A pesar de la tormentosa nieve que nos sorprendió de camino, logramos llegar a la vivienda de Métisse sobre nuestros caballos. Los niños seguían correteando sobre la blanca masa, lanzándose bolas que parecían de nata. Un par de prostitutas me saludaron, mas el aura destructiva de Thomas Turner evitó que se pararan a hacerle carantoñas. Deseaba entregarles todos los abrigos de piel que yo no usaba para que no estuvieran a la intemperie de aquella forma.
El anciano que nos había dado la bienvenida la vez anterior abrió la puerta con sigilo, como si estuviera esperándonos. Sin embargo, dio un respingo al ver al mercader con la cara llena de magulladuras y una alarmante apariencia desaliñada. Parecía un vagabundo.
— Bue-buenos... Buenos días — articuló.
Nos ofreció asiento en las únicas sillas que poseía. La estructura era diminuta y húmeda. No había ni rastro de la joven indígena que recordaba. En cambio, Métisse no tardó en aparecer con aquel contoneo provocador.
— Sentimos molestar, es urgente — le dijo al anciano.
— Ya le dije a Henry todo lo que sé — cruzó ella los brazos en torno al pecho.
— Sabes que estás mintiendo — la fulminó. Yo me quedé totalmente quieta en mi sitio, asustada.
— ¿Y por qué debería confiar en vosotros? — se rió, a la defensiva.
— Porque son inocentes. Tú apreciabas al padre Chavanel. Él te ayudó para que pudieras anotar correctamente las medidas en la tienda de Lombard.
— Apreciaba a muchas personas... — añadió con un rastro de amargura —. ¿Y de qué sirvió eso?
Métisse era como una gata salvaje. Se escondía en los rincones, solitaria, pero podía propinarte un zarpazo en cualquier momento. Me fijé en ella y me percaté de que sus heridas eran totalmente visibles para quien se dignara a mirar.
— ¿Qué ha cambiado ahora, Thomas? ¿Por qué de repente te interesa salvar a los inocentes? Llevas viviendo aquí más años que yo, desde siempre, y has visto lo que les pasa a los que intentan cambiar las cosas. Mira dónde acabó el padre Chavanel: comido por los gusanos. Explícame por qué.
— Porque son inocentes, ya te lo he dicho — refunfuñó, sin paciencia.
— ¡Tú eres el que miente! — subió el tono, golpeando la mesa frente donde estábamos —. ¡No seas hipócrita!
— No pienso convertirme en un cínico como tú — sentenció.
— ¿Es por ella? — me señaló.
— Ni te atrevas a faltarle al respeto a la señorita Catherine — se levantó de la silla con agresividad.
— ¡Oh, claro, por supuesto que no! — bajó el tono de su voz unas cuantas octavas, imitándome con movimientos amanerados —. ¡No le faltes al respeto a la princesita!
— Métisse, basta — quiso detenerla el anciano.
— ¡Está claro que el respeto depende del rango de una! — soltó oleadas de veneno al tiempo que yo permanecía impasible.
— ¡¡Eres tú la que te faltas al respeto!! — gritó Thomas Turner, colérico. Sentí unas incomprensibles ganas de llorar —. ¡Sabes qué es lo correcto y estás jugando conmigo!
— Allá tú si quieres ser el próximo en el cementerio — le escupió a la cara.
Chillé con todo el aire de mis pulmones cuando el mercader la atrapó en dos zancadas y la estampó contra la pared, apretándole la navaja que siempre portaba sobre el cuello.
— ¡Pare, no le haga daño! — clamé.
— ¡Dime lo que sabes! — le exigió con violencia.
— ¡Deténgase! — intenté liberarla. Aquella no era la forma de encontrar información. Me era imposible no sentirme conmovida por la historia personal de Métisse.
— ¡Suéltame! — revoloteó para zafarse.
— ¡Sé que has traicionado a muchos de tu misma sangre! — la estampó por segunda vez.
Ella gimió de dolor y bramó:
— ¡¡Yo no tengo sangre!!
Todos nos quedamos mudos cuando Métisse comenzó a llorar entre balbuceos. Había tantos juguetes rotos en aquellas tierras..., desechos humanos aniquilados por la ambición y los prejuicios. No podía culparla.
— ¡Déjela! — insistí.
Thomas Turner ya no estaba empleando ninguna fuerza y se apartó de ella un par de centímetros. Yo la abracé sin importarme recibir una bofetada por mi atrevimiento. Sin embargo, Métisse se echó a mis brazos como una niña y el odio se disipó, aunque solo fuera en aquel instante, entre las dos.
— Hazlo por Ishkode.
La petición del anciano estaba plagada de razón: yo lo desconocía en aquel momento, pero Métisse estaba perdidamente enamorada de aquel indio tenebroso.
‡‡‡‡
Habíamos conseguido un nombre que rastrear gracias a Métisse, uno que nos llevaría a los verdugos, pero no podía pronunciar palabra tras lo ocurrido con ella y la navaja del mercader. No temía a Thomas Turner, sabía que era un buen hombre, mas sus métodos distaban de lo que yo consideraba ético. Había una parte de él, inhóspita, salvaje, que ignoraba. En silencio, me acompañó de vuelta a casa y solo en la escalinata de la entrada intentó explicarse alegando:
— Espero que no me odie.
— No lo hago — tragué saliva —. Nunca lo odiaría.
— Lamento haber actuado así.
— Opino que no es a mí a quien tiene que pedirle perdón — dije sin mala intención.
Él se me quedó mirando unos segundos y finalmente añadió:
— Señorita Catherine, he matado a gente. No soy un santo. Tengo las manos manchadas de sangre. Dicen que todos tenemos un pasado, ¿no? El mío no es plácido. Tiene derecho a odiarme. He cometido barbaridades por una bandera, por dinero, por aburrimiento...
Aquella confesión, por irónica que resultara, no era una novedad para mí en realidad. Era el espectro de lo que avergonzaba a Henry Samuel Johnson. Existían pocas personas en el Nuevo Mundo que no hubieran realizado acciones dudosas en beneficio de su propia supervivencia.
— Usted es el caballero que conozco hoy. Un amigo, un apoyo, que jamás heriría a una persona indefensa. Con eso me basta.
Recordé las palabras de Jeanne y, acariciándole el rostro, musité:
— Todos tenemos derecho a la redención.
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Vi cómo Thomas Turner galopaba rumbo a su hogar bajo la oscuridad y la nieve grisácea. Apoyada en el alféizar de la ventana de mi habitación, deseé que aquel hombre se hubiera convertido en una buena persona. Me cuestioné en qué consistía realmente la moralidad..., si él debía obtener el derecho para rehacer su vida, ¿el padre Quentin también? Sin embargo, vislumbré un dato en los ojos del mercader que me hizo tranquilizarme: jamás había empleado la violencia en contra de los indígenas, solo la había empleado en contra de la milicia francesa o de rivales del mercado de pieles, más de diez años atrás. Hacía una década que no había empuñado un arma para arrebatar la vida de otro. Los muertos eran muertos, no importaba su procedencia. Al menos eso era lo más importante que había aprendido en Quebec desde mi llegada. Consideraba que hasta yo misma estaba cerca de cruzar la línea de lo políticamente correcto en aras de la obtención de justicia para los ojibwa. El reverendo Denèuve lo había expresado sabiamente: en el Nuevo Mundo había que mancharse las manos.
Con aquellas ideas rondándome la cabeza, me senté frente al escritorio y le escribí una larga carta a Annie. La madrugada molestaba mis sienes, pero no podía dormir. Mañana visitaría el poblado y ayudaría a Thomas Turner. Me recogí la melena revuelta con una cinta arrugada y salí al corredor. Fruncí el ceño al darme cuenta de que la fina línea de la parte inferior de la puerta del cuarto de Antoine y Jeanne dejaba traspasar un halo de luz. "¿Todavía están despiertos?", pensé. De puntillas, me acerqué hasta casi fusionarme con la madera, dispuesta a escuchar la supuesta conversación importante que estarían manteniendo a aquellas horas impetuosas. Agudicé el oído y presté atención. "No están hablando", murmuré para mis adentros, confundida. Me ruboricé de pies a cabeza al distinguir el rumor de unos pausados gemidos femeninos. Una parte de mí se alteró, ya que sonaban en cierto modo como un quejido dolorido, como si mi hermana estuviera sufriendo algún tipo de tortura. "No le puede estar haciendo daño", me asusté un poco. Era una respiración rítmica, combinada con los pliegues de las sábanas en movimiento, y de repente Jeanne soltó una risita. Yo desconocía qué era lo que estaban haciendo, mas podía hacerme una idea. Totalmente azorada, me alejé y descendí la escalinata principal como si estuviera persiguiéndome un fantasma. Llegué a la biblioteca y me encerré allí, casi sin aire. Aquello era lo que hacían los adultos..., así se creaban los niños... ¿Por qué emitían aquellos sonidos? Era incapaz de comprenderlo.
Me sentí mal por haberlos espiado y me tomé mi tiempo para calmarme. Resucité a Namid de entre los recuerdos. "Maldita sea, Catherine, deja de imaginar escenas extrañas", me regañé. Solo podía fantasear con algo tan simplista como un beso suyo, el único saber que poseía respecto a las relaciones íntimas de una pareja, pero el mero hecho de hacerlo me dejaba indefensa. Me asustó no saber hacerlo..., ¿cómo se aprendería? ¿sus labios me producirían gemidos?
‡‡‡‡
El poblado parecía manso cuando Thomas Turner y yo arribamos. Algoma se alegró de regresar a su lugar de origen. Sin perder detalle, intenté guardar la senda en mi memoria, necesitaba saberla para poder acudir sin tener un guía. Honovi nos dio la bienvenida y rápidamente nos introdujo en su tipi. Sobre las pieles de búfalo que hacían de asientos, Inola, Onida e Ishkode nos saludaron. Parecían tener mejor aspecto. Me hacía daño mirar al chamán, no quería que supiera que echaba duramente de menos a su hijo.
— Honovi no sabe cómo agradecerle la guardia de sus hombres, señor Turner, amigo mío – inició la conversación el jefe.
— Henry Samuel Johnson regresará esta noche. No podemos bajar las defensas. Conozco sus métodos – respondió él, serio.
— No hemos recibido ninguna visita del ejército..., ¿cuáles son las habladurías en Quebec?
— Mis hombres y yo estamos localizando a uno de los hombres que fue pagado para asesinar al padre Chavanel. Métisse terminó confesando.
Únicamente hablantes de la lengua ojibwa, los jóvenes indios permanecían en silencio, a la espera de la posterior traducción, mas el rostro de Ishkode se turbó al entender el nombre de la mujer mestiza. Thomas Turner captó su cambio de humor y le miró de refilón.
— Es un converso..., al menos uno de ellos – continuó diciendo.
— No podía ser de otra forma. Fue asesinado con la maestría de nuestro pueblo..., los blancos no saben cómo usar bien un arco – apuntó.
— En efecto. Estoy prácticamente seguro de que el converso lo mató con las flechas, las cuales debió de fabricar expresamente siguiendo las reglas que había aprendido en la tribu.
— ¿Qué hay del otro hombre?
— Tengo la sensación de que será un hombre blanco, amigo Honovi – respondió.
El líder ahogó un suspiro y se quedó observando la hoguera. Debía de ser doloroso conocer que uno de los colaboradores del delito había sido de su estirpe. ¿Qué le habrían ofrecido a cambio del trabajo sucio?
— Dele las gracias a Métisse por colaborar.
— No se moleste, la obligué – se encogió de hombros. Era más que evidente que Thomas Turner la detestaba. Era fácil hacerlo, a decir verdad.
— No sea tan duro con ella – repuso Honovi con una sonrisa enigmática —. Está enferma como mi bien amado hijo.
El inglés se quedó en silencio, meditando, y yo hice lo propio. Oteé a Inola disimuladamente: su mirada perdida, su expresión inexistente, el dolor contenido de todos sus movimientos... Él y Métisse tenían más en común de lo que creían.
— Hablaremos con el gobernador. He solicitado audiencia dentro de dos días.
Abrí los ojos como platos, ya que no había recibido aquella información de antemano. Quise intervenir, pero me sentía abrumada al verme situada en una reunión de hombres. Ninguna mujer, en circunstancias normales, tenía el permiso ni la posición de disfrutar de aquel "privilegio".
— Justine no cederá – se lamentó Honovi.
Thomas Turner le apretó la mano con afabilidad y le dijo:
— Le aseguro que sí lo hará.
‡‡‡‡
El tiempo había empeorado durante la mañana, por lo que declinamos la oferta de comer algo junto a ellos. Las mujeres se habían reunido en el tipi de Mitena para realizar una oración conjunta por la escuela y, en consecuencia, los fuegos exteriores estaban desiertos. Comencé a caminar hacia Algoma mientras el señor Turner y el resto me seguían un poco más atrás. A medio sendero, la pequeña Wenonah se lanzó a mis piernas con un abrazo tierno. La abracé con todas mis fuerzas, incapaz de soltarla, y ella me palpó el rostro con sus ojos brillantes, murmurando una y otra vez mi nombre indígena. Deseaba retomar las clases, pero ninguno nos atrevíamos.
Nuestro reencuentro impidió que viera venir a Onida. Había conseguido evitarlo todos aquellos días, pero había llegado la hora.
— Waaseyaa — me llamó.
Yo giré sobre los talones con lentitud, sin soltar a Wenonah. Contuve la expresión del rostro, aunque ésta se desmoronó en segundos.
— Os ayudaremos, señor Onida — musité lo primero que se me ocurrió.
— Namid — replicó con su pobre francés. La pronunciación de su nombre me revolvió el estómago —. Namid vivo.
Si hubiera podido exhalar el sosiego que me produjo aquella noticia a viva voz, sin importarme mostrar mis sentimientos, la espiración habría llegado hasta el lago Ontario. En cambio, me limité a forzar una sonrisa comedida.
— Namid regresar — insistió, consolándome a su manera.
"¿Cuándo?", exigí con pesar.
— Namid luchar — me tomó por los hombros —. Namid...— se llevó las manos al corazón —, Waaseyaa.
"Quiere hacerme entender que me echa de menos allá donde esté", interpreté.
— Waaseyaa echar de menos Namid — gesticulé, agradecida por su seña.
Onida amplió su sonrisa y dio un par de toquecitos a mi corazón.
Espérale.