Hallé a Étienne en el salón, concentrado en su libro de leyes. No tuve demasiado tiempo para observarle en silencio, ya que el ruido de mis zapatitos de tacón le alertó de mi presencia allí. Tímidamente me sonrió, con una estela de tristeza, y me invitó a entrar.
— Ya se han marchado. Les he dado algunas manzanas del huerto.
— Estás en tu casa, puedes darles lo que gustes — repuso, cerrando el tomo con lentitud —. ¿Quiénes eran? — corrió una silla para indicarme que me sentara.
— Amigos. Pertenecen a la tribu hurón. Los conocí en la subasta de pieles — tomé asiento. Todavía seguía pensando en las sinceras palabras de Nahuel: "Ese joven..., usted no lo ama" —. Me ha contado que muchas familias están refugiándose en Quebec.
— Es lógico, está lejos de la frontera.
— ¿Te ocurre algo? — no pude evitar preguntar, a pesar de que pudiera ponerme en una posición comprometida.
— Estoy agotado — dijo, mintiendo deliberadamente —. ¿Has pensando alguna vez en que eres una de las pocas mujeres blancas que se relaciona con indios?
Su pregunta me hizo abrir los ojos como platos.
— No, no lo había pensado — sonreí un poco —. Supongo que no les tengo miedo..., mi conversión, si es que ese es un buen término para denominarla, es reciente: hace poco que he comprendido que todos somos iguales. No me avergüenza admitir mi propia ignorancia.
— ¿Somos malas personas por naturaleza? A veces me cuestiono sobre la naturaleza del egoísmo humano, la avaricia que tanto nos hace avanzar en ciertos campos del saber, pero que tanta crueldad implica. ¿Y si me muero creyendo que fui bondadoso cuando en realidad solo era una mentira de la que estaba intentando convencerme?
Por segunda vez, me quedé aturdida por sus palabras. La profundidad de su parlamento me hizo sumirme en un silencio reflexivo. Hasta aquel momento, no había mantenido una conversación seria con Étienne, nos habíamos limitado a cierta superficialidad, y descubrir que albergaba sentimientos tan verdaderos me hizo conectar más puramente con él.
— No eres una mala persona — acerqué mi mano a la suya de forma natural —. Solo intentas vivir de la forma más digna posible. En Quebec... — tragué saliva —, yo he visto cosas que..., cosas que tú jamás serías capaz de hacer...
— ¿Cómo cuáles? — bajó un poco la voz.
— Cosas malas... — aparté los ojos.
— Cuéntamelas, Catherine.
Era falso argumentar que no las recordaba, porque podía resucitarlas en mi mente con claridad. La escuela ardiendo, los cuerpos chamuscados partiendo río abajo, los cantos ojibwa taladrándome el corazón, la cabellera de Wenonah siendo pasto de las llamas, el susurro de las tijeras, las manos de Honovi desprendiéndose... Todo estaba atado a mí.
— Desde que nos despedimos..., sucedieron desgracias que me arrebatan el sueño todas las noches — él me miró con toda su atención —. El fuego acabó con todo..., todo nuestro trabajo..., personas inocentes murieron... ¿Y para qué? — volví a apartar los ojos —. Le cortaron las manos delante de mis narices, aún tengo el olor a sangre metido en la nariz, no consigo que desaparezca... No pudimos hacer nada, solo mirar.
— ¿Quién...? ¿Quién sufrió tal atrocidad? — se asustó.
— Honovi. El líder del clan de Namid — murmuré, aguantando las lágrimas —. Por un asesinato que no cometió.
Fue él el que se atrevió a estrecharme la mano.
— No eres una mala persona, Étienne. Créeme que no — le sonreí un poco —. Pero eso no nos exime de nuestra responsabilidad: debemos luchar por un mundo mejor, justo. Hagámoslo juntos.
‡‡‡
Tras la cena, anhelé unos momentos en soledad y me encerré en la sala que guardaba el clavicordio. Nuestra conversación me había dejado sin fuerzas. Sin embargo, no podía desanimarme. A pesar de que tuviera la sensación de que nada de lo que yo hiciera conseguiría cambiar la brutal sociedad en la que vivíamos, debía seguir adelante. Por ellos. No podía rendirme, aunque aquella fuera una lucha desigual, una batalla contra Goliat. No pararía hasta quedarme sin fuerzas.
— ¿Me has echado de menos? — rocé las teclas.
Mi instrumento predilecto siempre me daba la bienvenida. Era un rincón al que podía regresar sin reservas. Entrecerré los ojos y comencé a tocar la melodía que había estado componiendo ante la atenta mirada de Justine. Parecían haber pasado decenios desde aquellas tardes. La música me transportó al tipi de Namid, al tacto de sus pieles y sus manos. El corazón me dolía, abrasaba. Pero yo era capaz de vencer al fuego, había nacido de sus cenizas y jamás volvería a consumirme.
— Merecerías ser escuchada en palacio.
La voz de Étienne interrumpió mi práctica tras un extenso rato.
— No te asustes, solo deseaba darte las buenas noches. Puedes practicar sin restricciones — se excusó al ver que yo daba un respingo y me detenía de golpe.
