Palomas y Gorriones

By fjrohs

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Blanco y Negro. Locura o Cordura. Amor u Odio. Asesino y Policía: Los polos opuestos se atraen... Un asesino... More

Jueves, 24 de octubre de 2019. Primer Asesinato
Parte 1. Narración de los hechos de la mañana del 24 de octubre.
Parte 2. Narración de los hechos de la tarde del 24 de octubre.
Primera entrada de Samuel Rot en el Blog "Para Livi"
La Historia de La Rubia, el perro y Job, el Vagabudo
Segunda Carta de Samuel Rot en el Blog "Para Livi"
Un Gorrión Revoloteando
Parte 3. Narración de los Hechos de la MAÑANA del 25 de Octubre
Parte 4: Narración de los Hechos de la TARDE del 25 de Octubre
Parte 4. Narración de los Hechos de la MAÑANA del 26 de Octubre
Terapia contra la Lejía...
Tercera entrada de Samuel Rot en el blog "Para Livi"
De gaviotas, locuras, amor y tristezas.
Parte 7. Narración de los hechos de la mañana del 27 de octubre
¡Retomamos la Historia!
Parte 8. Hechos de la tarde del 27 de octubre. Capítulo 1.
Tarde del 27 de octubre. Capítulo 2
Lunes 28 de octubre. 00:35h. Cuarta Carta de Samuel Rot
Parte 9. Narración de los hechos de la mañana del 28 de octubre
La diremos Muerte, hasta que lo llamemos por su nombre.

Parte 6. Narración de los Hechos de la TARDE del 26 de Octubre

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By fjrohs

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Parte 6. Narración de los hechos de la tarde del26 de octubre

De camino a la calle Sexta, después de haber comido algo rápido, Parker nos llamó. Nuestro singular amigo Lou Chan y su obediente hijo estaba siendo dócilmente procesados por el equipo de Sinclair. Increíble. Tal colaboración rallaba la sospecha. Nos preguntó por el procedimiento a seguir. Rot le ordenó que les dejaran ir si no encontraban nada más, aparte de la muy probable coincidencia del cabello asiático encontrado en el piso de Bristol. No era incriminatoria de forma clara. Fue encontrado cerca de la puerta del piso, en el suelo. En definitiva, sólo indicaba que Kuan Yin había estado allí, algo que ya habíamos confirmado.

Más tarde confirmamos que no hubo ninguna prueba, huella o rastro añadido que le implicara en mayor medida. Ni epiteliales, ni huellas, ni más cabellos, ni una mota de coca, ni tan siquiera de polvo. Nada que demostrara que Lou Chan o su hijo hubieran tocado a Bristol, y menos a Barrow.

Pedimos al bueno de Parker que, cuando terminaran con el padre e hijo, se reuniera con nosotros en la peluquería, pero que antes enviara a alguien a ver a la señora Deveró a mostrarle fotos de Lou Chan y su hijo, por si la anciana les reconociera como los asiáticos del autobús y nos estuvieran engañando en eso. No contábamos con que fuera así, pero no queríamos dejar cabos sueltos.

Yo seguía dándole vueltas al asunto de Lou Chan. Me resultaba tan extraño como sospechoso que alguien, con negocios cuando menos, oscuros, fuera tan receptivo y colaborador con la policía. Por otro lado, toda esa pausa, la frialdad de ambos, sobre todo, de Lou Chan, sus gestos sutiles y medidos... Controlando la situación, colaborando sin dudas... Así sólo actúa una persona inocente, o un inteligente, muy inteligente asesino, como parecía que era nuestro asesino.

De no haber existido el asesinato de la señora Newell y de no haber estado tan seguros de que se trataba del mismo asesino, Lou Chan y su hijo serían nuestros principales sospechosos. Y serían sospechosos perfectos. Sus coartadas dependían de su familia, sus actividades y negocios eran dudosos, tenían el móvil perfecto para haber matado a Barrow. Teníamos pruebas de que habían estado con Susan Bristol... Pero... Nada les relacionaba con Newell. Tan sólo los vídeos mostraban a alguien que físicamente y por sus ademanes, podrían coincidir con Lou Chan, pero aun así... el hombre del vídeo tenía cierto amaneramiento que desentonaba con Lou Chan.

En el trayecto hasta la peluquería, Rot debió mirar el reloj unas 10 veces, estaba nervioso, o preocupado, no estaba segura.

—¿Tienes una cita o qué? —pregunté sin poder resistirme.

—Son las tres y media... y no hemos tenido ningún aviso —dijo mirando al frente mientras conducía—. Parece que hoy va a descansar... —explicó al fin.

—¿Esperas otro muerto? —pregunté.

—En el fondo, no. Sería demasiado precipitado incluso para él —contestó frunciendo el ceño.

—Queda toda la tarde... y toda la noche —recordé—. ¿Por qué lo descartas ya?

—Intuición. No existe ninguna razón, pero... —explicó encogiéndose de hombros.

—Pues esperemos que aciertes —dije.

Minutos después llegábamos a la puerta de la peluquería.

—No son los chinos del autobús —nos informó Parker al vernos llegar—. Así se lo ha dicho la abuela Deveró a Towal mientras le daba de comer un Rostbeff con compota de manzana —sonrió.

—Eso que se lleva, por un día ha comido decentemente —bromeé.

—Bueno, veamos si por este camino tenemos algo más de suerte —dijo Rot abriendo la puerta de la peluquería y dejándonos pasar. Mientras Parker y yo preguntamos y nos presentamos a la encargada, Rot se quedó unos segundos observando a los empleados. Dos chicas y dos chicos. Menos una de las chicas, los otros tres cuadraban con la constitución física del asesino.

—Sí, es la señora Newell —confirmó la encargada al mostrarle una fotografía. Rot se unió en ese momento a nosotros—. Una de nuestras mejores clientas. Dios mío... ha muerto... —murmuró con lo que podría ser sincera tristeza.

—Sabemos que ayer estuvo aquí —informé.

—Sí, quería una sesión de manicura y....

—¿Quién la atendió? —cortó Rot, sin interés en los servicios que había recibido Newell.

—Gisella —dijo al tiempo que con un gesto llamaba a una de las chicas. Gisella se acercó con paso rápido.

