es una hermosa niña— comentó la mujer mientras colocaba a la recién nacida sobre los brazos de su padre.

Al conocer a su primogénita el rey quedó en shock por unos segundos, él deseaba tener un hijo varón para preservar su legado y su reino, y el hecho de que su primera y posiblemente su única descendencia fuera mujer significaba que tarde o temprano debía dejar el mando a algún extranjero, aún así, el saber que esa pequeña era fruto del inmenso amor entre él y su esposa lo hizo asimilar la situación con el valor, el coraje y el amor necesarios para afrontar lo que vendría.

—Artemis, acercate, quiero ver a mi hija— la voz agotada de la reina Luna solo deseaba conocer a su retoño antes de partir.

De inmediato el rey colocó a su hija boca abajo sobre el pecho de su madre para que ambas pudieran tener su primer contacto, pero quizá también el último —Artemis, cuídala mucho, protegela, quierela y haz de ella una niña feliz— exclamaba la reina mientras tiernamente acariciaba la pequeña cabeza de su hija.

—No hagas eso, no te despidas, estarás bien, saldrás de esto y la criaremos juntos, la veras crecer y seremos muy felices— Artemis trataba de dar ánimos a su esposa, aunque en el fondo sabía que sus palabras nunca llegarían a cumplirse.

—Artemis, que se llame Mina, por favor, los amo— la reina exclamó su último deseo, colocó un beso sobre la frente de su bebé y cerró sus ojos para siempre.

Ese día el reino entero se llenó de luto, la bondadosa reina Luna había fallecido.

Desde ese dia, la pequeña princesa creció siendo consentida por su padre, llenándola de todo cuanto pudiera poseer y tener. En un intento por cubrir la ausencia de su madre, por órdenes del rey, todo capricho y petición debían ser cumplidos al instante, con el más mínimo gritó, incluso con un chasquido de sus pequeños dedos.

Toda la servidumbre del palacio se encontraba a la completa disposición de la consentida princesa en el momento que ella deseaba, sin importar la hora, nadie podía oponerse, era un decreto real y como tal debía ser acatado, o de lo contrario había grandes consecuencias.

17 AÑOS DESPUÉS

—Princesa, buenos días, es hora de levantarse— Diana, su mucama personal la movió ligeramente para hacerla reaccionar.

—¿Que te sucede? ¡No me toques con tus sucias manos! ¿Quién te crees que eres? ¡Sirvienta igualada!

—Lo siento princesa, es solo que su padre me envió para su arreglo personal, no era mi intención ofenderla— la apenada joven no paraba en dedicarle disculpas.

—¿Qué sucede hija? ¿Estás bien? ¿Por qué el alboroto?— cuestionaba Artemis ante los gritos de su hija.

—Es Diana papi, se atrevió a tocarme— decía en forma melosa mientras se acurrucaba en el pecho del rey.

—No te enfades hija, este día es muy especial, te tengo preparada una sorpresa. Es tu cumpleaños número diesiciete y te organicé un pequeño festejo. El día de hoy no está permitido ningún sentimiento más que la alegría.

—¿En serio papi? ¿Me harás una fiesta?— preguntaba la emocionada princesa.

—No solo eso, mandé a adornar todo el reino con rosas, ordené que colocaran alfombras de flores sobre cada calle y cada rincón, y pedí que el carruaje estuviera listo para salir, en cuanto tú lo dispongas partiremos al pueblo.

—¿Que tiene de divertido ir al pueblo?— cuestionaba la arrogante princesa.

—Todos los plebeyos estarán ahí, presentes, observándote, serás el centro de su atención. Los jóvenes quedarán prendados con tu belleza, y las chicas querrán ser como tú ¿Acaso no deseas ser admirada?— con cada acción, el rey no hacia más que alimentar la arrogancia de su hija —después tendrás una gran fiesta aquí en el palacio, algunos príncipes de otros reinos vendrán solo para conocerte, y por mi parte como señal de humildad permitiré por única ocasión que la gente del pueblo ingresé a nuestro hogar y que disfruten de todo lo que he organizado en tu honor.

—¿Dejarás que príncipes de otros reinos convivan con los pueblerinos?— la princesa no podía dejar de lado su tono despectivo en cada expresión.

—Mina, yo ya soy viejo y tú llegaste a la edad en que debes subir al trono, y al ser mujer debes contraer matrimonio con un buen muchacho, un noble, perteneciente a la realeza, al observar que el pueblo convive y disfrute de nuestra riqueza no habrá dudas de nuestro buen corazón y lograremos encontrar al príncipe indicado.

Mina no estaba de acuerdo con la idea de casarse tan joven y adquirir la responsabilidad del reino, aunque por el momento solo disfrutaría de todo cuanto este día estuviera a su completa disposición, y si llegaba a encontrar a alguien interesante durante la velada ¿Por qué no intentarlo? Después de todo solo bastaba expresar cualquier deseo para que le fuera concedido a la órden.

El guardián de su amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora