Ambrosía ©

Oleh ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... Lebih Banyak

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
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Capítulo 17

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Oleh ValeriaDuval

SOLO UN BACIO
(Sólo un beso)

.

—No hagas eso, Annie —le ordenó Angelo, poniendo una mueca de asco.

Anneliese, quien dos meses atrás había cumplido cinco años, alimentaba de su plato a Borlita, su conejo mascota. Ella mordía un trozo de zanahoria, después convidaba al roedor y luego era nuevamente su turno, hasta terminarla.

—¿Por qué no? —preguntó la aludida, metiéndose a la boca el resto de la zanahoria.

Estaban sentados sobre una manta plástica, a la sombra de un árbol al final del jardín trasero, justo frente a la piscina, que se llenaba cada vez más, con cada noche lluviosa que tenían.

Angelo leía una enciclopedia infantil, sobre animales, y ella jugaba con su animalito, un precioso conejo blanco, de enormes orejas caídas, que su madre le había obsequiado cuatro meses atrás, poco antes de marcharse.

Hanna había dejado un montón de alimento —de envolturas no riesgosas, con aberturas fáciles; comida embolsada, pero nutritiva—, en cajas, en el piso de la cocina —donde sus hijos pudiesen alcanzarla—, y le había dejado una carta a Matteo para que se la entregara a su padre, pero él, aquel día, no había despertado hasta el atardecer, y ya que Matt miró salir a su madre cargando una extraña valija, y que los había besado y abrazado, llorando —y principalmente porque ella había hecho mucho énfasis en las recomendaciones que siempre hacía a Matteo, cuando salía: no salir a la calle, no abrir la puerta a nadie y cuidar muy bien de sus hermanos—, el niño, con algo de miedo, le pidió a su hermano menor que le leyera la carta.

Matteo tenía ocho años —en cinco meses, tendría nueve—, pero no iba aún a la escuela, ni sabía leer. Hanna había intentado enseñarlo —lo intentó luego de darse cuenta de que Angelo, antes de los tres años, ya sabía leer, y ella no tenía la menor idea del cómo él había aprendido. Suponía que lo había hecho con los libros que Raffaele había llevado a casa, en Alemania, poco antes de que Angelo naciera; los había llevado para Matteo. En cada página de esos libros estaba un dibujo, el nombre del objeto en cuestión y un botón que, al presionarlo, leía la palabra. Y Hanna había visto a Angelo, en una ocasión, presionar esos botones y luego buscar las dos primeras letras en otros libros (los libros de Raffaele, que él no tocaba ya, y las revistas de Hanna) y encerrarlas en un círculo. En ese momento, para ser sinceros, a Hanna no le había importado; había creído que era otro extraño juego de él (como esos otros que tenía, destruyendo cosas y volviendo a armarlas). Pero resultó no ser así y, preocupada (de si uno de sus hijos era tonto o el otro muy inteligente), intentó enseñar a Matteo—, pero las letras, para él, no tenían sentido; tampoco lo tenían los números en el control remoto del televisor —él lo utilizaba correctamente por la relación que hacía entre el botón que presionaba y el canal que sintonizaba—.

Un par de meses más tarde, viviendo ya en casa del tío Uriele, Irene, su esposa, se daría cuenta de que Matteo sufría un ligero grado de dislexia —y de que no, no era lento como creía su madre, sino que ella estaba comparándolo con su hermano pequeño, quien tenía una capacidad impresionante—. Pero, en ese momento, él sencillamente no sabía leer y Angelo sí, así que le pidió que le dijera qué decía esa carta y, su hermano menor, con toda la tranquilidad del mundo, le había preguntado, tras leerla: "¿Mamá salió?", y aunque Matt sintió un escalofrío en todo el cuerpo, logró decirle que sí, y entonces Angelo le dijo: "Dice que no va a volver", le entregó la carta y... siguió jugando con Annie.

Al principio Matteo no lo creyó. Angelo tenía que estar mintiendo —aunque él no solía hacerlo—, seguro debía ser una broma —aunque él tampoco hacía bromas—, sino, ¿por qué lo diría tan tranquilo? Pero una parte de él lo creía y sentía tanta desesperanza y tristeza que estuvo a punto de salir corriendo, a buscarla. Quizá, lo único que lo había detenido, era que su madre le había pedido que cuidara de Annie y de Angelo... Un Angelo por el que, en ése momento, sólo sentía cólera: a él no le importara nada. Su madre se había marchado, los había dejado..., su mami no volvería y a él le daba exactamente lo mismo.

Naturalmente, el niño no comprendía —y probablemente jamás lo haría— que había un problema con el desarrollo emocional de su hermano.

