La obra de un artista fugitiv...

By AnnieTokee

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Joshua es señalado por culpa de su origen y vida familiar, mientras Charly se siente asfixiado en la falsa pe... More

Antes de empezar
Primera parte: Comenzó con una cuenta regresiva
Capítulo 1: Aceite de oliva
Capítulo 2: De cinco a diez minutos
Capítulo 3: Arboleda de la soledad
Capítulo 4: Un poco de perfección
Capítulo 5: Obsesión visual
Capítulo 6: Los muñecos de la pizarra
Capítulo 7: El azul es su color favorito
Capítulo 8: Primeras veces
Capítulo 9: De verdad
Capítulo 10: Diferente NO es igual a malo
Capítulo 11: Solo amigos
Capítulo 12: Extranjero inoportuno
Capítulo 13: El momento
Capítulo 14: Vagabundo en la nada
Capítulo 15: Una primera Navidad
Capítulo 16: El poder del amor
Capítulo 17: Hechizado en cuerpo y alma
Capítulo 18: Almas en pena y autopsia alienígena
Capítulo 19: Entre delirios febriles
Capítulo 20: Fugitivo emocional
Capítulo 21: Sorpresas de cumpleaños
Capítulo 22: Los jueces de todos
Capítulo 23: Se supone que es lo justo
Capítulo 24: El primer fugitivo
Capítulo 25: Hasta pronto
Segunda parte: Me volví un forastero
Capítulo 26: No tan mal comienzo
Capítulo 27: Bajo el mismo cielo
Capítulo 28: Un esperado regreso a casa
Capítulo 29: No es igual
Capítulo 30: Nadie sabe despedirse
Capítulo 31: Como punto en la nada
Capítulo 32: Black Sunrise
Capítulo 33: Memorias de papel
Capítulo 35: Dentro de Mordor
Capítulo 36: No somos emos
Capítulo 37: No digas esa palabra
Capítulo 38: El futuro que nos acecha
Capítulo 39: El cambio puede hacernos bien
Capítulo 40: Bueno, pero no perfecto
Última parte: Aún brilla el mismo sol
Todavía no se vayan

Capítulo 34: Por un camino infinito

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By AnnieTokee

—Mich, yo... —Traté de encontrar las palabras adecuadas. Necesitaba explicar lo que había visto, pero no pude.

Edward colocó una mano en mi pecho, pidiéndome que me calmara. Michelle se hallaba confundida; sus ojos negros nos observaban con impresión, pero solo hizo eso por algunos segundos, ya que después se lanzó a correr sin decir nada.

—¡Espera! —vociferé, y me preparé para ir tras ella. No obstante, Edward me tomó por los hombros, impidiendo mis movimientos—. ¡Tenemos que detenerla, no debe decir nada!

Él negó con la cabeza.

—Cálmate, Joshua. —Se movió, de modo que quedó delante de mí, y pasó sus manos a mis hombros—. Ella no tiene por qué decirlo. Lo está asimilando; es la primera vez que nos ve.

Tomé una larga bocanada de aire y desistí de esa idea. Quise mirar al suelo, porque era incómodo tener enfrente a Edward después de lo que había pasado, pero él fue más rápido: movió sus dedos hasta mis mejillas y me dedicó una sonrisa que trató de inspirarme confianza, lo que odié, porque me hizo pensar en otra que me gusta mucho más.

Eran demasiadas cosas las que me estaban sucediendo y mi mente entró en un cortocircuito, convirtiéndome en un ente maleable que se limitaba a dejarse llevar. Y lo sé porque cuando Edward volvió a acercarse para besarme, no puse resistencia ni dije nada. Tras ese beso hubo más y más que yo seguí. Aunque en realidad no recuerdo mucho de cómo me sentía, nada más sé que sucedió.

Que estuviese besándome con tanta confianza significaba una sola cosa: le había dejado a Edward el camino libre para estar conmigo. No lo quería, en verdad no; ese primer beso se lo di porque deseaba volver a sentirme amado. Mi subconsciente me gritaba que me moviese y le dijera algo, porque estaba traicionando la memoria del chico que tanto amo; sin embargo, mi anatomía no me respondía.

