25. Bajo fuego

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Sede Central del MI6, Millbank,

Londres, Inglaterra.

Cuerpos se desplomaban como dominós. Sangre salpicaba y cubría en charcos el suelo, paredes y todo lo que las gotas gravitacionales alcanzaran a tocar. Dejha Hansen veía a los suyos morir antes de dejarse caer en medio del desastre carmesí, y supo entonces que nadie saldría con vida de ese edificio.

Logró dispararle de lleno en la sien al bastardo que les bombardeaba de balas en el piso superior, entre la interjección que unía el departamento de logística con el de cibernética, pero incluso eso no hizo mermar los disparos que parecían interminables; los malnacidos eran demasiados. En un principio calculó como unos dieciséis, ahora se habían reducido a doce, pero eso no les impedía seguir respondiendo con fuerza.

Cuando el primer disparo inundó el silencio en el edificio, Dejha se había dispuesto a analizarlos hasta el más mínimo movimiento con ayuda de las cámaras internas que vigilaban los pasillos. Su mano derecha experto en cibernética, Dave Butler, había logrado congelar las imágenes antes de que se inhabilitara todo el sistema. Fue entonces cuando Dejha los evaluó con detenimiento y una maldición en su lengua materna fluyó de sus labios al reconocerlos al instante.

Eran los Armstrong.

La banda de británicos no tenía un método tan discreto como del que hacía uso la familia americana erigida bajo los mismos ideales por Richard Hamilton, el reconocido cabecilla del clan. Emille Armstrong, por su lado, era una ex soviética de ascendencia militar que se alimentaba del caos como si de una intravenosa de codeína se tratara. Se burlaba de cada agencia que intentase detenerla a ella y a su familia de cumplir con su cometido, básicamente saliéndose con la suya de la manera más eficaz posible:

Sin dejar rastro.

En eso ella y Richard coincidían por completo. Ambos derrochaban arrogancia como si fuera una fragancia que los caracterizara, pero el Hamilton contaba con el factor sorpresa, el velo del misterio, al no develar la identidad de sus hijos ni sus agudas habilidades. Emille no era tan precavida, sus pupilos tenían un historial en la base de datos internacional, por lo que sus nombres circulaban a lo largo de las agencias más importantes del mundo. La Interpol los tenía en la mira desde el inicio de sus actividades, a los cuales se sumaban la Europol, el FBI, y toda agencia de cualquier país que los malnacidos hubieran visitado. Estaban bajo el ojo del huracán, y si algo les impedía obtener cadenas perpetuas hasta el fin de los tiempos, era su extraordinaria rapidez al momento de ejecutar el crimen.

Dejha les atribuía eso. Habían diezmado a los suyos en menos de veinte minutos, y parecía alcanzarles suficiente tiempo en el reloj puesto a que los equipos de rescate jamás acudirían a auxiliarlos. Se preguntaba si habían seguido el mismo modus operandi con los demás, o si simplemente los habían inhabilitado para dejarlos vulnerables, siendo ellos el blanco principal de la operación.

Un destello le hizo perder el sentido de la orientación por un instante, pero con la mente maquinando a un millón por segundo logró cubrirse la nariz con el cuello de la camiseta antes de que el humo de la bomba le bloqueara los pulmones. Escuchó a varios de los suyos toser, ahogándose sin reparo, e intentó buscar entre los mares de humo rojizo por las luces de emergencia a Maxine y Jerome, pero era inútil, se sentía como buscar el camino correcto en medio de una carretera nocturna, sin GPS u orientaciones.

Más disparos siguieron su curso, esta vez coordinados, sin el desastre característico de las balaceras. Asomando la cabeza desde su escondite en la pared, Dejha presenció los disparos tipo ejecución que se iban llevando a cabo, secos, precisos y carentes de vacilación; uno tras otro silenciando el coro de toses hasta dejar el sonido de su respiración como el único que rompía el silencio. Sabiendo lo que se aproximaría, acudió a un método de supervivencia propio del ejército. Visualizando el cuerpo inerte a su lado, actuó con la sangre martilleándole las venas y se embarró las manos de sangre de su compañero, de la herida que había dado fin a su vida, y se la aplicó alrededor del cuello, se mojó el cabello y creó dos grandes manchas sobre el frente de su camisa, dando así a entender que su muerte era definitiva. Luego aguantó la respiración, cerró los ojos y esperó a que pasaran por su lado.

Bad Girls © (Sin editar)Where stories live. Discover now