—Hola Gisella, él es el agente Parker, ella la detective Sanchez y yo Rot —nos presentó Rot—. Ayer atendiste a Hellen Newell, ¿verdad? —la chica se limitó a asentir cohibida—. Te parecerá una tontería lo que te vamos a preguntar —advirtió Rot—, pero quiero que hagas memoria, es muy importante —la chica volvió a asentir—. La señora Newell... —Rot buscó las palabras— ¿fue maleducada, o te ofendió o dijo alguna impertinencia? —Gisella, como había adivinado Rot, se sorprendió por la pregunta. Pero obediente, pensó su respuesta unos segundos.

—Pues... no sé... —dijo dudando y mirando de soslayo a su jefa. Rot la sonrió para generar un poco de confianza—. Lo normal, la verdad...

—¡Gisella! —increpó la encargada.

—No se preocupe —la calmé con un gesto de la mano—. Sabemos que la señora Newell no tenía un carácter... fácil, digamos.

—Gisella, me refiero a algo fuera de lo normal —continuó Rot—. Me refiero a un gesto, un comentario o algo que pudiera haberte molestado y ofendido más de lo normal —Rot enfatizó las últimas palabras—. A ti o cualquier otro —dijo mirando al resto de compañeros.

—No, señor. Nada destacable —Rot torció el gesto, tenía esperanzas en encontrar un pequeño hilo del que tirar.

—Y usted —Rot miró a la encargada—, ¿vio o escuchó algo que...?

—No, detective. Tratamos de ser discretos y no fijarnos demasiado... Nos limitamos a hacer nuestro trabajo. La discreción en mi trabajo es vital... —dijo recriminando con su mirada a Gisella.

—Sí, claro —se me escapó, provocando la sonrisa de Parker.

—Es cierto que nuestras clientes nos cuentan muchas intimidades, me gusta pensar que también damos cierto servicio de... terapia, por decirlo así.... Pero cuando termina la sesión... termina el cotilleo —contestó algo ofendida. Rot, viendo que el resto de empleados y clientes estaban con la oreja puesta, aprovechó.

—¿Y alguno de ustedes? ¿Vio o escuchó algo sospechoso? Algún comentario de algún cliente, alguien que observaba desde fuera... —todos los presentes negaron, la encargada levantó su cabeza orgullosa.

—¿Alguno de sus empleados se ausentó ayer sobre las 11:30h? —preguntó Rot a la encargada.

—No, no, ninguno —contestó tras pensarlo un instante —confirmó. Rot me miró, por si tenía algo que añadir o preguntar. Yo negué con la cabeza—. Muchas gracias —dijo, enfilando después la puerta y sujetándola para dejarnos pasar de nuevo.

—Detective... —dijo de pronto Gisella, justo en el instante en que Rot se disponía a salir. Rot se detuvo a medio salir.

—Dime, Gisella —la empleada, ante la indignación de su jefa, se acercó hasta Rot. Parker y yo nos acercamos también.

—Acabo de recordar algo... Bueno, no sé si es importante —dijo encogiéndose de hombros—, pero la señora Newell me pidió una toallita desinfectante para... el móvil —dijo con rubor—. Me contó que había tropezado con un mendigo... —Gisella dudó y rectificó—. Dijo, exactamente, sucio mendigo que estaba tirado en mitad de la calle y que, al tropezar, su teléfono cayó entre su basura —a Rot se le iluminó la cara. Ese era el hilo que buscaba. Yo sonreí, pero no sé si por la pista o por ver la cara de Rot.

—Es justo eso lo que buscamos, Gisella —dijo ampliando su sonrisa—. ¿Te mencionó dónde fue el tropezón?

—No, detective, lo siento. Sólo me dijo que viniendo hacia aquí —contestó Gisella.

—Muchas gracias Gisella, ha sido muy útil —Rot, viendo que la encargada se acercaba, quiso proteger a Gisella—. Nos pone en la pista de un asesino, algo por lo que merece la pena faltar a tu discreción y por lo que nadie te juzgaría —dijo clavando la mirada en la encargada que, con una sonrisa, comprendió el mensaje.

Una vez fuera, nos reunimos. La cabeza de Rot ya estaba trazando el plan.

—Ya sabemos qué tenemos que buscar —dijo.

—Mendigos —dije mirando a nuestro alrededor.

—Tampoco es para emocionarse, Rot —dijo Parker también observando la calle—. Debe de haber un mendigo cada 10 metros.

—No seas aguafiestas, Parker —regañó Rot—. ¿Tienes foto de Newell? —preguntó.

—Sí —dijo sacándola del bolsillo interior de su cazadora.

—Bien, tu irás por esta misma acera —dijo señalando con la mano el recorrido—. René y yo por la otra. Iremos en dirección al parking de Newell. Primero preguntaremos a los mendigos, músicos y artistas callejeros, etc. Si no encontramos nada, pediremos refuerzos y preguntaremos en cada negocio de esta calle. Cualquier pista, nos llamamos. ¡Vamos!

Cruzando la calle, tuve una duda.

—¿Por qué has elegido este lado? —sabía que Rot tenía una razón—. El parking tiene salida por ambas aceras.

—Por el sol... —explicó Rot. Yo miré el cielo y lo comprendí.

—Por la mañana, da en esta acera... Newell preferiría ir por el sol —dije. Rot me guiñó un ojo.

Parker tenía razón. La calle Sexta es una calle muy céntrica y concurrida, no sólo por los ejecutivos y otros trabajadores, también por turistas y simples viandantes que van de tiendas. Es una buena zona de compras y allí se sitúan varias cafeterías de moda. Los mendigos, después de las iglesias con sus generosas abuelas, buscan este tipo de calles. Bien sabíamos de disputas por sitios preferentes.

Unos buscaban la entrada a una concurrida cafetería y se sentaban en el suelo con sus carteles llenos de faltas ortográficas de dudosa inocencia. Otros preferían los muñones o lesiones. Otros preferían recorrer su parcela con un cartel colgado del cuello con su plegaria y alargando su gorra mientras pedía. Otros se tumbaban sobre cartones y se dormían, dejando a la vista su cajita, como si el sueño infundiera lástima en los distraídos viandantes. Alguno había que al menos ofrecía algo, un periódico antiguo, pulseras de hilo o una melodía de saxo. Daban colorido a la calle, raro era el mendigo que molestaba, todos con sus miradas tristes, seguro que con alguna adicción, pero no soy de las que juzga esas cosas, si acaso, juzgo la sociedad. Siempre he pensado que se podría valorar a una sociedad por el número de personas que hay en la calle en horas de trabajo, habría seguro alguna sesuda fórmula que tuviera en cuenta el número de mendigos, artistas callejeros, viandantes sin bolsas de compras y trabajadores comiendo de túper en los bancos.

En definitiva, nuestra búsqueda fue lenta y tediosa. Algún mendigo más listo de lo oportuno dijo reconocer a Hellen Newell, pero en cuanto apretábamos, la memoria le flaqueaba. El bueno de Rot, que es muy blando para estas cosas, se sentía medio obligado a dejarles alguna moneda a los que parecían más honestos. Esto me afectó a mí cuando a Rot se le vaciaron sus bolsillos. <<Dale algo, René>> me decía casi como una orden.

Pero la inversión en tiempo y monedas dio su fruto. Rot empezaba a desanimarse y yo hacía varios que ya lo estaba, cuando a unos cien metros de la salida del parking de Newell, divisamos a otro mendigo. Había establecido su particular campamento junto a la puerta de una librería. Unos cartones le protegían del frío suelo. A su lado, un montoncito de ropa y pertenencias. Él, sentado, tan sólo miraba a los peatones, con una sonrisa mellada pero no alzaba su mano, no pedía nada, ni una simple moneda. Era todo lo contrario, como si fuera él quien diera a los demás su más sincera sonrisa.

Fuimos hacia él. Pocos metros antes de llegar, me fijé en algo que me llamó la atención. En un banco, frente al escaparate de la librería, vi un portátil abierto y una mochila con un libro bastante gordo sobre ella. No había nadie sentado en el banco, imaginé que estaría cerca, pero pensé que, aun así, era bastante arriesgado dejar aquello allí sin vigilar. Me fijé en el libro, tenía aún la envoltura de plástico, le eché un ojo y vi que era una biblia. Deduje que acabaría de comprarlo en la librería. Gracias a la escuela tomé manía a las religiones, así que al verla se me escapó un resoplido.

—No te desanimes, René —me dijo Rot malinterpretando el resoplido.

—No, no es eso, es otra cosa... —murmuré llegando al mendigo.

—Buenas tardes amigo —saludó Rot.

—Sí señor, buena. Un día bonito de sol... que se agradece en estas fechas... —contestó amable el mendigo con una gran sonrisa.

—Quisiéremos hacerle unas preguntas y enseñarle una foto, ¿le importa? —preguntó Rot con otra sonrisa.

—No, por dios, soy un vagabundo, pero me gusta sentirme útil... —Rot y yo nos pusimos de cuclillas junto a él. El pobre hombre atestiguaba su condición con un fuerte olor, pero no olía a alcohol.

—¿Cómo se llama? —pregunto Rot.

—Por aquí todos me llaman el señor Montaña —contestó con una sonrisa triste.

—Algún día nos contará la historia de por qué le llaman así —dije sonriéndole.

—Jeje, no merece la pena, niña —dijo cariñoso llevando su mano a mi cara y, sin tocarme, haciéndome un gesto de caricia—. Es una historia larga y triste —dijo bajando el tono. Yo le amplié la sonrisa y saqué mi teléfono.

— Señor Montaña, quiero que mire esta foto —dijo Rot mientras yo le mostraba la imagen de Hellen Newell—, y me diga si la reconoce —el mendigo miró el móvil.

—¡Oh! Sí, claro, ¡claro que la conozco! —contestó con una gran sonrisa, como si de verdad se sintiera feliz de poder ayudarnos.

—¿De qué la conoce? —pregunté, echando mano a mi bolsillo, dando por hecho que necesitaríamos algo de dinero para refrescarle la memoria.

—Fue ayer por la mañana, tropezó conmigo, la pobre. Se llevó un buen susto —dijo sin esperar sus monedas. Rot me miró. Era él, por fin.

—Cuéntenos como fue, concrete un poco, señor Montaña —animó Rot.

—Sí, por supuesto. La pobre y bella señora venía distraída, creo que hablaba por el teléfono, y no me vio. Tropezó conmigo y se le cayó el teléfono aquí mismo —dijo señalando sus pertenencias. Los ojos de Rot brillaban.

—Señor Montaña, se ve que es un buen hombre, pero necesito que conteste con sinceridad, ¿cómo reaccionó la señora? Fue amable o antipática, se disculpó, se enfadó...

—Bueno señor, la verdad, la pobre se llevó un buen susto y casi se le rompe el teléfono —Rot asintió invitándole a continuar—. Digamos que se enfadó un poco. Me regañó por estar aquí tirado, y lleva razón, pero es que ella no sabía por qué estoy aquí... Tengo que estar aquí —dijo esta vez serio.

—No se disculpe, señor Montaña, está bien —le dijo Rot colocando su mano sobre su hombro—. ¿Qué pasó con el teléfono?

—Yo se lo di. La pobre señora debía pensar que mis cosas están sucias, pero sólo están viejas. Le dio un poco de... bueno, que no le...

—Le dio asco coger el teléfono —dije. Montaña me miró con una media sonrisa.

—Sí, pero ella, claro, no sabe que es ropa limpia... No la culpo.

—¿Fue aquí mismo, señor Montaña? —preguntó Rot.

—Aquí mismo donde estoy, desde hace mucho, debo estar aquí —dijo de nuevo serio.

—¿Sobre qué hora sería? —le pregunté.

—Pues... ummm —Montaña parecía pensar. Me fijé que no tenía reloj, así que dudé de que su dato fuera a ser preciso—. Sobre las 10:35 —dijo ante mi sorpresa—. Acababa de pasar Clarice, la bella Clarice y su dorado pelo en su bici, como siempre. Llega siempre puntual a las 10:30, ata la bici en aquella farola —dijo señalando la acera de enfrente—, se acerca al quiosco, compra el periódico, habla unos minutos con Alfred de alguna noticia y después entra a desayunar. Clarice acababa de entrar en la cafetería justo en el momento en que la señora tropezó conmigo, así que sí, serían las 10:35h —Rot y yo le mirábamos entre asombrados y alegres—. No tengo Reloj —dijo mostrando su muñeca izquierda—, lo tuve que empeñar con todo el dolor de mi corazón —explicó con mirada triste—, pero la rutina de la gente es mi particular reloj ahora —concluyó con una sonrisa.

Rot lo tenía claro, pero no sé si por exceso de celo o por conseguir una confirmación absoluta, le hizo una última pregunta.

—Señor Montaña, sólo una pregunta más —el mendigo asintió sonriendo—: ¿Recuerdas que llevaba la señora en su brazo? En uno llevaría el bolso, pero en el otro...

—Claro amigo, llevaba un precioso y chiquito perro, pero ¡él no se calló! —dijo divertido. Rot me miró triunfante, y yo supe lo que me pedía. Saqué un billete del bolsillo, lo doblé ante la feliz mirada del señor Montaña y se lo metí en el bolsillo de su camisa. El mendigo se llevó la mano al bolsillo, la puso encima y aprovechó el gesto para agradecernos la limosna.

—Muchas gracias, ¡me servirá para comer dos semanas seguro! —dijo feliz.

—No lo gaste el alcohol, señor Montaña —advirtió Rot señalándole con el dedo.

—No señor, desde hace muchos años no bebo ni una gota de alcohol —Rot se levantó dispuesto a irse, pero el señor Montaña le detuvo.

—Perdone detective —dijo de pronto. Rot se detuvo de pie frente a él—. Tiene un buen trabajo, parece sano y tiene una amiga que le admira y encima es guapa —dijo sonriéndome—. Es usted muy afortunado, no esté tan triste... —dijo dejándonos de piedra a los dos. Rot le sonrió y, llevándose un par de dedos a la cabeza, con una especie de saludo militar, se despidió. Como respuesta, vi que el señor Montaña le devolvía el saludo, pero con bastante más fidelidad militar. No se trató de un gesto estricto o protocolario, sino más bien el saludo militar ligero que se ofrecen los veteranos. Aquello me recordó a mi padre, veterano de la guerra que, años después de su retiro, seguía saludando así a sus iguales. Fue la guinda que me terminó por intrigar sobre la historia del señor Montaña.

—¿Soldado? —pregunté mientras Rot se alejaba.

—Hace mucho, niña. El humo y el fuego ya nublan mi memoria —dijo sonriendo.

—Señor Montaña, perdone que se lo pregunte... ¿Por qué tiene que estar aquí? —el mendigo me miró y apretó sus labios en una mueca entre la sonrisa y el dolor.

—Espero a alguien. Algún día pasará por aquí de regreso y debo esperarla —dijo sin más. Yo le sonreí.

—No se deja a nadie atrás —dije mientras le dejaba el resto de mis monedas en su cajita. Él asintió y yo le hice el saludo militar que tantas veces me había hecho mi padre. Montaña me lo devolvió.

—Genial, Sam —dije reuniéndome con Rot, que estaba en la puerta de la librería, avisando a Parker por el móvil para que se reuniera con nosotros.

—Si, como creemos, el asesino vio la escena, debió hacerlo desde la misma calle, por aquí cerca —dijo mirando a su alrededor, yo le imité. Observé nuestro alrededor y, en aquél instante, no percibí algo que minutos después me helaría la sangre—, o desde el interior de la librería... Como mucho, desde la cafetería de enfrente —dijo señalando con el mentón la otra acera.

—No habría escuchado nada... puede que algo si lo vio desde el interior de la libraría, pero no desde la cafetería —apunté.

—Si hubiera estado cerca de la puerta... —dijo asomándose al interior de la librería—, podría haber escuchado el incidente. Entremos a ver —me invitó a pasar con la mano.

Como un acto reflejo, nada más entrar, llevamos nuestra mirada al techo buscando cámaras de seguridad. Las encontramos y nos miramos. La verdad es que sentía que todo era demasiado perfecto.

—A ver si hay suerte esta vez... —dije con poca esperanza.

Llegamos al mostrador, situado a la izquierda de la entrada, de espaldas al escaparate. Un hombre de unos 50 años despachaba en la caja. Otros cuatro chicos, uniformados con un polo negro, se repartían por el local atendiendo a los clientes.

—Buenas tardes, ¿el encargado? —dijo Rot mostrando su placa. El hombre se sorprendió.

—Soy yo —cambiando lo que iba a ser una sonrisa de bienvenida por una de preocupación.

—Somos los detectives Sanchez y Rot, estamos investigando un caso relacionado con un pequeño incidente que ocurrió aquí mismo, en las puertas de su negocio —dijo señalando la entrada— ayer por la mañana. ¿Esas cámaras graban? —preguntó Rot señalando las cámaras.

—Sí, se han hecho imprescindibles... —dijo al tiempo que con su mano llamaba a uno de los empleados—. Encárgate de la caja —dijo saliendo de detrás del mostrador—. Síganme, por favor —dijo marcando con su mano el camino—. La verdad es que —dijo bajando el tono de voz mientras nos guiaba hasta el fondo del local—, no todas graban y ni siquiera vigilan... —no me lo podía creer, ya había intuido que era demasiado perfecto—. Instalar un sistema completo es un dineral, así que todas las cámaras son disuasorias... —la palabra "todas" nos hundió—, bueno, todas menos una —dijo arrojando algo de esperanzas entrando en lo que parecía su despacho.

—¿Sólo una? ¿Cuál? —preguntó Rot con un tono molesto.

—Sólo graba la cámara de la caja, tiene bastante ángulo. Graba la caja, la puerta y parte de las estanterías frente a la caja, así mato dos pájaros de un tiro: vigilo a los clientes y a los empleados, que por desgracia...

—Puede servirnos —interrumpió Rot mirándome y compartiendo su alivio. El hombre se sentó tras su mesa—. Necesitamos ver las grabaciones de ayer —ordenó Rot—. En concreto desde ¿las diez de la mañana? —me preguntó. Yo asentí. El encargado giró la pantalla hacia nosotros y comenzó a manipular con el ratón.

—¿En tiempo real o algo más rápido? —preguntó iniciando el vídeo.

—Avance rápido, le avisaremos —pedí.

El vídeo comenzó y a mí ya me dio mala espina. Una vez más, el enfoque de la cámara era desde el techo y, al querer abarcar mucho espacio, ni la altura ni el ángulo era demasiado buenos para captar una imagen buena de la cara de las personas. La imagen era en blanco y negro, que tampoco ayudaba. A la izquierda de la pantalla veíamos la parte de la entrada y alguna estantería cortada, el resto de la pantalla lo ocupaba la zona de la caja y las estanterías de enfrente, con algún expositor de esos redondos que se ponen para las novedades y bestsellers. Se podía ver a las personas en los pasillos, eso nos gustó. Entre los bestseller y la caja quedaba un espacio de unos 2 o 3 metros vacío, reservado para la caja y el paso de clientes. Debíamos esperar que eso sería suficiente para ver al asesino. La grabación avanzaba y veíamos a los clientes y empleados pululando por la zona de grabación. Debido a la velocidad de visionado, sus movimientos tenían ciertos ademanes robóticos.

A las 9.52h lo vi por primera vez. En los expositores de la entrada. Pasó sin detenerse. Fue tan fugaz y tan de refilón que no me percaté de él hasta que a las 10.17h volvió a aparecer, colocándose tras dos personas que esperaban a ser cobradas. Ahí estaba, con su gorra bien calada y su mochila colgando de sus enclenques hombros. NO iba vestido como en los vídeos del hotel, ni su pelo parecía el mismo, parecía algo más largo, no mucho, a la moda de los jóvenes de ahora. En el fondo, pudo haber pasado desapercibido si no llega a ser por su mochila, su gorra y su físico.

—Sam —dije.

—Sí, ya le veo. Ponga velocidad normal —el encargado obedeció y los gestos robóticos cesaron.

El hombre de la gorra esperaba tranquilo en la fila de caja. Bajo su axila, aguantaba un libro voluminoso. Entre la mala calidad de la imagen y la posición del libro, no distinguimos cual era, pero no parecía la guía turística que vimos al asesino en las grabaciones del hotel. No teníamos más imágenes, no podíamos confirmar al cien por cien que se trataba de él, pero su gestualidad, aquellos ademanes suaves, la complexión delgada, la gorra, la mochila... Sin género de duda, se trataba del asesino.

Esperaba sin más. Me helaba la sangre pensar que, una hora después, con aquella misma parsimonia y calma, asesinaría a Hellen Newell. Con el mismo temple y semblante esperaba su turno en una caja de una librería o esperaba su turno para asesinar a una mujer.

Controlaba la situación, por completo. No podía ser coincidencia que también en la librería fuera capaz de evitar un enfoque directo de la cámara. Con una bien disimulada inclinación de su cabeza, un gesto que pasaría desapercibido para cualquiera que no supiera lo que veía, conseguía que su visera cubriera su rostro.

Un cliente pagó y se marchó. La cola avanzó y ya sólo tenía una persona por delante. En ese momento, metió su mano izquierda en el bolsillo de su amplia sudadera y la dejó allí unos segundos, como si rebuscara algo, o jugara con algo. Pocos segundos después, sacó la mano. Llevaba algo agarrado. Abrió la mano y vimos un objeto. De nuevo, la nitidez de la grabación no nos dejaba apreciar el detalle. Era una especie de objeto estrecho y alargado. Dejó la palma abierta unos segundos. Yo no entendía que hacía, por qué hacía aquello. ¿Estudiaba el objeto?

—Hijo de puta... —dijo de pronto Rot.

Entonces lo comprendí. Era una navaja cerrada. El arma con la que había asesinado a Lucas Barrow. Y nos la estaba enseñando. Con sangre fría, sin importarle la discreción, indiferente al resto de personas de la tienda, sabiendo que le estaban grabando, con sarcasmo incluso, nos estaba echando una mano, no eliminaba la más pequeña duda que nos podía quedar sobre la autoría del primer asesinato. Nos decía algo así como <<sí, esta es la navaja tipo estilete y yo soy el asesino>> Pero lo más aterrador de todo, lo que me hundió en una realidad que en aquel momento no intuíamos siquiera, es que el asesino sabía que, tarde o temprano, daríamos con aquella librería y veríamos aquella grabación. No había cometido aún el asesinato de Hellen Newell, creo que ni él mismo sabía que en un rato acabaría con su vida, pero de alguna forma anticipaba nuestra investigación. Sabía que alguna pista terminaría llevándonos a la librería. ¿Cómo era posible? La explicación más sencilla era la menos probable: sabía que iba a matar a alguien y que de alguna forma seguiríamos sus pasos, pero... El incidente con el señor Montaña fue fortuito, un tropiezo sin más, no podía prever aquello y, por lo tanto, la probabilidad de llegar hasta esa librería era mínima, sólo el testimonio del mendigo nos llevó a entrar.

Una idea se fue formando en nuestras cabezas. El asesino contaba con la posibilidad de matar a alguien en cualquier momento. Vivía con esa premisa en su cabeza, por eso, antes de entrar en cualquier lugar o al pasear por la calle, controlaba su entorno y buscaba las cámaras que pudieran suponerle una amenaza. Si esa teoría se confirmaba, daría un golpe demoledor a nuestras opciones. Mandaba un mensaje descorazonador: ni con Lucas Barrow ni con Newell ni con cualquier otro, encontraríamos una grabación que le identificara.

Allí estaba, esperando sin más. Cogió la navaja entre el índice y el pulgar y comenzó a jugar con ella, haciéndola girar como quien juega con un bolígrafo. Esperaba su turno distraído con un libro bajo el brazo y el arma de un crimen en el otro. El cliente precedente pagó y abandonó el mostrador. Él dio un paso, depositó el libro sobre el mostrador al tiempo que guardaba la navaja. Justo en ese instante, tanto él como el cajero, así como otras dos personas que había cerca, giraron sus cabezas hacia la entrada del local. No podíamos ver nada, pero estaba claro que estaban presenciando el incidente de Newell y el señor Montaña.

—¿Qué estaba pasado en ese momento? —preguntó Rot al encargado.

—¡Ah, sí, lo recuero! —dijo señalando la pantalla—, una mujer pisó al señor Montaña... a un mendigo que hay siempre en la puerta, es un buen hombre, no molesta... —aclaró como si tuviera que hacerlo—. Una señora muy estrada y borde, la verdad, tropezó con él y le pisó.

Durante el minuto o dos que pudo durar el incidente, el asesino no movió la cabeza. Clavaba su mirada en dirección a la calle. El encargado volvió a lo suyo y comenzó a cobrar el libro mientras parecía hablar con el asesino. Este, con u movimiento sutil y educado, pidió que esperara. Al cabo, con su lentitud, metió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó dinero, pero cuando parecía que iba a pagar, se detuvo y posó su mirada en una pila de libros que habías sobre el mostrador. Levantó unos tres libros y tomó el siguiente, depositándolo junto al otro. El cajero, con una sonrisa, pasó el libro por el lector de códigos y cobró los dos juntos.

—Qué cabrón... —se me escapó—. Cada movimiento lo tiene calculado. Imposible...

—¿Recuerda a ese cliente? —preguntó Rot.

—Me temo que no, detective. Pasan muchos clientes, era joven y delgado, poco más puedo decirle. Recuerdo el tropiezo, a la señora, que era rubia, con dinero, con un perrito... poco más. Recuero los libros que se llevó, pero poco más...

—¿Qué libros se llevó? ¿Una guía turística? —pregunté.

—Sí, una de la ciudad, creo... —dijo tratando de recordar—. Lo que es seguro es que el otro era una Biblia, dicen que... —al escuchar la palabra Biblia, la sangre se me heló. Un escalofrío recorrió mi espalda y la voz del encargado comenzó a alejarse—, que es el libro más vendido de la historia, pero yo no vendo ni uno, por eso...—yo ya no escuchaba nada. Estaba helada, pero había roto a sudar de golpe y una imagen que se mantenía fresca en mi memoria, me golpeaba. Mientras se alejaban las palabras y cualquier otro sonido a mi alrededor, de forma instintiva mi mano fue a la la cartuchera y, al tiempo que desenfundaba el arma, salté a la carrera dirección a la salida. No me salían las palabras, sólo tenía aquella imagen en la cabeza. Un banco, frente a la librería. Un portátil, una mochila y... una biblia.

Sabía que Rot había tardado bien poco en comprender y me seguía de cerca. Atravesé la librería, tropezando con algún cliente cuya protesta quedó en un susurro. Todo fue completándose. La mochila era la misma que acabábamos de ver en las grabaciones, la misma que en las grabaciones del hotel. Le veía, le adivinaba allí sentado, sonriéndonos y estudiándonos mientras hablábamos con el señor Montaña. Le sentía, llena de impotencia y cierto miedo, clavándonos sus ojos con una mueca burlona, a cinco metros, puede que incluso le hubiéramos mirado sin verle, un viandante más que descansaba en un banco. Nuestros ojos no ven cuando no sabemos lo que buscamos, el cerebro podía haber mantenido aquella persona, aquel rostro, en mi memoria, descartándolo, segundos después y de forma inconsciente porque ni por una milésima de segundo habíamos contemplado la posibilidad de que él estuviera allí sentado tan tranquilo. Le veía con un rostro nublado, pero con una sonrisa de sorpresa perfectamente definida. Se habría levantándose con pausa, guardando sus cosas y cerrando tranquilo su mochila. Aún sentía cada clic de la cremallera y sus ojos clavados en nosotros. Luego, se calaría la gorra y, susurrando alguna despedida cínica, se perdería entre la gente.

En los segundos ralentizados que tardé en cruzar la librería, le veía como en un sueño, una ilusión que sabía vana, no estaría allí, pero esa certeza no frenó mi carrera. Driblaba a los clientes y aquella ensoñación se alejaba. Se alejaba la puerta. Se hacía eterna la distancia entre mi esperanza de verle y la realidad. Antes de salir, miré a través del escaparate, pude ver el banco, estaba vacío, pero mi imaginación seguía manipulándome, recreando sombras, alejando distancias y realidades. Engañándome.

Me rodeaba un tenso silencio. Las voces, ruidos de la calle, de la caja registradora, de mi carrera, de la de Rot, eran sonidos apagados, amortiguados por el miedo, o por la esperanza, no lo sabría decir.

Abrí con violencia la puerta y salté a la calle. El sol me devolvió a la realidad. De golpe, la ciudad y sus sonidos volvieron. Cláxones, discusiones, susurros que fueron interrumpidos por algunos gritos de personas que, asustadas, me miraban y salían corriendo. Cuando fui consciente de la situación, me encontré en medio de la acera, con la pistola en mis manos y apuntando a... un banco vacío.

Por instinto, giré sobre mí y busqué al sospechoso. No sabía a quién buscaba. Una persona delgada con una mochila y una gorra. Eso es todo lo que teníamos.

No, claro que no. Desde luego que no estaba. El brillo de su sonrisa burlona y sus pasos tranquilos, el aroma de su irónica y silenciosa despedida aún flotaban en el aire.

Rot llegó a mi lado y, sin comprender nada, también apuntó al banco. A un jodido banco vacío.

—René... —escuché a Rot y su voz me trajo de regreso. Mis brazos se aflojaron y quité el dedo del gatillo al tiempo que bajaba el arma. Todos los músculos de mi cuerpo se relajaron. Miré a Rot resignada. Rot clavaba su mirada en el banco.

—¿Qué coño pasa? —escuché de pronto a mi derecha. Era Parker, que había llegado en ese momento y, al vernos con las armas, nos había imitado sin pensárselo.

—Estaba aquí... Joder, Sam, estaba aquí —dije furiosa. Rot me miró extrañado—. No lo he visto, pero te juro que sé que estaba aquí, en ese jodido banco —dije señalándolo con el arma.

—Lo sé —dijo Rot acercándose al banco—. Y él también sabía que estábamos aquí. Nos ha visto —dijo señalando el banco.

No lo había visto. Buscaba una persona, por eso no me había percatado que en el banco había algo. Aquello me dio miedo, no sé por qué, pero no me sentí segura. Allí, en aquél simple y vulgar banco, estaba. El mismo, sí, era el mismo libro. Sobre el banco vacío, en vez del asesino... Una biblia.