Ellos salían poco de casa. Su único entorno era su familia directa: un hermano apegado a la madre, una madre que, desde antes de que él tuviese memoria —cuando sólo era un pequeño bebé..., cuando llegó Annie— había comenzado a deprimirse y a aislarse, a apartarse cada vez más y más de sus hijos, al punto de pasar días sin hablarles —excepto a Matteo, quien era más grande—, y ¿el padre? Era un bulto que bebía y dormía. Pero era un bulto, sin embargo, que siempre estaba ahí, una presencia constante que, cuando abría los ojos, les hablaba con cuidado y cariño. En cambio, Hanna, antes de abandonarlo físicamente, ella ya lo había abandonado de manera emocional, por lo que, para Angelo, daba igual si su madre estaba ahí o no; el afecto él lo obtenía de Annie y ella de él, y también los abrazos, los besos, la comunicación, los secretos compartidos, los sentimientos y temores confesados, y el consuelo; ella cubría su necesidad de sentirse amado y generaba en él la premura de tenerla siempre, a su lado.

Por eso, para Angelo, si su madre se marchaba estaba bien... porque tenía a Annie.

—Porque el conejo tiene bichos —le explicó su hermano.

Annie se puso la zanahoria en la boca, se sentó recta y cogió al conejo en brazos, manteniéndolo quieto mientras le buscaba esos supuestos bichos por el pelaje de su lomito.

Angelo se rió:

—En la panza —le aclaró.

Annie obligó a Borlita a pararse en dos patas y le miró con cuidado la pancita rosada. Escupió la zanahoria y sacudió la cabeza; sus rizos rubios, hasta la cintura, se agitaron, cosquilleando la piel de su espalda, pues ella vestía sólo bragas.

—No es cierto —declaro, aún inspeccionando la panza del conejo.

—Dentro, Annie —aseguró él—. Tiene gusanos dentro y, si te comes su saliva, los vas a tener también tú.

La niña miró a su tiernísima mascota durante un rato, encontrando imposible que un animalito tan lindo estuviese infectado de algo, así que volvió a sacudir su cabeza y...

—No es cierto —concluyó.

Angelo puso los ojos en blanco. La niña se rió y se acercó a él, luego le dio un beso en los labios.

—Ahora también tú tienes bichos —le dijo.

Los ojos grises del niño se abrieron, divertidos. Annie se levantó y echó a correr. Su hermano le dio cinco segundos de ventaja y corrió detrás de ella...

*

—Annie —la llamó su madre—, pasa la aspiradora por la casa, ¿quieres?

—¿Papá vuelve hoy? —supuso la muchacha. Su madre sólo limpiaba la casa cuando su padre estaba ahí, lo mismo que la cena: si no estaba Raffaele, Hanna olvidaba que sus hijos debían alimentarse con algo más que pizza, soda y papas fritas.

Regularmente era Annie quien pedía la comida por teléfono —o, a veces, Angelo estaba de buen humor y cocinaba—, luego, se turnaban para lavar los platos. Aunque casi siempre le tocaba a Annie lavarlos, pues Matt le delegaba, con manipuladores mimos, su trabajo; Matt creía que ella era su esclava personal.

—Sí —acepto la mujer, feliz de tenerlo nuevamente en casa, luego de no verlo durante toda una larga noche—. Y hazlo rápido, para que me ayudes también con la cena.

Annie bufó. No le molestaba ayudar en casa, pero sí que su madre le dejara todo el trabajo y que se quedara con todo el crédito. Además, ella quería quedarse en la sala de estar, atenta a la hora en que su hermano cruzara las puertas. No lo había visto desde la noche anterior, desde que ellos...

Aún no creía lo que había sucedido. Recordar la lengua de Angelo, entre sus labios, le ponía débiles las manos. Lorena los había interrumpido. Angelo la soltó de inmediato y se alejó de ella; intentó disimular, pero Annie lo notó nervioso. Muy nervioso. Sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración, que se agitó considerablemente; en ése instante, Anneliese entendió cuánto miedo tenía él de que los mirasen juntos.

Afortunadamente, Lorena no había visto nada —y de haberlo hecho, con tanto alcohol en su sistema, ni lo recordaría siquiera—; ella, casi sin notarlos, fue directamente a la cama de su novio. Raimondo —aún más ebrio que ella— ni se movió. "Jess está roncando" se justificó la pelirroja y luego cayó inconsciente, junto al muchacho.

Annie se sintió intrigada, pues Jessica no roncaba —abrazaba y babeaba un poco, pero no roncaba—. Quería quedarse con Angelo, sin embargo, la preocupación por su prima en conjunto a la compasión por su hermano —seguramente él tendría un ataque cardiaco si ella se metía en su cama, habiendo más personas en la recámara—, hicieron que se marchara, lamentándose y odiando un poco a su prima hermana.

Se prometió que, la próxima vez que ellos fueran a la choza, y Lorena se encerrara en la habitación con Raimondo, ella abriría la puerta de una patada.

Oh, y Jessica estaba bien, desde luego, Lorena sólo se había inventado una excusa para dormir con su novio. Ella definitivamente iba a abrirle la puerta de una patada, se prometió, y se quedó dormida imaginando la cara que pondrían todos —cuando ella abriera la puerta, de una patada— al encontrarse a Lorena, medio desnuda, en brazos de Raimondo.

A la mañana siguiente, se había despertado luego del medio día, con la cabeza dolorida. Aun así, bajó rápidamente, pues quería encontrarse con su hermano, pero lo único que se encontró fue la noticia de que Raimondo y él se habían marchado muy temprano. Al decir verdad, no se sorprendió, pues su hermano odiaba estar en esa casa —lo que le sorprendía era que Angelo hubiese pasado toda una noche ahí... aunque, ¿realmente era un sorpresa que Angelo se quedara en el mismo sitio que ella?—.

Además... ellos se habían besado. ¿Algún otro motivo para que él huyera con tanta prisa?

Se sentía ansiosa, tensa, nerviosa... Quería verlo y, a la vez, sentía miedo.

Un beso.

Se habían besado.

Angelo la había besado.

... su hermano.

Al recordar la sensación de su lengua, rozando la suya, se estremeció.

—Date prisa, Annie —la despertó Hanna.

—Ya voy —se quejó ella, atándose los cabellos rubios con una liga. ¿No podía dejarla disfrutar un rato del recuerdo?

Sentía punzadas de dolor en la cabeza y mareos repentinos, producto de la resaca. Lamentó cómo nunca que a Raffaele no le gustase la ayuda doméstica —no le inspiraban confianza, decía—. «Paranoico».

—Voy a ducharme —siguió Hanna—. En quince minutos apagas el horno.

Y aunque la rubia puso los ojos en blanco, lo hizo, pero las pechugas de pollo, que su madre horneaba, se habían resecado ya antes de que ella fuera a ducharse y, cuando Annie las apagó, estaban quemadas. Buscó el directorio de los restaurantes de los que solía pedir la cena, ordenó bistecca alla fiorentina para cuatro personas y albóndigas de tofu, para Matteo —quien aún se reponía del festejo de la noche anterior, en su cama—.

Cuando llegó su padre —pasadas las seis de la tarde. La tarde anterior, antes de la fiesta de los mellizos, su hermano gemelo y él habían cogido un vuelo a Roma—, Annie ya tenía todo listo y Hanna había terminado de arreglarse, para la envidia de Annie.

«Yo soy la hija —despotricó la rubia, en su mente—. Yo soy la adolescente. Debería ser yo quien se estuviera arreglando».

—Hola, mi amor —Hanna recibió a su marido en la entrada, con un beso.

... «Y la adolescente parece ella».

—¿Cómo te fue, mi amor? —siguió ella; su acento alemán se hizo notorio.

Raffaele no le respondió —algunas veces él se comportaba seco con ella—, estaba mirando a su hija, serio. Annie se acercó y su padre se inclinó para que lo besara.

—Hola, papi.

—Hola —murmuró él, áspero.

«¿Está enojado?» temió la muchacha.

—¿Tienes hambre, mi amor? —Hanna le acarició el rostro a su marido, para que la mirara solo a ella—. Hay filete. ¿Estás cansado? ¿Tienes calor? ¿Te preparo un trago?

«Si algún día me caso —se prometió Annie, empalagada de sólo mirarla—, no seré como ella». Admiraba el amor que Hanna sentía por su marido, pese a los veinte años de matrimonio que llevaban, pero su dedicación... era excesiva. «Y pensar que, aun así, amándolo como lo hace, lo dejó... Nos dejó».

—No —al fin le respondió él—. Vamos a cenar. ¿Dónde están mis hijos? —obviamente se refería a los varones.

—Matteo está en su habitación.

—¿Y el otro?

—No lo sé —confesó ella.

Anneliese bajó la mirada. Hanna Weiβ no encubría ni una sola vez a sus hijos —al menos, no a Angelo—. Nunca. Jamás, en la vida ella mentía a su marido para salvarlos de algún castigo.

Raffaele apartó a su mujer lo suficiente para mirarla a los ojos.

—¿No sabes dónde está tu hijo, Hanna? —él parecía no tener paciencia aquella noche—. ¿A qué horas salió?

—No salió hoy —siguió ella, con naturalidad—. No regresó de casa de tus padres.

—¿Cómo? ¡¿Qué pasó con él?!

Ahm... —Hanna sacudió la cabeza, confundida—. Debe estar con Raimondo. Dice Annie que se fueron juntos. ¿No, Annie?

La muchacha asintió de prisa, pero su padre ni siquiera la miró.

—Bien, ¿y tú ya lo comprobaste? —siguió él.

—¿El qué?

—¡Si tu hijo está con Raimondo, Hanna! No lo has visto desde ayer, ¡¿cómo es que no le has llamado, siquiera?!

¡¿Q-Quieres que lo llame? —se ofreció la mujer.

—¿Y tú qué crees? —inquirió. Ella no respondió—. ¡Muévete, Hanna, hazlo! ¡Dile que lo quiero aquí en veinte minutos!

—Sí, mi amor —dijo ella, sumisa.

Anneliese bajó la mirada y se escabulló antes de que su padre siguiera con ella. Cuando Raffaele estaba enojado, gritaba a todos por igual. Azotó la puerta de su recámara, sin darse cuenta —ella quería estar ahí cuando Angelo volviera, por eso se había dado prisa a terminar con los quehaceres— y se dejó caer sobre la cama, pero luego sonrió: después de todo, sí iba a poder vestir algo bonito.

*

Sin maquillaje en el rostro, sin peinar sus cabellos, con ojeras bajo los ojos y vistiendo las mismas pijamas de hacían tres días, Hanna Weiβ intentaba limpiar el suelo de la cocina.

Matteo, quien tenía ocho años, se había resfriado —por segunda vez en el año— y, sin poder evitarlo, había vomitado todo el consomé en el suelo.

—Mira, mami —la llamó Annie, mostrándole el dibujo más bonito que había hecho en toda su vida: un hada rosa parada sobre una florecita.

—Sí, Annie —cansada, Hanna no la miró. Estaba ocupada secando las esquinas, donde habían quedado atrapados algunos trozos de patata triturada.

—Es muy bonito, Annie —sentado a su lado (sin muchos deseos de seguir comiendo, luego de que su hermano vomitara a su lado), la halagó Angelo.

La niña sonrió a su hermano, orgullosa y, con mayor entusiasmo, llamó a su madre:

—Mira, mami —insistió, dando un par de brinquitos en su silla, alargando los brazos tanto como podía para que su madre evaluara su precioso dibujo. Tenía brillantina.

—Annie, sí —atajó Hanna, terminando de limpiar.

—Pero, no lo has visto —se quejó la niña, moviendo su dibujo hacia la mujer, tirando, en el acto, su plato con consomé al suelo.

Hanna bufó. Recién terminaba de limpiar vómito y ahora eso.

—Anneliese —le gritó, yendo hacia ella—. ¡Te dije que te comieras eso!

Le arranco la hoja de las manos, cansada, harta, la hizo una bola y la tiró a una esquina. Fue luego por más toallas para secar el consomé, no se dio cuenta del gesto de horror y de profunda tristeza, que puso su hija, al ver su bonito dibujo destruido. Hizo un puchero e intentó limpiarse esa primera lágrima que asomó, para que su mami no se molestase más.

Angelo miró a su hermana en silencio; le cogió una mano por debajo de la mesa y le sonrió un poco, diciéndole «Todo está bien». Él acababa de cumplir cinco años hacían dos meses.

Annie le regresó la sonrisa; se obligó a hacerlo. Angelo le pidió, con la mirada, que saliera de la cocina, dejándola confundida, pues su mami le había puesto otro plato nuevo al frente, y le había dicho:

"Ya come, Anneliese" y ella sólo la llamaba por su nombre completo cuando estaba muy enojada.

Pero lo comprendió al ver a su hermano esperar a que su madre terminara de limpiar perfectamente el piso y, cual gato, de manera cínica y decidida —ni lenta ni rápida—, llevar el plato al borde de la mesa, con el revés de sus dedos y... tirarlo.

Annie se bajó de su silla y salió de la cocina, sintiendo que su corazón palpitaba rápido.

—¡¿Qué... —Hanna gritó—. ¡¿Por qué hiciste eso?!

El niño se encogió de hombros con absoluta indiferencia.

La mujer suspiró, sirvió un nuevo plato y cogió más toallas. Puso el plato frente a su hijo y, cuando ella se inclinó para limpiar de nuevo, él volvió a tirar el plato, ensuciándola de la cintura para abajo.

Hanna saltó hacia atrás, se levantó y se quedó mirándolo con la boca abierta. También él la miraba a ella sin ninguna expresión en el rostro.

A Hanna se le llenaron los ojos de lágrimas.

Ese niño...

La tranquilidad en sus ojos —al hacer ese tipo de cosas— era lo que más la irritaba.

Sin pensarlo, levantó su mano y lo abofeteó con fuerza, volviéndole el rostro a otro lado. ¡Y él tan sólo se quedó ahí!, mirando al piso por un segundo. No lloró —ella no podía recordar la última vez que lo vio llorar—. Ni siquiera se quejó. Él, tan sólo, de manera rápida —cual maldito gato— alargó la mano, cogió el plato que había abandonado Annie y le lanzó el contenido a la cara.

Hanna dio otro gritó por la sorpresa, llevándose las manos al rostro.

Angelo se bajó rápidamente de su silla, recuperó el dibujo hecho una bola y corrió fuera, cogió por la mano a su hermana y siguió corriendo, con ella.

—¡Angelo! —lo reprendió Matteo, mientras sucedía todo lo anterior, y luego tuvo un ataque de tos.

Hanna no se retiró las manos del rostro, tomó asiento y sollozó.

Estaba exhausta. Estaba triste, deprimida, y agotada.

Matt le acarició la cabeza con sus dedos; los bonitos cabellos de su madre, empapados de consomé, le dieron mucha lástima.

Su madre le causaba lástima, aunque él aún no conocía ésa palabra.

—Ve a bañarte, mami —le pidió el niño—. Yo voy a limpiar aquí.

Hanna se secó las lágrimas y le sonrió.

—Qué bueno eres, mi amor —le dijo, acariciándole una mejilla hirviendo. Su fiebre había vuelto—. Vamos a bañarnos los dos juntos, ¿sí?

Matt asintió; tenía la respiración agitada y el rostro enrojecido. Ella intentó cogerlo en brazos.

—Estoy pesado, mami —se negó él, atento, como siempre—. Duerme luego conmigo. Yo voy a limpiar mañana.

Hanna se rió:

—A la mierda. Que así se quede.

Matt también se rió.

Cogidos de la mano, cruzaron por la sala de estar, donde Raffaele dormía.

Un Raffaele, no el de Hanna.

Ése hombre era... un esqueleto que apenas respiraba. Piel pálida —que alguna vez tuvo un envidiable bronceado— recubriendo huesos. Los pómulos se remarcaban.

La barba color chocolate recubría sus mejillas hundidas, y los cabellos crecidos —grasientos— ocultaban sus orejas. Apestaba a sudor, a alcohol, a vómito y orina.

Hanna intentó no verlo mientras cruzaban. Llegaron a la planta alta y buscó con la mirada a esos dos que se escaparon sin comer, pero no los encontró.

Ellos estaban en la habitación del niño; él arreglaba el dibujo de su hermana mientras que ella, con los ojos azules muy abiertos, contemplaba la marca roja en su mejilla.

—¿Te duele? —se preocupó.

—No —mintió él—. Hay que meterlo dentro de un libro y quedará listo —volvió al asunto del dibujo, restándole importancia al golpe y al palpito que sentía, en éste, así como al sabor metálico en su boca.

Annie le quitó el dibujo despacio y lo hizo a un lado —ya no importaba ese dibujo—. Le dio un beso suavísimo en la mejilla, para no lastimarlo, y otro en los labios, luego lo abrazó. Pensó en que su mami sólo golpeaba a Angelo. A veces le gritaba a ella, pero no la golpeaba. A Matteo, por el contrario, ni le gritaba y mucho menos lo golpeaba.

Ella pensó en que iba a decírselo a su papi... Cuando despertara, claro. Tal vez pasarían dos o tres días antes de que coincidieran.

*

Annie bajaba las escaleras cuando escuchó que abrían la puerta principal. Se dio prisa y logró ver cuando su hermano cerraba y se guardaba las llaves en el bolsillo de ese pantalón de mezclilla, desgarrado, que Annie nunca antes le había visto, pero a Raimondo sí. También llevaba una playera de su amigo, negra y con un murciélago de Batman, en un gris muy claro, en el pecho; sonrió, su hermano solía vestir más formal, verlo con un atuendo tan casual, era... extraño.

Agradablemente extraño.

El muchacho desactivaba la alarma cuando su padre salió del salón, frunciendo el ceño y, con la voz dura, le preguntó:

—¿Dónde estabas?

Al voltear sobre su hombro, Angelo se encontró con los ojos azules de su hermana y su desconcierto fue evidente.

—¿Qué? —preguntó a su padre, ido, de repente.

—Que dónde estabas —era extraño que Raffaele hablara de manera tan ruda a Angelo.

Con Matteo eso era frecuente —hasta a Annie había llegado a hablarle así— pero no con Angelo —él jamás daba motivos y, si lo hacía, Raffaele antes escuchaba su explicación y todo terminaba en apenas un sermón—.

—En casa de Raimondo —la expresión serena del muchacho, regresó.

—¿Y cuándo me pediste permiso para ir allá? —Raffaele, en cambio, no se había relajado ni un poco.

—No lo hice. No pensé en eso.

El hombre asintió, apretando los labios.

—Me imagino porqué —se escuchaba insinuante—. Estás castigado. Quince días. De la casa a la escuela y de regreso. ¿Entendiste?

—Sí —habló bajito. No reprochó nada, no intentó discutir.

Annie se dio cuenta de que, aunque se veía tranquilo, realmente no lo estaba.

—¿Sí entendiste? —Raffaele alzó la voz.

—Sí. Entendí —también el muchacho habló más fuerte.

—¿Y está bien? —lo retó.

—Sí.

—¿Sí? Entonces un mes.

Angelo alzó la cabeza, como si fuera a quejarse, pero no lo hizo; al encontrar inconformidad, Raffaele decidió que era suficiente castigo:

—Ve a lavarte las manos —cortó ahí—. Ya vamos a cenar.

Y Angelo se marchó, sin mirar a ningún lado —sin mirarla—. Ella suspiró.

—¿Y tú? —le bufó su padre.

Annie dio un respingo.

—¿Qué estás esperando?

La muchacha sacudió la cabeza y, sin decir una sola palabra, siguió a su hermano. Llegó a tiempo para escuchar a su madre, quien fingía abrir la llave del agua para su hijo, susurrarle, con la voz más áspera ella poseía:

Wo zum Teufel warst du? —Hanna siempre reñía (e insultaba) a sus hijos en alemán—. Dein Vater ist wütend!

Matteo y Angelo la entendían bien; Annie no demasiado, sin embargo, en ese momento, logró comprender la primera frase sin ningún problema: Hanna le preguntaba dónde —diablos— había estado. La segunda frase la descifró gracias a Angelo, quien siempre le respondía en italiano:

—Mi papá no está enojado conmigo —le hizo saber.

Y a punto estaba de explicarlo, al parecer, cuando Raffaele entró a la cocina, pisando los talones de Annie. Madre e hijo guardaron silencio.

—¡Matteo! —gritó Raffaele.

—¡Aquí estoy! —soltó el aludido, desde el jardín trasero, con ese tono rebelde y protestante que no podría dejar ni volviendo a nacer.

Raffaele apretó los labios. Hanna terminó de servir los platos. Annie tomó asiento justo frente a Angelo, en la mesilla redonda. Matteo picó una albóndiga, comprobando de qué estaba hecha.

—Es tofu —le aclaró Anneliese.

—Ah —se limitó él, satisfecho.

—Tú siempre comiendo tan sano, hijo —soltó Raffaele, irónico.

Matteo lo miró. El comentario había sido de lo más extraño, pues a él siempre le había preocupado que su hijo no comiese lo suficiente. Un par de años atrás, aún lo obligaba —con amenazas, o con mimos, o a veces incluso alimentándolo en la boca— a comer carne; decía que él necesitaba las proteínas. En ese momento, tenía que sobornarlo para obtener el mismo resultado.

—Intento comer lo más natural posible —aceptó él, con cinismo, burlando el tiro punzante de su padre.

Raffaele tensó la mandíbula; su hijo era sedicioso, desvergonzado, incauto e irreflexivo.

—Sí —aceptó—. Todo muy natural, como el pastel de marihuana que llevaste anoche a casa de tus abuelos, ¿verdad?

Y ahí estaba. Angelo tenía razón: no estaba enojado con él.

Matteo se rió y se metió un trozo de albóndiga a la boca. Raffaele expulsó el aire por su nariz. Hanna pateó a su primogénito por debajo de la mesa, quien frunció el ceño y miró primero a su madre, con sorpresa y, sin cambiar de expresión, miró después a su padre.

—Ah... ¿No fue broma? —fingió no saber nada.

—No lo sé —siguió su padre—. ¿Tú crees que es una muy buena broma llevar droga a casa de tus abuelos? Sin mencionar el hecho de que tienes diecinueve años y que, tal vez, la mitad de los ahí presentes eran menores de edad.

—No sé de qué me hablas —Matteo se tragó su bocado y sacudió la cabeza.

El hombre sonrió. Fue una sonrisa idéntica a esas que ponía Angelo cuando estaba perdiendo la paciencia. Hanna pateó una vez más a su hijo. Raffaele, con un ademán de su mano derecha, le pidió que dejara de hacerlo.

—A ver —comenzó, serio—. Voy a preguntar una vez más. Sólo una: ¿llevaste o no marihuana a casa de tus abuelos?

Esta vez el muchacho no dijo nada. No sonrió, no se movió. Sus ojos grises —idénticos a los de su madre (más oscuros que los de su hermano menor)—, lo miraron, fijos.

Y ya estaba. Ya tenía él su respuesta.

—Y ustedes —Raffaele siguió con sus otros dos hijos. Annie se acomodó en su silla—, si les hago un antidoping, ¿me va a dar positivo?

La muchacha sacudió su cabeza enérgicamente, intentado verse lo más convincente posible. Angelo arqueó las cejas, tranquilo, y meneó ligeramente la cabeza, como si dijera «Como gustes».

Raffaele le dio un trago a su vaso de agua y, cuando volvió a hablar, se escuchaba más sereno:

—No soy estúpido —dijo—. Ni me asusto por un poco de hierba —recorrió a sus hijos con la mirada y sacudió la cabeza—. Estoy seguro de que más de la mitad de los invitados han probado más que eso, pero no quiero que ustedes lo hagan.

»Por favor, no hagan cosas que puedan tener consecuencias lamentables —les pidió, y todos los presentes comprendieron sus palabras: ¿lamentables? Por supuesto... con él—. Ésta es y será la única charla que tendremos sobre drogas. Espero que no haya una siguiente ocasión, porque entonces no serán palabras. Eso va especialmente para ti, Matteo, ¿lo entiendes?

El muchacho asintió, en silencio. Raffaele golpeó la mesa con la palma de su mano, haciendo saltar a todos y a todo sobre la mesa.

—¡¿Sí comprendes?! —le gritó. Una de las cosas que más fastidiaba a ese hombre era que no le respondieran, inmediatamente, cuando hablaba.

—Sí, sí entiendo —se obligó a decir el muchacho. Esta vez no había ningún deje de mofa en su voz.

Raffaele se levantó y miró con desprecio las albóndigas en el plato de su hijo.

—¿Y tú cuándo vas a dejar de darle esas porquerías? —siguió con su mujer. Le quitó el plato a Matteo y lo intercambió por el suyo. El enorme filete lució de lo más extraño frente al muchacho—. Estás en los putos huesos. Cómete todo —le ordenó, antes de darse media vuelta.

Pero regresó. Antes de salir por la puerta, se giró sobre sus talones, justo a tiempo para ver a Matteo empujar el plato, cual niño enfadado. Raffaele se quedó mirándolo.

—Ya me lo como —se adelantó él, acercándose nuevamente el filete.

—Mañana temprano te vas a casa de tus abuelos, con Ettore —le ordenó—. Van a limpiar el bosque.

Matteo sólo asintió.

—¿Todo?

—El tiradero de la fiesta —lo consoló—. Pero van a atender a los perros toda la semana.

Matteo torció un gesto; odiaba a los perros de su abuelo casi tanto como al mismo viejo. Además, ni perros verdaderos parecían, estaba convencido de que eran una combinación de osos con enormes lobos. Aparte..., le daban miedo; ellos le gruñían —y uno de ellos, el más cabrón, le orinaba los pies siempre que podía—.

—¿Qué esperabas? —Raffaele volvió a exaltarse al percibir el fastidio de su hijo—. ¡Llevaste marihuana a una fiesta con menores de edad, estúpido!

Matteo dejó escapar el aliento y su padre se largó. Hanna suspiró.

—¿En serio llevaste marihuana? —preguntó ella; no parecía alarmada, sólo incrédula.

Annie recordó que ella la fumaba. No la había sorprendido con regularidad haciéndolo —tal vez tres veces, en cinco o seis años—, pero lo había hecho.

—Fue Ettore —dijo él, masticando lentamente el filete. Probablemente no era cierto.

Angelo, sentado junto a Matteo, se rió con suavidad, burlándose del susto que acababa de darle su padre:

—Te ves pálido, hermano. ¿Te sientes bien?

Él sacudió la cabeza:

—Ahora no —le suplicó—; tengo un cadáver en mi boca.

Al sentir el ambiente relajarse, Annie vivió a respirar con tranquilidad. Y sin pensar en lo que hacía, se sacó la sandalia y le dio un toquecito a la pierna de Angelo. No fue una caricia ni una insinuación, sólo lo llamó, sin embargo, quien la miró, fue Matteo:

—Ésa es mi pierna —le hizo saber él (masticando) dándose cuenta de que ella miraba a Angelo.

—Perdón —disimuló Annie—. Me estiraba.

—Tengo mucha de tarea —comentó Angelo, dejando los cubiertos sobre el filete—. Me voy a terminarla.

Hanna asintió. Annie torció un gesto, ¿en serio? ¿Sus padres aun le creían cuando él decía que hacía tareas? Algunos de sus profesores, en el liceo, les habían enviado —por años— un montón de cartas y citatorios, avisando que el muchacho no llevaba tareas y no trabaja en clase. Dejaron de enviarlas cuando Sergio Falcó, el director de la institución, recordó a sus profesores que, el único motivo por el cual Angelo Petrelli estaba ahí —haciéndolos ganar premios, reconocimientos, estatus y donativos— y no estudiando física en la universidad, era porque él quería disfrutar de su etapa en el liceo, como todo adolescente normal, avanzando al mismo ritmo que sus amigos. Y añadió, aunque no había necesidad, que el muchacho —quien en ese momento aún tenía quince años— sabía más de ciencias que algunos de sus profesores.

Sospechaba Annie que Falcó estaba equivocado: Angelo estaba ahí por ella.

—¿Me das un beso? —suplicó Hanna a su hijo, cuando él pasó por su lado.

—No —se negó Angelo, tranquilo, sin detenerse; caminaba a un paso moderado.

Hanna torció un puchero.

—Yo te beso todo lo que quieras, ' —Matteo le pasó un brazo por los hombros y le besó una sien—. ¿Me das cereal?

—Sí. Pero no hay leche de almendras.

—Ya me voy, mami —Anneliese se levantó y besó a su madre—. Buenas noches —le deseó, y corrió antes de que su madre pudiera despedirse.

Quería alcanzar a Angelo, pero no lo logró. Cuando pasaba por la sala de estar, Raffaele la detuvo con un "Chist", y a ella no le quedó más remedio que acercarse cuando él se dio un par de golpecitos en la mejilla, con su índice derecho, pidiéndole un beso. Al parecer él ya se había tranquilizado, pero Annie no tenía tiempo de quedarse y abrazarlo.

—Buenas noches, papi —le dijo, apenas besarlo. Él olía a Light Blue, uno de los muchos perfumes que Hanna elegía para él.

—¿Tienes prisa? —la entretuvo él, cogiéndola por una mano.

—Sí. Quiero hacer pipí —mintió.

Subió las escaleras rápidamente y dobló a su izquierda —al ala donde estaban únicamente las habitaciones de Angelo y de Annie, la entrada a la terraza pequeña, y el cuarto de baño que compartían los dos menores—. Llegó a tiempo para verlo entrar a su recámara.

Hey! —lo llamó.

Y él se detuvo y la miró..., luego se metió y cerró.

La dejó sola. La dejó como si ella fuese un objeto, un fantasma..., una molesta mascota. No se sintió otra cosa, más que ofendida.

—¿Ahora por qué está enojado contigo, el bipolar? —preguntó Matteo, sorprendiendo a Annie.

—Quién sabe —refunfuñó ella.

*

Al día siguiente, cuando se encontraron en la cocina mientras ambos se preparaban para ir al liceo, fue ella quien no lo miró. Incluso pensó en no hablarle más hasta que él lo hiciera primero, ¡y más que eso!: hasta que se disculpara. Y el día martes hizo lo mismo, y el miércoles, y el jueves, y el viernes y, cuando se llegó sábado, cuando ella ya no tenía ninguna esperanza, sucedió: Angelo, finalmente, se dirigió a ella.

Annie se disponía a entrar al cuarto de baño cuando él salía; Angelo llevaba únicamente una toalla blanca atada a la cadera —su piel lucía húmeda y sus cabellos empapados— y se quedó mirándola, sin moverse, impidiéndole el paso. Ella frunció el ceño y él le preguntó:

—¿Tienes pensado salir?

Su familia no estaba: Raffaele había viajado a Roma con su hermano, nuevamente, Matteo tenía una tocada ésa noche, en un bar, y... Hanna sí había dicho a dónde iba, pero Annie no podía recordarlo; se acordaba, sin embargo, que volvería al día siguiente, antes que su marido, por lo que Annie no planeaba dormir tampoco ésa noche ahí. No bajo el mismo techo que Angelo. No a solas con él —no, luego de sus inconstancias y groserías—. Por eso pidió a Jessica que fuera a buscarla: Lorenzo iba a jugar fútbol aquel día —por primera vez, él entraría a un partido de ese deporte que tanto le gustaba y a diario entrenaba—, ellas irían a apoyarlo y, luego, Annie se marcharía a dormir con su prima.

Las chicas estaban por partir; Irene, la madre de Jessica, iría a buscarlas en quince minutos.

Annie se había puesto un vestido blanco que dejaba ver sus piernas delgadas pero torneadas, y sandalias de piso, doradas; se había adornado con joyas de oro y Jessica la había maquillado —ella había usado a su prima como conejillo de indias para practicar el maquillaje de un tutorial japonés, que consistía en mucha máscara para pestañas y mucho delineador, también. Y, a pesar de que Annie sentía las pestañas pesadas, había resultado ser idóneo para ella, pues sus ojos lucían increíblemente enormes, como los de una auténtica muñeca—.

—¿Por qué? —la respuesta de Anneliese fue automática.

Angelo abrió su boca, como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. Annie se sintió frustrada.

—¿Quién quiere saberlo? —siguió, con rudeza—. ¿Mi hermano... o el idiota que sólo me conoce cuando estoy borracha? El que un día me besa y al día siguiente me cierra la puerta en la cara.

Lejos de inmutarse, Angelo sonrió con suavidad, miró a su derecha —en dirección a las habitaciones de ambos—, y dijo:

Jessica —saludó a su prima—. ¿Van a salir?

La rubia sintió que algo helado bajaba hasta sus pies. ¿Jessica la había escuchado? Miró sobre su hombro y la encontró ahí, con dos bolsos en sus manos,expectante, confusa.

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¡Muchísimas gracias por leer!

Un beso.


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