Cuando tocaba, me iba muy lejos y tardaba varios segundos en volver a la realidad.
— Ya había terminado — percibí cómo mi inspiración se esfumaba.
— Siento haberte importunado, sé que no te gusta ser oída. No obstante, la melodía que estabas tocando..., ¿cuál es su autor?
Inevitablemente, me eché a reír. "Obvio", pensé.
— Nadie — cubrí el clavicordio.
— ¿La has compuesto tú? — captó, sumamente sorprendido —. ¡Eso es fantástico, Catherine! Desconocía que..., ¿tiene título?
Una media sonrisa melancólica se desdibujó en mis labios.
— Ojos miel...
La expresión de Étienne se petrificó un tanto al percatarse de quién se trataba. No le gustó.
— Entiendo — musitó —. Es bonita.
— Sería divertido ver a una mujer en la corte gracias a sus composiciones de clavicordio, ¿no crees? — quise desviar el tema.
Él no estaba mirándome, como si estuviera herido.
— Catherine, dime una cosa — se dirigió a mí con seriedad —. ¿Recuerdas nuestra promesa?
La decisión que había estado evitando a toda costa regresó con la fuerza de una tormenta.
— Sí.
— ¿Por qué no viniste a mí con el anillo puesto? — clavó sus pupilas en las mías.
Étienne sabía la respuesta, pero había estado aferrándose a una esperanza vacua. No portaba el anillo porque no lo amaba y nunca lo haría.
— Porque actué en consecuencia a lo que te prometí — siseé con un nudo en la garganta. Su semblante iba desmoronándose poco a poco —. Me pediste que me lo pusiera si mis sentimientos por ti cambiaban...
— Y no lo han hecho — suspiró.
— No — dije por fin —. Yo..., yo no te aprecio en ese sentido...
— ¿Por qué? — exigió con despecho.
— Porque el corazón es el única libertad que me queda.
‡‡‡
Sin saber la razón, me eché a llorar mientras me quitaba los pendientes frente al espejo del tocador. Lo hice con calma, casi disfrutando de las lágrimas que rebajaban la tensión vivida aquel día. No podía sentirme mal por haber rechazado abiertamente a Étienne por segunda vez, en realidad no lo hacía, pero el abismo inaugurado por aquella decisión me dejaba sin aliento, como en una caída al vacío. Había negado la oportunidad a una vida cómoda, común y segura. Ya no habría marcha atrás.
— ¿Catherine?
Di un respingo al tiempo que Étienne tocaba a mi puerta.
— ¿Estás dormida?
— No — dije con la voz entrecortada —. Pasa.
El pomo crujió y yo me sequé el llanto con las mangas del vestido. Forcé una sonrisa calmada y le dirigí una mirada conmovida. "Yo no buscaba romperte el corazón...", me lamenté. Él respondió con una inclinación de cabeza.
— Necesito aclarar unos asuntos respecto a nuestra conversación.
— Por favor — le mostré que estaba abierta a platicar.
— Te engañaría si dijera que no me siento profundamente dolido, supongo que así es como debe ser el desamor — dejó escapar una risita irónica —. Sin embargo, no puedo evitar seguir preocupándote por ti más que por mí. No pretendo reiterarte mis sentimientos, no volveré a hacerlo, pero..., ¿estás segura de tu decisión?
Él también sabía que ahí se esfumaba mi futuro.
— No podría tomar otra. Sin verdadero amor, no me casaré — medí mis palabras.
— Pero no puedes casarte con quien amas — replicó.
Aunque hubiera repetido aquella sentencia miles de veces, no dejaba de desgarrarme por dentro.
— Lo sé.
— ¿Rechazarás entonces a todos tus pretendientes?
— No me casaré por decreto. Prefiero estar sola toda mi vida — anuncié mi resolución.
— No puedes.
— Sí puedo. Y lo haré.
— Serás una solterona. Te arrepentirás — intentó hacerme entrar en razón —. No estoy pidiéndote que me aceptes, pero no te condenes a una existencia de penurias. No lo hagas por él.
— ¡No lo hago por él, sino por mí! — me levanté.
— ¿Y si llegara un día en que dejaras de amarlo? — elevó el tono.
— Habré sido fiel a mí misma — me alteré. Íbamos aproximándonos el uno al otro —. ¡Conviviré con mis propias decisiones!
— ¡¿Echarás a perder todo por un deseo fracasado?!
— ¡¡¡Lo haré, maldita sea!!! — grité con furia — ¡¡Hablas de amor, de que siempre me querrás, y me pides, precisamente tú, que actúe en contra de mis sentimientos!! ¡¿Tú te casarías con otra mujer?!
— ¡No! — explotó, cogiéndome por los hombros —. ¡Solo contigo! Solo contigo...
— ¡¿Por qué no puedes entenderlo...?! — rompí a llorar, escondiéndome en su pecho —. Apóyame, por favor... Aunque todos me den la espalda..., no me abandones...
Me abrazó con más fuerza y sentí su boca sobre la frente. Los dos temblábamos.
— Nunca lo haré.