Rot se acercó lentamente. Lo miró y se sentó en el banco.

—Sam... —le advertí al ver que con el cañón del revolver se disponía a abrirlo.

—Hemos pasado a ser su diversión... tranquila, René —me tranquilizó.

Era un poco paranoico, era improbable, impensable... pero con aquel asesino cualquier cosa podría pasar al abrir el libro. Rot sujetó la tapa con la mirilla del revolver y la levantó. Yo estaba a su lado. Parker junto a mí.

La tapa cayó hacia el otro lado y vimos la primera página, esa hoja que siempre está en blanco, que suele usarse para las dedicatorias... El asesino así la usó, sí, allí, con letras elegantes, finas, con un poco de inclinación hacia la derecha, delicadas, de sesgos cuidados, en perfecta caligrafía... nos había dejado su particular dedicatoria.

Rot volvió a usar el revolver para orientarse el libro y comenzó a leer en voz alta:

Y paseo por el parque olvidado, de día, de noche... arrastrando mis pies o con sesgos de mi mano, aparto las envidias y tristezas, escardo las sonrisas y esperanzas, pero a veces... a veces pienso en ti. Tu voz me late, me mece, me susurra en el parpadeo de las luces de neón en mi solitaria almohada e imagino mi futuro, y no le temo. Es mi camino, no me torceré. En esta cañada oscura, en esta suciedad, perdón, sociedad, alguien tiene que desbrozar de hierbajos y sucias palomas la senda sin fin. Y no temeré. Con paso fiero, decidido, avanzo implacable. Pero a veces, alzando mis ojos al cielo, te veo revoloteando y pienso y susurro y te pregunto... Gorrión, Gorrión... ¿qué quieres de mí?

Y en silencio, por el parque olvidado, te sonrío y... permito que sigas junto a mí, revoloteando a mi lado.

Pero nunca olvides, gorrión amigo, que camino hacia el valle de la muerte y nada temeré, vueles tú conmigo o, como siempre, vuele como un gorrión solitario...

El Gorrión Rojo.

Nos quedamos en silencio durante demasiado tiempo. Un silencio significativo, muy significativo. Si el asesino buscaba infundir en nosotros desesperanza, lo había conseguido con sólo 178 palabras. Nos quedó patente que el asesino no vacilaría en lo que consideraba una misión vital, aceptando la muerte como destino si fuera necesario.

Era evidente que habría tomado las medidas necesarias para no dejarnos el menor rastro. Pensamos que ese texto ya era un rastro en sí, hasta que un simple examen más detenido de su letra nos quitó esa idea de la cabeza. La caligrafía, en una persona normal, nos ofrece información interesante, pero aquellas palabras, aquellas letras, aquellos sesgos tan perfectos, llenos de simetría y armonía, eran una representación inapelable de ausencia de emociones, impresas con una belleza impersonal y aséptica. Dibujadas por una persona que sabe a la perfección que la grafología puede ser una pista igual o mejor que una huella dactilar. Si aquel texto fuera el ejercicio de ejemplo de un profesor de caligrafía, sería admirable. Pero era la nota de un asesino, y eso... era aterrador.

Y el texto... No lo conocía. Rot tampoco. No sabíamos si se trataba de algún fragmento escrito por un escritor, o era obra propia del asesino. Nos inclinábamos por esta última idea, pero en vez de sumar esperanza, nos desalentaba. Uno espera que un asesino no sepa expresarse, o si lo supiera, en el texto sabes que encontrarás emociones, rabia, euforia... Algún error, algún tachón, alguna falta de ortografía... Pero aquel texto... Un texto que requiere de cierta creatividad y tiempo, pero que había sido escrito en pocos minutos, con frialdad en su acción, mensaje claro entre líneas...

Nos enfrentábamos a un monstruo, uno de esos que no quieres creer que existen, alguien capaz de tomarse la frialdad necesaria para escribir una dedicatoria a los policías que le persiguen y que tiene a menos de diez metros. Con serenidad, inspiración, disfrute... escribe un texto intrigante y, en cierta medida, burlón. No pude quitarme de la cabeza una frase: <<te permito que sigas junto a mí>> Con eso lo decía todo. Nos decía que conocía nuestra presencia, nuestros caminos, que estábamos cerca, revoloteando a su alrededor... y sonriéndonos, permitía que siguiéramos cerca.

Observé la firma, "el Gorrión Rojo". No sabía a qué se refería o porqué firmaba así, pero me recordó a mi perro Zurro, lo tuve de niña. Era un mestizo de tamaño medio, tipo terrier. Robusto y de patas cortas. Recordé cómo a diario los gorriones venían a casa a media mañana, posándose por el porche y las cercanías. Aquella invasión era algo que Zurro no podía permitir. Debía creer que los pequeños gorriones fueran a atacarnos y él sentía la obligación de defendernos. Por eso, siempre que alguno aparecía por el jardín, en la valla del porche, en alguna mesa o silla, Zurro se lanzaba como un loco a por ellos. Al principio pensé que era una diversión de Zurro, pero con el tiempo descubrí que quién mejor se lo pasaban eran los gorriones. Llegaron a comprender que Zurro jamás les atraparía, con aquellas patas cortas y su robustez, carecía de la agilidad y velocidad necesario para alcanzarles. Por eso, cuando aparecía Zurro corriendo a por ellos, no se alarmaban demasiado. Zurro saltaba a la carrera y sólo cuando estaba a pocos metros, el gorrión que tocara, alzaba ágilmente el vuelo y se posaba en otro lado a pocos metros. Zurro, jadeante e impotente, insistía, nunca se rendía. Iba a por la nueva posición ladrando y, sólo a pocos metros, nunca antes, el gorrión volvía a alejarse un poco. Llegó un momento en que incluso estando Zurro despistado o dormido, los gorriones revoloteaban y se posaban temerariamente cerca, llamaban la atención de Zurro, sabían de su instinto. Y Zurro, sin poder resistirse, saltaba a por ellos para, una vez más, fracasar en su empeño de caza. Al final, puede que aburridos, los gorriones se marchaban a sus árboles y daban por acabado el juego. Zurro jamás se rindió, su instinto era mayor que la evidencia de su fracaso. Siempre lo intentaba, pero Zurro jamás atrapó a ningún gorrión.

Y así me sentía yo. Éramos como Zurro, insistentes, nunca nos rendiríamos, siempre trataríamos de cazar a aquel Gorrión Rojo, incluso teniendo la evidencia de que nuestras patas cortas y falta de agilidad no nos permitiría atraparle. Y ese Gorrión Rojo, si nosotros estábamos despistados, se acercaba, se sentaba en un banco y nos incitaba al juego, sabiendo que, con un simple aleteo, escaparía de nosotros.

Rot debía tener pensamientos similares. Cuando le miré, le sentí oscuro, no sé si la sombra se debía al pesimismo o a una profunda preocupación. Creo que sus conclusiones ante aquella dedicatoria llegaron algo más lejos que las mías, pero no las compartió. Tanto él como yo hicimos una foto al texto, después ordenó a Parker que embolsara el libro y se lo llevara directo a Lucius Sinclair. En un silencio sepulcral, regresamos al interior de la librería para tratar de captar la llegada del asesino en las grabaciones. Pero fue en vano. Una gorra, un rostro esquivo. Un fantasma.

Rot decidió dar el día por terminado. Poco más podíamos hacer, ya era tarde. No tenía ganas de hablar, y yo tampoco.

Rot se despidió tratando de transmitir normalidad, pero no lo consiguió. Sus esfuerzos quedaron eclipsados por su última frase. Tras comentar ciertos aspectos de las pruebas, me clavó la mirada y me dijo:

—Mañana hablaremos con Ribawn —algo que había surgido como una idea, la convirtió en una preocupante necesidad.

Se despejó mi duda. Rot estaba muy preocupado, que sintiera que sólo la persona que cerró el caso de su mujer en contra de sus teorías, indicios e incluso súplicas, que sintiera que esa persona que le había traicionado era la única salida en ese momento, era un claro síntoma de su preocupación. Pero estaba claro, a esas alturas, necesitábamos un perfil psicológico y Ribawn era el mejor. Busqué el lado positivo, pensé que por lo menos Rot se liaría con sus pesquisas y teorías, no pensaría tanto en Livi.

No me entretuve y me fui a casa directamente, quería investigar por mi cuenta. El Gorrión Rojo... hasta eso me dio mala espina. No era tan vanidoso como suele ocurrir con los asesinos. No eligió un halcón, o un águila... se conformaba con ser un simple gorrión. Rot siempre decía que la vanidad es la piedra donde tropiezan los asesinos en serie. Todavía no estaba claro que fuera un asesino en serie, pero lo que sí estaba bastante claro es que no parecía muy vanidoso. Su falta de necesidad de identificarse con un símbolo más... elevado, seguía demostrando, a falta de una palabra más adecuada, humildad.

Al llegar a casa, cogí cualquier cosa de la nevera para cenar y me tiré en el sofá. Quise hacer un resumen mental del día y fue entonces cuando me acordé. En mi cabeza sólo retumbaba la dedicatoria del asesino, ya había colocado sobre mi regazo el portátil dispuesta a rastrear internet cuando me acordé. Me acordé de lo que leía Rot por la mañana. Me acordé de su blog. "Para Livi". Descarté la idea. Me sentía una ladrona. No podía curiosear. No debía. Aquello era algo muy íntimo. No tenía derecho... Pero lo hice. Accedí a su blog y, aunque no tenía mucho escrito, me quedé hasta la madrugada leyéndole. Cada palabra, cada frase, cada dolor, cada tristeza y recuerdo, se mezclaba con teorías, ideas, pruebas e indicios del caso de Livi y menciones veladas a nuestro caso. En un principio, me alarmé que escribiera sobre ambos casos, pero en una segunda lectura no consideré peligrosa la información que revelaba. Era un blog sin seguidores, por lo que conseguí averiguar, no se podía encontrar de cualquier forma, sólo si conocías su existencia. Por otro lado, los detalles no eran claros, sólo quién supiera su historia o conociera nuestro caso sabría de qué estaba hablando.

Era Sam. El Sam que yo conocía, el que era incapaz de olvidar un caso, el que seguía dándole vueltas y que, en cualquier conversación cotidiana o normal, regresaba obsesivo a algún pensamiento recurrente sobre el caso. Esa insistencia, como Zurro, que, incluso descansando, seguía alerta. Esa obsesión profesional que le hacía ser el mejor y que, muy posiblemente, fue uno de los motivos que provocó la crisis matrimonial que tuvieron un año antes de la muerte de Livi. Superaron aquella crisis, pero Sam era Rot y Rot era Sam, y al igual que Zurro no era Zurro sin su obsesiva persecución a los gorriones, Samuel Rot no era Samuel Rot sin su obsesivo instinto detectivesco. Puede que eso fuera lo que admirara de Rot, su incansable y constante búsqueda de la verdad.

El 26 de octubre fue un mal día. Un maldito día.

El 26 de octubre fue un día clave en demasiados sentidos.

Sí, el 26 de octubre, El Gorrión Rojo no mató a nadie. No hubo muerto, ni cuerpo, ni sangre, ni navaja ni jeringuilla... Pero fue el peor de todos los días de esa investigación. Y lo que provocó todo eso fueron las palabras. Las palabras de EL Gorrión Rojo envenenaron a Rot. Las palabras de Rot me envenenaron a mí. Sí, porque por culpa de las dos cartas que leí en su blog, fui incapaz de tomar decisiones que más adelante debí haber tomado. Mis sentimientos hacia Rot salieron a la superficie y, aunque seguí siendo discreta, mis decisiones estaban coaccionadas, condicionadas... Temí hacer daño a Rot, pero me equivoqué, porque la decisión más importante que debía haber tomado no lo hice por culpa de esas palabras, de las suyas. Sí, Samuel Rot no debía haber seguido con el caso. Debí informar al jefe Abrams, pero fui incapaz. De hacerlo, apartar a Sam del caso, habría supuesto perder a un amigo y habría supuesto empujarle más hacia la oscuridad a la que se estaba asomando.

Sí, ese día, el 26 de octubre, no debió existir jamás.

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