Gabriela (2)

212 52 53
                                    

–No es cierto –dijo Gabriela con la voz quebrada–. No era lo que quería. Yo... mentí.

Levantó la mirada y, al notar que la veía sorprendido de que estuviera llorando, pareció sentirse avergonzada.

–Bueno, ya no importa –contestó en un tono más firme mientras limpiaba las lágrimas de sus mejillas–. Si eso es lo quieres, está bien. Puedes irte y dejarme sola, al igual que todos.

Entonces se acomodó la mochila al hombro y comenzó a alejarse rápidamente.

Tardé en reaccionar. No podía estar más confundido. Respiré hondo y luego fui a alcanzarla. La rebasé y, parándome frente a ella, la detuve sosteniéndola de los hombros.

–Gabriela, no te entiendo en lo absoluto. ¿Qué es lo que quieres decir?

Demoró un poco en responder. Mantenía la mirada lejos de mí.

–Lo que me escuchaste decir en el salón a la hora del almuerzo acerca de ti no es lo que realmente pienso. Mentí –contestó.

–¿Por qué?

–Pues, porque... –me miró a los ojos–. Porque estaba enojada contigo.

–¡¿Tú estabas enojada conmigo?! –aparté mis manos de ella y solté una carcajada–. ¿Y qué razón tendrías tú para estar enojada conmigo?

–Estaba enojada porque solía considerarte un gran amigo, pero desde que te uniste al equipo de baloncesto dejaste de hablarme y comenzaste a evitarme sin razón.

–Gabriela, mi intención nunca fue dejar de hablarte, todo lo que hacía era jugar a la ley del hielo –respondí–. Simplemente esperaba a que me preguntaras por qué actuaba diferente para que de esa forma decidieras tomarme en serio y escucharas lo que tenía que decir. Pero eso no fue cuando me uní al club de baloncesto, lo hacía desde mucho antes: desde la excursión al zoológico. Sin embargo al ver que ni siquiera parecías notarlo, pensé que tal vez no te interesaba en lo absoluto como amigo.

Gabriela pareció querer defenderse, sin embargo se había quedado sin argumentos. Con los ojos llenos de lágrimas, dándose por vencida, se cubrió el rostro con las manos y rompió en llanto.

–Tienes razón. Todo es mi culpa –respondió cabizbaja–. Soy una pésima amiga.

Aún no comprendía del todo la razón de su melancolía ni su enigmática manera de actuar; pero no deseaba verla llorar más. Puse mi mano sobre su hombro y acaricié su espalda por un momento intentando consolarla.
Miré alrededor buscando un lugar donde pudiéramos sentarnos a conversar. Avancé hacia un pequeño muro cerca de nosotros, me senté sobre él y, dando unas palmadas en su superficie, la invité a sentarse junto a mí. Ella aceptó la invitación. Le di un poco de tiempo para reponerse y organizar sus ideas, seguro tenía mucho que decir. En silencio, ambos vimos los vehículos pasar durante unos segundos.

–¿Sabes? Desde pequeña siempre me gustó atraer la atención de todos –dijo tras haberse calmado–. Siempre he disfrutado el estar rodeada de gente, hacer bromas y reír. Nunca fui buena para mantener amistades cercanas que exigieran demasiado.

»Desde que te conocí a principio de año, me caíste muy bien. Siempre me buscabas e intentabas conversar, a pesar de que era evidente que eras muy tímido, por eso entendí que realmente te interesaba ser mi amigo. Sin embargo, no parecías encajar con mis otros amigos y yo no estaba segura de estar dispuesta a sacrificar el tiempo que pasaba con ellos para convertirme en la amiga que merecías, así que me sentía cómoda con que fueras tú quien me buscara todo el tiempo y con que mantuviéramos nuestra amistad restringida al salón de clases.

Lo que dicta el corazónWhere stories live. Discover now