La sonrisa triunfante se me borró del rostro cuando detuve el caballo frente a la cerca y Jeanne me propinó una mirada colérica. Todos los criados estaban fuera, mirándome con asombro. Habían estado a punto de mandar al encargado de las cuadras en busca del supuesto ladrón. ¡Qué cara habían puesto al darse cuenta de que era yo! Sin embargo, la alegría duró poco.
— Baja de ahí — me ordenó mi hermana. Aposté a que estaba temblando de la vergüenza. Había tomado el semental de un señor sin permiso. ¡Una dama de buena familia! Además, me había dejado ver hacerlo, como si quisiera retarles. No obstante, sabía que lo que más le había molestado es que había cabalgado como un indígena —. ¡He dicho que bajes! — me apresuró, acercándose.
— ¡Deténgase, no pasa nada! — se preocupó Étienne al ver que casi me tiraba del animal para que la obedeciera. Por un momento pensé que, mientras llegaba hasta ellos, el joven me había mirado con respeto y admiración.
Jeanne reprimió las ganas de abofetearme por mi osadía, puesto que estaba en público, pero me zarandeó del brazo para ponernos cara a cara.
— ¿Qué demonios te crees que hacías? ¡Le has faltado el respeto a esta casa! ¡Pídele perdón al señorito Baudin!
— Señora Clément, dispense. No me ha afrentado, de ningún modo — intentó calmar los ánimos el supuesto ofendido.
Ella me miró como si tuviera que dar las gracias por gozar de hospitalidad de un anfitrión tan benévolo. A mí el corazón me latía con fuerza y sentía la sangre recorrer por mis muslos. Me di cuenta que en gran medida, una parte de mi alma había querido retarles. Estaba henchida de rabia.
— Lo importante es que ella esté bien — siguió hablando con cautela —. Y viendo lo bien que cabalga, dudo que haya sufrido daños.
Sonreí ante aquel cumplido, lo que enfadó todavía más a Jeanne. Volvió a tirar de mí y dijo:
— Tú y yo vamos a hablar largo y tendido.
— ¡Señora Clément! — quiso detenerla cuando vio que su intención era llevarme adentro —. ¡Espere!
Fue en vano.
‡‡‡
— Definitivamente has perdido el juicio. No puedo creer que hayas...
Interrumpió sus palabras, lanzando un bufido malhumorado, y anduvo compulsivamente por la habitación. Yo estaba sentada a los pies de la cama, mirándome el bajo del vestido rasgado, y Florentine permanecía en una esquina, mirándonos con angustia.
— ¿Por qué has hecho...? — clavó sus ojos en los míos, confusa.
— Yo...
— ¡Es un pura sangre! ¿Sabes lo peligroso que es montarlos? ¡Podrías haberte caído y matado!
"Pero he conseguido hacerlo", repliqué interiormente. Ya había aceptado que Jeanne no me dejaría explicarme.
— Pero, sobre todo, ¡no es tuyo, Catherine! Deberías de haber pedido permiso, deberías... ¿y si se hubiera escapado?, ¿cómo le habríamos compensado? ¡Te han visto todos! — aguanté en silencio —. Primero, te marchas entre lágrimas del concierto de vihuela y después sales a lomos de un caballo ajeno como si fueras a escaparte con los salvajes. ¿Qué diantres te ocurre?
Ahí estaba: había descubierto su mayor miedo. Los salvajes.
— ¿No vas a dignarte a responder?
A pesar de las reprimendas, mi interior clamaba victorioso. Jeanne no lo comprendía, nunca lo haría. La rebeldía me crispaba los puños.
— No te reconozco, Catherine — suspiró con decepción y agotamiento —. Sé que estás en una edad difícil, pero...
— Le pediré disculpas — le corté, seria. Deseaba sublevarme, gritarle que ella no me conocía y no había mostrado interés en averiguar qué me estaba haciendo cambiar. Me indignaba que pretendiera darme lecciones, pero sabía que enzarzarme en una pelea no me llevaría a ningún sitio.
— ¿De dónde has sacado esa chulería? — se sorprendió, ofendida —. No me hables como si tuvieras razón.
— Le pediré disculpas ahora mismo — repetí, levantándome —. No me acercaré a las cuadras, me quedaré encerrada aquí como una princesa de cuento hasta que me muera. ¿Contenta?
Jeanne no cabía en su asombro.
— Señorita, su hermana no pretendía decir eso — intentó defenderme Florentine, situándose entre las dos.
Me miró, con mayor decepción que antes, y sus ojos se colmaron de tristeza.
— No, no estoy contenta — repuso, intentando apaciguar el tono de su voz —. Pero supongo que me he convertido en el foco de tus frustraciones — rompió el contacto visual —. Bien. Haz lo que te venga en gana. Creo que por lo menos tendrás la decencia de pedirle disculpas a Étienne con humildad. Aparte de eso, haz lo que te venga en gana. Visto está que soy un estorbo y eres lo suficientemente mayorcita. Perfecto. Sé mayorcita para todo. No volveré a aprisionarte en contra de tu voluntad. ¿Contenta?
Era consciente de que estaba errando; no porque hubiera cometido un pecado, sino porque Jeanne no tenía la culpa. Sin embargo, me era imposible ceder en aquel momento.
— Estupendo — siseó con sarcasmo al ver que no contestaba —. Supongo que la conversación ha terminado.
El portazo retumbó en los tímpanos.
‡‡‡
Encontré a Étienne en la planta baja, comandando al ama de llaves que se hicieran cargo de recoger los huevos de las gallinas. Tenía madera de líder, ahí plantado en el pasillo. Enseguida reparó mi presencia al oírme bajar las escaleras. Aún iba descalzada, con aquellas medias llenas de barro y sangre, y advertir aquello le hizo sonreír con cierta incredulidad. No estaba molesto y me tranquilizó.
— Aquí está la amazona más valiente de toda Nueva Francia — bromeó, despachando con educación a la criada. Me tendió la mano para ayudarme a bajar los últimos escalones. "¿Qué es una amazona?", me pregunté —. Vayamos al salón rojo.
El salón rojo era una de los aposentos dedicados a estar desocupados la mayor parte del tiempo. Era como un comedor, pero en miniatura, únicamente empleado para reuniones o conversaciones entre confidentes. Estaba ocupado por una chimenea, dos divanes, múltiples estanterías llenas y una mesa de centro. Lo denominaban rojo porque la decoración y el papel de las paredes habían sido escogidos de entre una gama de colores de aquel tono.
— Siéntate — me indicó con calma. Lo hice con cierto nerviosismo.
— Lamento haber...
Las disculpas iban a salir a borbotones cuando él me detuvo con un gesto.
— Solo quiero que me respondas a una pregunta: ¿de dónde has salido tú?
En mi inocencia, no entendí el cariz de aquello. Fruncí el ceño cuando me miró con una sonrisa.
— Yo..., esto...
— Respóndeme — amplió la sonrisa.
— No alcanzo a comprender a qué te refieres. Yo solo quería...
— Querías domar a mi semental — acabó la frase, divertido.
— No domarlo, cabalgar con él — le corregí sin pensar. Él se echó a reír, atónito. Temí haberle ofendido —. ¿He dicho algo malo?
— Al contrario. Prosigue: solo querías cabalgar con mi semental, ¿no es cierto?
— Sí. Yo..., están encerrados....
— Los caballos se encierran, sino se escapan. Y son condenadamente caros. ¿Crees que están mal cuidados?
— No, por supuesto que no. Solo que...
— ¿Sabes cuánto costó ese semental?
¿Por qué me daba la sensación que estaba disfrutando con aquella conversación? Yo empezaba a sentirme acorralada. "Has sido una idiota, Catherine. Os echará de su casa", lamenté.
— Lo desconozco...
— Más que los once caballos restantes de los establos juntos.
Abatida, me quedé en blanco.
— Su deber es tener crías y ganar algún que otro premio en la feria anual.
— Étienne, lo siento muchísimo — bajé el rostro, vencida.
Él se me quedó mirando unos segundos y añadió:
— Pero lo cierto es que nadie se había atrevido a montarlo.
¿Estaba elogiándome?
— Nadie había sido lo suficientemente valiente.
Una sonrisa dichosa se formó en sus labios y supe que se sentía más agradecido que encabritado. No nos echaría.
— Por eso quería saber de dónde habías salido. Una dama de buen linaje, supuestamente sin dotes ecuestres, aparece en mi casa, conquista a mi semental, logra montarlo y salir ilesa — sus alabanzas me hicieron ruborizar —. Todo ello cargando con un vestido, sin zapatos y con la melena al viento. Una imagen digna de presenciar, sin duda. Entonces dime, ¿de dónde has salido?
Las mejillas me ardían. Étienne me observaba, entre embelesado por mi hazaña y fascinado por mi temeridad.
— Me enseñaron los ojibwa. Todavía estoy aprendiendo — musité.
— No te queda mucho por aprender — se rió.
— Yo..., de verdad que siento haber ido a los establos sin permiso. No volveré a hacerlo. Solo puedo pedir tu perdón. Me he comportado como una maleducada.
— ¿Eso es lo que te ha dicho tu hermana?
— Sé que he sido una maleducada. A veces soy demasiado impulsiva y...
— Tendrás mi perdón si tomas ese caballo como tuyo.
Étienne me dejó atónita.
— ¿Cómo? No puedes darme...
— No te lo estoy dando, te estoy pidiendo que cabalgues con él. Necesita entrenamiento. No soy una persona orgullosa, sé que jamás podré ser su jinete. En cambio, tú sí. Catherine, móntalo las veces que desees.
— Yo...
— Hablaré con tu hermana, creo que ha sido demasiado dura contigo. ¿Qué le vamos a hacer? Los hermanos mayores son protectores en exceso.
— No sé qué decir...
— Haced las paces — se levantó para sentarse en el diván que yo ocupaba y me estrechó la mano —. Y conviértete en el jinete de un semental.
— Gracias — me emocioné.
— Gracias a ti — me sonrió con cariño. Nuestras miradas se encontraron y noté que estábamos más cerca de lo debido.
— Le he puesto nombre — dije de pronto.
— ¿A quién? — me acarició lentamente la mano, con intimidad —. ¿Al caballo?
— Sí — asentí —. Se llama Inola.
El candor en las pupilas de Étienne me hizo saber que recordaba de quién se trataba. Desconocía si el animal ya poseía un nombre o no, pero él se limitó a besarme el dorso de los dedos con caballerosidad y susurró:
— Eres fascinante.