Luz bajo el cajón

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Me encontraba en mi habitación ensayando con mi guitarra eléctrica una canción que hacía un tiempo había comenzado a componer. Entonces alguien llamó a la puerta.

–¡William, Sara está aquí! –gritó Álex desde fuera de la habitación.

Puse a un lado mi guitarra, saqué un paquete de treinta y un cartas que tenía en mi mochila y salí a la galería a recibir a Sara.

Ese día Sara había salido temprano del salón de clases para asistir a una reunión del club de literatura al que pertenecía, por lo que se había perdido de una actividad de la clase. La actividad consistía en entregar una carta anónima que se nos pidió escribir con anticipación a cada uno de los compañeros de nuestra sección expresándoles las virtudes que veíamos en ellos y los defectos que considerábamos que debían cambiar. Nuestra maestra encargada nos había asignado dicha tarea con el fin de que cada uno conociera sus fortalezas y debilidades como persona.

–Aquí están tus cartas –le entregué el paquete.

–Gracias, Will. ¿Ya leíste las tuyas?

–Sí, las leí.

–¿Cómo te fue?

–Pues, bien. No recibí muchas críticas. Sabes que no tengo problemas con nadie en nuestra sección.

–Ya veo –contestó.

Sara abrió la pequeña mochila que llevaba, puso dentro el fardo de cartas y luego extrajo un cuaderno viejo.

–Aquí tienes –me lo entregó–. Este es mi cuaderno de español de primer grado. Aquí está la tarea que me dijiste que no encontrabas en internet. Ya la copié así que no tienes que preocuparte por devolvérmelo de inmediato.

–Entendido.

–Bueno, ya debo irme. Nos vemos mañana.

–Adiós –me despedí con una sonrisa.

Entré a la casa y me dispuse a cerrar la puerta. Por alguna razón Sara se había detenido al descender el primer escalón. La escuché llamarme justo antes de cerrar la puerta por completo. Al abrir nuevamente, ella giraba el torso hacia mí.

–¿Sí? –pregunté.

–¿Estás bien?

Me mantuve un momento en silencio, intentaba comprender qué había hecho para motivar en Sara aquella interrogante. Al no hallar motivo alguno, no me quedó otra opción que simplemente aceptar que no había forma en la que pudiera evitar que Sara me leyera. Me conocía mejor de lo que creía.

–No es nada –contesté.

–Aun si no es nada... –me dio el frente por completo y subió el escalón que había descendido–, ¿quieres hablar de ello?

Vencido por su insistencia y conmovido por su interés, accedí a dejar de disimular mi desánimo y comentarle mi inquietud.

–Es solo que... me sentí un poco desanimado al leer las cartas que recibí –contesté volviendo a salir de interior de la casa–. Me di cuenta de que, a pesar de que llevo casi tres años en esa escuela, nadie de nuestra sección parece conocerme en lo absoluto.

–¿Por qué lo dices? –preguntó Sara.

Hice silencio por un momento. En realidad no tenía muchas ganas de hablar del tema, pero ya que había destapado la cuestión tenía que continuar.

–Es que todas las cartas que recibí decían casi con exactitud las mismas palabras. Cosas como “me caes bien”, “eres un buen chico”, “eres muy callado”, “deberías hablar más”, y ninguna de ellas llegaba ni siquiera a la mitad de la página. No expresaban nada: ni cariño, ni desprecio, ni admiración, ni decepción; como si nadie tuviera nada que decir acerca de mí; como si no formara parte de la misma sección que ellos. A decir verdad, me pareció un poco decepcionante.

Lo que dicta el corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora