CAPÍTULO DECIMONOVENO

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A esa hora de la noche, todo el mundo estaba recogido en sus casas, momento que aprovecharon Diego de la Cueva y Juan de Alcaraz para acompañar a doña Mencía. Esa misma tarde, Clara María había informado a la reverenda madre del nuevo contratiempo surgido y la religiosa sin hacer muchas preguntas, había aceptado la llegada de doña Mencía, comprendiendo el peligro que corría la joven y la importancia de que permaneciera escondida hasta que pudiese testificar en el juicio de don Rodrigo.

     Con el hábito de la Orden, Mencía andaba a la zaga de los dos hombres. Desde el convento, le habían hecho llegar un hábito de la Orden para no levantar sospecha alguna. Hacía frío, pero un frío de verdad, de ese que te calaba hasta los huesos a pesar de la gruesa tela. Con la cabeza gacha y mirando hacia el suelo, Mencía intentaba esquivar el aire que le venía de frente, consciente en todo momento, de la presencia de don Juan a su lado. La sensación de los labios del hombre sobre los suyos, la atormentaba desde que habían salido de la posada. Y máxime, cuando ese hombre era un caradura redomado, que despreciaba a las mujeres como si fuesen seres inferiores. Y tampoco entendía cómo podía afectarle un simple beso cuyo único propósito había sido evitar que fuesen sorprendidos. Era algo ilógico. Pero estaba desconcertada desde entonces, y no quería imaginarse lo que sería besar a una persona a la que realmente amases. Tenía la agridulce sensación de que su decisión de dedicarse a la vida contemplativa, la privaría de experiencias en la vida como aquella. Aunque a eso ya había renunciado hacía tiempo. Pero desde que había conocido a don Juan de Alcaraz, todas sus convicciones, se habían vuelto del revés.

—Ya hemos llegado, doña Mencía —le advirtió don Diego deteniéndose en la puerta del convento.

     Llamando a la puerta, esperaron a que les abrieran.

     Juan miró alrededor de la plaza, a pesar de la oscuridad reinante, intentando descubrir la presencia de algún extraño. Sin embargo, no se veía a nadie en las inmediaciones.

—¿No os parece extraño, que no habiendo prendido a doña Sarah, el inquisidor no os haya hecho seguir? —le preguntó Juan a Diego.

     Diego de la Cueva frunció el ceño. Juan tenía el inoportuno don de hablar, cuando nadie le preguntaba. Y precisamente, señalando lo obvio: lo que nadie quería ver.

—¿Creéis que pueden habernos seguido hasta aquí? —preguntó Diego a su amigo.

—Es fácil que lo hayan hecho... —aseveró Juan.

—Pues ya es tarde para tomar precauciones —señaló Diego.

—Quizás no... —contestó Juan sin aclarar nada más.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Diego extrañado mientras se escuchaba cómo alguien abría desde el interior.

      Dos hermanas clarisas, ambas de buen ver y de aspecto intimidante, abrieron la puerta mientras Diego las saludaba.

—¡Hermanas!

—Os estábamos esperando, don Diego —dijo una de ellas—. La madre reverenda, os espera dentro junto a la joven.

—Gracias, hermana —agradeció Diego a las religiosas—. Pasad, doña Mencía —le ordenó a su vez a la dama mientras le cedía el paso. Sin embargo, Juan de Alcaraz le sorprendió cuando añadió:

—Pasad primero vos. Doña Mencía y yo esperaremos aquí fuera...

     Mencía que estaba a punto de entrar, se detuvo y miró a don Juan sin comprender nada, a pesar de que éste no se dignaba siquiera a mirarla. El débil reflejo de la luz, que portaba una de las monjas, permitía apreciar el fuerte perfil del caballero y las líneas angulosas de su cara. Ese caballero era altivo, orgulloso y muy seguro de sí mismo y hubiese afirmado, que era casi apuesto, si no fuese por el carácter agrio y altivo, que algunas veces mostraba. Sin contradecirlo, a pesar de que creía que dentro estarían más seguros, Mencía esperó a su lado, mientras los dos hombres se aclaraban.

JURAMENTO DE HONOR (COMPLETA) # 2 SAGA MEDIEVAL #PGP2023 #FlowersADonde viven las historias. Descúbrelo ahora