[3.2] Capítulo 3

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HANNA I
(Hanna I)

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Adelina Delbecque bajó las escaleras pensando tanto en el cajón oculto de aquel mueble, como también en que, por primera vez, cerraría la casita de Audrey dejando gente dentro.

No sabía si sentirse bien por ello hasta que recordó que, quien se quedaba, era precisamente la hija de Audrey... la muchacha que, gracias a su crianza, a sus vivencias, había encontrado cartas —en un solo momento— que, por más de veinte años, ella no.

Al llegar a la planta baja, aún en la sala de estar, se encontró Uriele e Irene; ellos no habían reparado en su presencia y pudo verlos en su total ser: a ella contemplando un retrato de su fallecida amiga, una simple foto sobre la chimenea..., y a él viéndola a ella.

Adelina había crecido enamorada de Uriele Petrelli; había sido él su motivación para aprender italiano, cuando Audrey comenzó a dar clases de lengua en el convento, pero nunca se acercó a él. De hecho, había sido Uriele la razón por la que decidió elegir el hábito: sabía que no podría encontrar, nunca, a alguien como él —ése tipo de hombres, increíblemente guapos, educados, ricos, tenían esposas trofeo... princesas igualmente adineradas (como Irene), o bellísimas (como Audrey... como Hanna)... y ella sólo era una rubia bajita, pasada de peso, sin nada qué ofrecer—; con el tiempo aprendió a amar su vida, desde luego, y hasta dejó de suspirar por él, pero nunca de admirarlo en cada oportunidad que tenía —era tan guapo—, y a su esposa también: una mujer bella, esbelta, de ojos miel... Una mujer decente, gran amiga de Audrey y buena esposa también.

... Ciertamente, le había dolido cuando supo, luego de la muerte de Audrey, que las cosas entre Uriele e Irene no estaban bien.

Irene Ahmed la había buscado algunas veces, para charlar; ambas habían perdido a una hermana, pero Irene, además, a su única amiga. Irene le había contado de su segundo embarazo, unos pocos meses luego del accidente de Audrey, y también sobre su divorcio; por ello había sido una total sorpresa que Irene corriera a apoyar a su exmarido cuando éste la llamó para pedirle ayuda con Annie ¿o... tal vez no? Luego de todo, se trataba de la hijita de Audrey. Fuera cual fuese el motivo, ella había acudido al llamado de Uriele... y Adelina pensó en que, Irene tenía por Uriele la misma debilidad que había tenido Audrey por Raffaele... y ellos dos, por Hanna.

—Irene —la voz de Uriele despertó a Adelina.

Y también a la aludida; llevó sus ojos, color miel, del retrato de su amiga a su exesposo, atenta. Uriele la contempló por un momento. Adelina lo analizó a él: Uriele Petrelli era un hombre de cuarenta y siete años, al que la vida había tratado bien: delgado, atlético, imponente con su metro noventa de estatura,

—¿Sí? —lo apremió ella.

—Gracias por venir —le dijo.

Ella se limitó a sacudir la cabeza, como si dijera «No hay nada que agradecer»; él lo entendió y asintió, despacio, aceptando su respuesta, pero volvió a llamarla:

—Irene —susurraba su nombre. Una vez más, la mujer lo miró con atención—. Lo siento —le dijo.

Relamiéndose los labios, ella pareció querer asentir, pero torció una mueca suave y, aunque intentó evitarlo, sus lágrimas le empaparon las mejillas. Uriele se apresuró a ir donde ella y la envolvió con sus brazos; Irene no rechazó su cercanía y, tras apretar contra su cuerpo al otro, él le buscó los labios a ella, con los suyos, y comenzó a llenarla de besos cortos y rápidos, como si le pagara todos esos besos que le debía durante su distancia, y ella los recibió asiéndolo por la nuca con su mano, casi agradecida.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now