Veintisiete

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En mi cabeza había un imaginario de cosas diversas, allí se encontraban mis ideas y mis pensamientos, al igual que las concepciones que tenía de la vida. En uno de esos imaginarios había un pequeño archivo dedicado a todos los tipos de gente rica que había conocido con el pasar de los años. Justo ahora la familia Kavinsky estaba dentro de la categoría de gente ricachona que ponía estrellas a su nombre, que "adoptaba" animales exóticos preferiblemente en peligro de extinción y que se tomaban la molestia de comprarse islas. Esa gente en general no era mi favorita, pero no podía dejar de ser hipócrita y admitir que envidiaba sus islas... aunque de cierta forma era lógico, ya que estaba segura de que muchos soñamos con tener la posibilidad de viajar a un lugar remoto y privado en el que hacer lo que se nos viniera en gana. Además de que suena cool decir que eres dueña de una isla.

Apoyé mis antebrazos en la fría baranda metálica del pequeño bote y observé hacia la lejanía, sobre mí había un hermoso cielo despejado y bajo éste se encontraba un tranquilo y denso mar. El aroma a sal marina y océano me resultaba extrañamente refrescante, al igual que la suave brisa y las gotitas de agua que me salpicaban el rostro de vez en cuando. Hacía tiempo que no me subía a un jate y hasta ahora estaba disfrutando de la experiencia, la boda ni siquiera había comenzado y ya me estaba divirtiendo.

-El muelle.- suspiró Helga a mi lado.

Helga Kierke se había convertido en mi mejor amiga por la hora y media que llevábamos en el mar. La conocí cuando Eric y yo estábamos subiendo al jate y me tropecé con algo invisible y misterioso, choqué con ella y casi produje una caída en cadena que afortunadamente su novio, Vincent, detuvo. Una vez se estabilizó me observó de pies a cabeza con sus intensos ojos verdes y los brazos cruzados a la espera de una disculpa que me negué a proveer. Recuerdo la cara de "Oh dios, ¿por qué?" de Eric ante el inevitable escándalo, pero éste nunca llegó porque Helga decidió que no tenía ganas de discutir y bueno... el resto es historia.

-Al fin.- contesté bajando las gafas de sol por el puente de mi nariz.

Nos encontrábamos a una distancia perfecta de la isla, desde allí podíamos ver el muelle y las pequeñas colinas que estaban esparcidas por el lugar, también vi un complejo de cabañitas alrededor de la playa. No estaba segura de qué tan poblaba estaba esa isla, pues imaginaba que durante el año debían de dejar a algunas personas para que se encargaran de mantener el lugar impecable para este tipo de ocasiones.

-Hace años que no vengo a un lugar como este.- comentó.

-¿No te gusta la playa?.-

-No es eso.- negó.-Pero cuando viajo prefiero visitar ciudades, ya sabes... Paris, London, Milan, New York.- enumeró desinteresadamente.-No soy muy aventurera.- resolvió.

-Lo entiendo.- asentí.-Tenía planeado viajar a China a la India o Nepal, pero luego me quitaron el dinero y aquí estoy.- resumí.

Si no fuera porque a Tyler se le ocurrió contratar a Eric ahora estaría dominando el arte de comer con palillos o purificando mi alma en el Himalaya. Pero no... me dejaron atrapada en occidente con sus aburridas costumbres y pasado poco llamativo, era terriblemente hartante.

-Podría ir a Dubai.- pensó en voz alta.

-No sé si eso sea muy exótico...- comenté desde la ignorancia, ya que nunca había ido.

-Ok, lo admito.- me interrumpió.-Me gustan los lugares donde pueda comprar cosas lindas.- sonrió.

-Tenemos mucho en común.- bromeé. Me gustaban las cosas bonitas, pero por lo general me volvía una consumidora empedernida y terminaba comprando cosas lindas sólo por ser lindas, lo que no era muy inteligente.

DesastreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora