14. Serás mi perdición

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Con torpeza y aún desorientada por la repentina acción, me separé de él.

—No... No vuelvas a hacer eso —murmuré.

El entrecejo de Nicholas se arrugó de inmediato, pero antes de que pudiera decir algo, mis pies siguieron el camino que tomó Stella. Intenté restarle importancia a las miradas entrometidas que me acompañaron mientras abandonaba la cafetería. Spoiler: no lo logré.

—¡Stella! —Mi llamado hizo que por fin cesara sus pasos, me alivié; moverme con rapidez no era lo mío, al llegar a ella, ya estaba transpirando.

—Creo que deberías plantearte hacer un poco de ejercicio, cariño. —Enarcó una ceja—. No es normal cansarse al caminar menos de cien metros.

—¡Fueron más de cien! —Me llevé una mano al pecho.

—Sí... Ya recordé por qué necesitabas mi ayuda en matemáticas.

—¡No soy tan...! —Recordé lo mal que me estaría yendo Razonamiento Matemático si no fuera por la ayuda de Nicholas—. Bueno, tal vez un poco, pero esa no es la cuestión. ¿Por qué te fuiste así?

Lanzando un suspiro desganado, recargó su hombro en uno de los casilleros del pasillo.

—Quiero evitarme dolores de cabeza.

—¿Evitarte dolores de cabeza? ¿Quién en esa mesa te suponía un dolor de...?

—James.

—¿Qué? Pero si él era tú...

—¿Amor platónico? Sí, pero ahora no es más que una amenaza para mi plan.

—Puede que...

—Lo será. Me conozco lo suficiente para saber lo mucho que me ilusionaría una simple conversación. Hablaba en serio cuando dije que ya no quería más líos amorosos por un largo tiempo, he tenido suficientes.

—Pero...

—No quiero conocerlo, compartir palabras con él, nada, ¿entiendes? —Sus labios se curvaron en una sonrisa apagada—. Yo... En serio necesito un descanso de los hombres a excepción del demonio que tengo como hermano, mi padre y Lucas.

Por el momento, me di por vencida con un asentimiento. Después de todo no resultó muy cierto lo que le dije a James cuando lo conocí: ya no tenía una amiga que estaría encantada de conocerlo. En silencio, caminamos hacia el salón de nuestra próxima clase. Al llegar, el repentino comentario de Stella me hizo reír:

—De cerca es aún más caliente.

—Lo es —coincidí.

(...)

—¡La mesa ocho es tuya, ojitos!

—Ya lo sé —mascullé, irritada.

Odiaba cuando Diego, el hijo de Tom, venía a supervisar el bar.

Se dirigía a mí por ese horrible apodo de «ojitos» que detestaba, y siempre sentía la necesidad de recordarme cuáles eran mis mesas, como si aún era la novata que no sabía diferenciar las mías y las de los demás.

—Cuida tu vocabulario —advirtió—. No me gustaría tener que darte un poco de educación... Aunque, pensándolo bien, no me molestaría en lo absoluto. —Ladeó la cabeza con una sonrisa que, supuse, intentó ser coqueta, pero no daba más que asco.

Diego tenía cuarenta años, era soltero y sin hijos; grosero la mayoría del tiempo y desde que Stella y yo cumplimos los dieciocho, fue como si de repente se encendió una lucecita verde en nuestras cabezas que le daba el derecho a coquetear y lanzar comentarios como ese.

Un giro inesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora