[2.3] Capítulo 37

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PROMESSE D'AMORE
(Promesas de amor)

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El cuarto viernes de junio, faltando sólo un mes para terminar su cuarto semestre de Derecho, Anneliese pensó en el trabajo que le costaba permanecer sentada todas esas horas en su butaca, pues los sus pies se hinchaban tanto que, al final, cuando llegaba a casa y se quitaba el calzado, se quedaba marcada la forma del zapato en la piel.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Angelo, inclinado frente al sofá donde Annie estaba sentada, en su recámara. Le daba pequeños y placenteros apretoncitos a sus pies cansados.

«Liberada» pensó ella, moviendo los dedos de un pie.

—Bien. Pero sólo quiero ducharme y dormir —se soltó los cabellos rubios de la tenaza con que los sujetaba y se puso de pie.

—Te ayudo —él se levantó y, por la espalda, le bajó la cremallera del vestido que ella usaba.

—No, no —se negó ella, sacudiendo la cabeza—, yo sola —pensó en que, si la bañaba él, demorarían tres o cuatro veces más de lo que ella tenía planeado.

Él no insistió y ella se metió bajo la ducha templada por no más de cinco minutos —tiempo suficiente para lavarse los cabellos y el cuerpo; realmente quería dormir—, sin embargo, al cerrar el paso del agua, no le sorprendió que él fuese a buscarla, tendiendo para ella su bata de baño, blanca con orejas de conejo, que apenas alcanzaba a envolverle esa —enorme— pancita.

—Gracias —le dijo ella, con recelo, mientras él le acomodaba la bata sobre los hombros, pues no pudo dejar de notar que él se había quitado la ropa y dejado únicamente bóxers.

Al salir del cuarto de baño, se encontró con las cortinas cerradas y su cama lista, con el edredón corrido, descubriendo las sábanas de seda color hueso, esperándola. Terminó de secarse los cabellos con una toalla y pensó en tirarse en la cama con todo y bata, pero Angelo se la quitó, con suavidad, y no la dejó cubrirse con el edredón tampoco.

—Ay —se quejó ella—, quiero dormir.

—Dame sólo un momento —suplicó él, cogiendo una botellita de cristal que guardaba un líquido color ámbar.

—¿Qué es eso? —le preguntó, viéndolo derramar un poco de ese líquido sobre su mano derecha

—Aceite —se limitó él—, cierra los ojos —él tomó asiento a los pies de la muchacha mientras se frotaba el aceite entre las manos.

—¿Me puedo cubrir? —preguntó ella, al comprender sus intenciones de masajear sus pies—. Siento algo de frío.

—Sí —aceptó él, cogiendo el pie izquierdo.

Anneliese se cubrió de la cintura para arriba y cerró sus ojos, pensando en que intentaría dormirse... hasta que sintió uno de los pulgares del muchacho deslizarse con firmeza a lo largo de la planta del pie. Había sido una sensación entre placentera y cosquilleante, que le hizo saber que no podría dormirse con eso... y, cuando él llegó a la parte carnosa bajo los dedos, y a estos, con una mano, mientras que con la otra daba suaves presiones al talón, ella suspiró y pensó en que eso estaba bien, en que el sueño podía esperar un poco más.

Él se quedó en sus pies —intercalando el tiempo que sus manos estaban en cada uno, o masajeándolos a la vez— el tiempo suficiente para dejarla satisfecha, sin llegar a irritar su piel por el roce, y entonces subió a los tobillos, y de ahí a las pantorrillas, recorriéndolas con firmeza hacia arriba y con suavidad hacia abajo.

Llegó a las rodillas y a las coyunturas traseras de éstas, se detuvo para lubricar sus manos con más aceite y acomodarse, arrodillado, entre los muslos de la muchacha, los cuales comenzó a masajear por el interior y por debajo, provocando que ella abriese más piernas y se descubriera la parte superior del cuerpo; continuaba con los ojos cerrados, sintiéndolo... hasta que sus manos llegaron a una parte más íntima de ella. Abrió sus ojos azules justo a tiempo para verlo llevar sus labios al lugar que acariciaba, suavísimo, antes...

Ambrosía ©Where stories live. Discover now