—El descanso está por terminar, Josh —informó al mismo tiempo que me acariciaba el rostro—. Te llevo a tu salón.

—Pero...

—Deja de preocuparte, no va a decir nada. —Me dedicó una sonrisa ladina y movió su mano hasta la mía—. Podemos confiar en ella.

Lancé un prolongado suspiro.

Permití que Edward me llevase por buena parte de ese solitario aparcadero, pero cuando llegamos a la zona concurrida lo solté al instante. Al menos esa alerta mía de no dejarme ver continuaba encendida. Anduvimos codo con codo por el patio y los pasillos, mientras él me hablaba de su banda y la música que interpretaban, pero no le presté atención porque había dos voces peleándose en mi cabeza: la que me decía que era un traicionero por aceptar sin querer los sentimientos de Edward y la otra que me exigía despertar del letargo, prestarle atención a mi amigo y buscar a Mich porque necesitábamos dialogar sobre lo que había visto.

Cuando llegamos a la entrada del salón, nos recargamos en el muro. Edward continuaba diciendo cosas de guitarras y grupos de música, y yo solo escuchaba a las voces de mi cabeza peleándose entre sí. La campana sonó, lo que me despertó un poco. Él me deseó suerte en clases tras darme una palmada en la espalda. De ahí se perdió en la multitud que entraba en sus salones y atiborraba los pasillos.

«Joshua, eres un imbécil», me grité en silencio.

Necesitaba ordenar mi mierda si no quería volverme loco.

Salí de clases con la misma sensación de impaciencia y ansiedad. Era asqueroso, porque me daba la impresión de que la cabeza acabaría explotandome. Y, como si no tuviera suficiente, me vi obligado a salir del letargo para evadir a Edward y subir al autobús que me llevaría a la casa de mi padre.

Lo que necesitaba era encerrarme en mi burbuja. Tenía planeado inventarme un malestar y no ir a clases en por lo menos un par de días. Eso me daría tiempo suficiente de pensar en cómo solucionar ese caos.

Salí del inmueble con la cabeza agachada y los libros abrazados a mí. Cada vez que sentía que Edward se encontraba cerca, alzaba los brazos y me cubría con estos. Mis pasos eran veloces, pero torpes, y la paranoia me recorría entero. Llegué a la parada de autobús sintiéndome un anormal; me daba la impresión de que tenía decenas de miradas encima de mí, juzgándome.

Cuando el vehículo arribó, me hice espacio a punta de empujones y fui la primera persona en subir. Le entregué al chofer un billete de no sé cuántos dólares y corrí a ocupar cualquier asiento que hallé vacío. Suspiré de alivio cuando me encontré dentro. Me permití alzar el rostro y pasar una mano por este. Dejé los libros en mi regazo y me enfoqué en la ventana. Di un leve sobresalto cuando vi a Edward paseando por la parada. Era evidente que me estaba buscando.

Tenía miedo de agarrar mi teléfono, encenderlo y encontrar llamadas suyas. Sabía que debía de enfrentarlo y confesarle lo que de verdad sentía, pero no estaba en el momento ideal para poder hablar. Agaché la cabeza, aovillándome. No quería que él me viera, aunque no hubiese sido posible dada la conmoción de afuera.

Sentí cómo alguien ocupó el lugar junto a mí. No quise alzarme para ver de quién se trataba. No obstante, esa persona me sacudió el hombro y dijo:

—Te quiere, no deberías evadirlo.

Pegué un salto y me tuve que forzar a no gritar por el susto. Tenía a Michelle junto a mí y me observaba con reproche. Ella no dijo nada, solo hizo una mueca. Aproveché ese instante de falsa calma para mermar mis emociones.

—¿Podemos no hablar de eso aquí? —farfullé. Procuré no abrir la boca, porque pensaba que así sería más difícil que nos oyeran.

—Relájate, no estamos en tu colegio religioso —mencionó al mismo tiempo que me daba un leve empujón.

Aquel había sido uno de los pocos detalles que les había llegado a compartir de mi vida en Inglaterra.

—Sigue siendo incómodo, Mich —mascullé.

Ella se pellizcó el tabique de la nariz.

—Ya hablé con él y me explicó lo que sucedió. No quise que me llevara porque necesito pensar, pero como te encontré aquí, quiero que me cuentes la versión de tus hechos.

Hice la cabeza hacia atrás y dejé que mi cuerpo se resbalara por el asiento.

—Joshua, te escucho —apremió.

—Son muchas cosas, ¿sabes?

—Entonces ven a mi casa y continúa con la historia que no terminarás en este viaje.

Mich necesitaba que fuese sincero, y yo también tenía la necedad de poder hablar con alguien. Echaba mucho de menos a Ashley, porque ella hubiese estado para oírme, pero no podía llamarle, ya que era probable que se encontrara en aprietos por lo del embarazo.

—Joshua, ¿confías en mí? —Recargó la cabeza en mi hombro.

Tragué saliva. Aquella interrogante me recordó a mi Charly. Dolió, como lo haría una puñalada. Cerré los ojos y lo vi caminando con mi gabardina puesta mientras me decía: «Elijo creer en ti».

—Elijo creer en ti, Mich —pronuncié con dolor, y mis ojos comenzaron a escocer—. Pero para poder contártelo todo, necesito que estemos solos.

—Pasemos a mi casa un rato y luego te llevo a un lugar para que podamos hablar.

La conversación murió en ese momento. Ella cerró los ojos y yo también. No me encontraba en calma, porque todo lo que debía afrontar revoloteaba como molestos mosquitos por mi cabeza; sin embargo, no me aterraba la idea de hablar con Michelle. Me demostró que no me juzgaría por lo que me gusta, así que llegué a la conclusión de que fue sabio elegir confiar en ella.

El viaje solo duró unos minutos. Ambos bajamos del autobús en silencio. Yo iba con las manos dentro de los bolsillos y detrás de ella. Michelle usaba una mochila roja, con numerosos pines de colores con distintas frases. Hasta la fecha, mi amiga aún lleva el cabello rizado y corto, solo que antes lo usaba siempre acomodado con una cinta cuyo color combinaba con la de su vestimenta del día.

Ella llegó a contarme hace poco que en ese entonces tenía cerca de veinte cintas de distintos colores.

La casa de Michelle es por mucho más pequeña que la de mi padre. Era la primera vez que la veía con tanta atención. Posee un gran patio delantero con dos coches en el aparcadero. La fachada sigue siendo grisácea y los barandales de azul claro. Las escaleras de su pórtico rechinan debido a lo viejas que son y su puerta desentona con todo, porque es marrón oscuro.

Un detalle al que le presté atención fue a la bicicleta estacionada junto a un árbol. Ese vehículo abandonado me llevó a casa, a Inglaterra, a los días en los que iba a la escuela por ese medio y Charly iba abrazado a mi cintura, susurrando melodías con su nada armoniosa voz. Eran preciosos recuerdos que se quedarían por la eternidad ahí, en mí mente.

Tuve ganas de llorar, pero me detuve cuando escuché el estridente timbre de la morada de Mich.

—No preguntes —mencionó ella—. Mamá deseaba algo molesto que la hiciera dejar lo que estaba haciendo para abrir, pero no por ser cortés, sino porque quiere dejar de torturarse los oídos.

Abrí la boca. Sentí que necesitaba decir algo, pero no se me ocurrió nada inteligente.

La puerta de la casa se abrió, dejando ver a una mujer con la misma piel oscura de Michelle.

—¿Por qué no me avisaste que traerías a un amigo? —reclamó la madre de Mich.

Hice el atisbo de un saludo. Mi cerebro no se encontraba despierto.

—Él es Joshua, el chico británico del que te conté —me presentó Mich—. Iremos a dar una vuelta. Volveremos en unas horas.

Ella frunció los labios. No estaba muy feliz con la idea.

—Te quiero temprano aquí —ordenó—. Y vayan con cuidado.

Mich hizo una seña triunfal, se retiró la mochila de los hombros y se la pasó a su madre. Ambas me observaron a mí, y supe que esperaban que hiciera lo mismo. Con vergüenza retiré los tirantes y se la entregué a la mujer. Ella no tardó en marcharse y cerrar la puerta tras de sí.

—Mi mamá cree que me haré de un novio británico —susurró ella en mi oído.

Aquel comentario me hizo sonrojar. Mich soltó una risa burlona y bajó a saltos de su pórtico.

—¿Yo te gustaba? —le pregunté al mismo tiempo que andaba por las escaleras. Me paré junto a ella. La bicicleta se encontraba frente a nosotros—. ¿O qué le mencionaste de mí?

—No me gustas, solo me llamas la atención. Y le conté a mamá que a la escuela llegó un guapísimo extranjero, pero que es raro como la mierda. —Encogió los hombros.

—Gracias, supongo. —Mi rostro se abochornó y sacudí la cabeza.

Ella comenzó a caminar en dirección a la calle. No me dijo nada, solo esperaba que la siguiera.

—¿A dónde vamos? —cuestioné sin moverme de mi sitio.

—Al muelle. Es el lugar más privado que conozco. —Giró la cabeza y colocó la palma de su mano cerca de su boca, a manera de megáfono.

La hubiera seguido al instante, a pesar de desconocer la ubicación de dicho lugar, pero la bicicleta me tentaba.

—¿Puedo llevarte en bicicleta? Llegaremos más rápido —inquirí. Caminé hasta el vehículo y puse una mano en el manubrio.

Ella giró sobre sus talones, cruzó los brazos y asintió.

—Te guiaré, entonces. Solo espero que no nos estampemos contra un coche —bromeó.

—Soy un experto en esto —dije mientras trasladaba la bicicleta hacia la acera—. En Inglaterra solía moverme así. Y, si te soy sincero, lo extraño muchísimo.

Durante mi último día en Inglaterra, antes de volver a Connecticut, nada más poseía la avidez de coger la bicicleta, y pedalear y pedalear sin detenerme. Solo ir al frente, por un camino infinito y recto.

Tal vez quería hacerlo como medio de escape de un destino que me haría infeliz.

Una vez en la acera, di un salto para subirme. Mich lo dudó un poco, pero se acomodó detrás de mí, abrazándose a mi espalda y pegando la barbilla en mi hombro. Antes de avanzar, se acercó a mi oído y me susurró las indicaciones de adónde íbamos. Solo debíamos cruzar un par de calles, llegar a la zona comercial y de ahí ir en línea recta.

Tuve algo de miedo de equivocarme, pero mi añoranza por sentirme un poco como antes era superior.

Cuando comencé a pedalear no pude evitar sonreír al percibir el viento fresco golpeándome en el rostro y agitando mis cabellos, que ya estaban un poco largos debido a la falta de una estricta educadora que me obligara a cortármelos como en los viejos tiempos. Sonreí con amargura al recordar a la señorita Paige y me puse a pensar, mientras avanzaba, en lo que estaría haciendo ella ahora. Quizá se encontraría regañando a alumnos que llevaran el pelo largo y los zapatos sucios, y tal vez el cabello le había crecido o había hallado una manera de hacer que su rostro ya no se pareciera al de un gato calvo.

¿Paige tendría a Charles en su memoria? ¿Lo recordaría? ¿Los maestros pensarían en él?

Hubiese continuado con la serie de interrogantes de no ser por un semáforo en alto que me obligó a frenar para no chocar con un vehículo de carga.

—¡Idiota! —exclamó Mich—. ¡Tengo un trauma con esas cosas desde que leí un libro en el que un atleta quedó cojo luego de estrellarse con uno de esos!

No respondí nada, solo aproveché el intervalo en el que estuvimos sin avanzar para sacudir la cabeza. Me concentré en el camino, en el frente, en seguir adelante porque no deseaba causarnos un accidente solo por tener mucha mierda en la cabeza.

El sol brillaba y el cielo estaba despejado, pero también coloreado de morado, naranja y un poco de amarillo. Era el mismo atardecer que Charles y yo solíamos admirar desde la arboleda, cuando nos deteníamos a tontear ahí para pasar juntos el mayor tiempo que se pudiera. Charly era un genio, porque aquello que me había dicho sobre el mismo cielo no era solo una metáfora. Tal cual recordaba el atardecer en Inglaterra, así se encontraba en esa ciudad.

Charles, ¿tú también eras capaz de ver ese cielo?

—Mich, ¿crees en la vida después de la muerte? —solté sin pensarlo. No dejaba de pedalear y mirar al frente, aunque mis ojos comenzaran a llenarse de lágrimas.

—No lo sé, soy pésima con esas mierdas complejas —susurró. Seguía con la barbilla recargada en mi hombro—. Joshua, yo sé que me preguntas esto porque estás triste, pero ¿por qué?

—Por todo —respondí al mismo tiempo que trataba de sonreír.

Pasamos enfrente del bar en el que Edward había hecho su interpretación, también junto a un parque y más restaurantes que estaban por prender sus luces neón. Fuimos dejando esa zona concurrida atrás para llegar a una parte que desconocía, pero que me fascinó. Se trataba de una avenida amplia rodeada de enormes árboles y pastizales. El sol hacía brillar sus copas, y las casas de por ahí lucían como las mansiones victorianas que Charly yo capturamos en esa primera cita.

Mich se encontraba más relajada; creo que incluso cerró los ojos. Yo a esas alturas del viaje lloraba, dejando fluir lo que había quedado de mi dolor. Sin embargo, a pesar de estar sufriendo, no me permitía distraerme. «¡Rápido, rápido!», me repetía a mí mismo con un ímpetu pocas veces visto en mí.

Aquellos árboles se transformaron en un enorme arenal que muy al fondo tenía por encima un color azul más intenso que el del cielo. Se trataba del mar.

—¿No estás cansado? —preguntó Mich.

Creo que ella no hablaba de mi malestar físico, sino que lo decía por la cantidad de lágrimas que derramaba.

—No es nada —respondí sin disimular.

Me encontraba fascinado, era la primera vez que veía el mar de esa forma. Solo debía continuar en línea recta; y eso hice, anduve por ese camino que lucía infinito. El arenal iba volviéndose menos espeso y el agua parecía acercarse a nosotros. También había rocas enormes y algunas aves blancas volaban por encima de nosotros.

Aunque Mich no me dijo nada, supe que habíamos llegado, ya que pronto pude ver aquella construcción de madera que se encontraba sobre el agua. Algunos yates reposaban cerca de ahí, pero no había más personas que nosotros. Me sentí cómodo y fuerte, listo para soltar lo que tanto ardía en mi pecho.

Frené de golpe una vez que la llanta de la bicicleta tocó la arena. Esto espabiló a Mich y casi se cayó. Ella se bajó de la bicicleta, sacudió sus vaqueros a la altura de la cadera y corrió hacia la solitaria construcción. Yo me quedé durante unos segundos contemplando lo que tenía enfrente de mí. El mar y el cielo se volvían uno, y llegué a la conclusión de que el camino infinito no era otro más que el océano.

Corrí con la misma velocidad que Mich y me detuve cuando estuve a punto de caer al agua; unos barandales cercaban toda la construcción. Mi amiga se había sentado en el suelo de madera, metiendo sus piececitos en los agujeros. Hice lo mismo y me acomodé a su lado. Tenía ganas de tirarme al agua; sabía cómo nadar a pesar de nunca haber ido a la playa, pues mamá me había obligado a meterme en unas clases de natación.

—Confiesa —apremió.

Tomé una bocanada de aire y miré el precioso cielo de colores que teníamos encima.

—¡Soy el hijo ilegítimo del director Sawyer! —grité con fuerza. Si iba a hablar, debía admitir todo desde el principio y también aprovechar el valor que aún poseía.

—¡No jodas! ¡Josh, sé serio!

—¡Las brujas de Sawyer son mis medias hermanas! —Volví a lo mismo. No perdí el ímpetu. Al contrario; cuanto más lo hacía, más valor cargaba—. ¡Soy el hijo de la otra!

—¿Lo juras? —Me pegó en la espalda para que me detuviera.

Asentí.

—Él engañó a su esposa en un viaje que hizo a Inglaterra y acabó embarazando a una joven británica —expliqué con más calma, sorprendido por lo fácil que fue sacar esas palabras.

Mich se quedó en silencio un rato. Después se levantó del suelo, pisó uno de los barandales de madera e inclinó su cuerpo hacia enfrente.

—¡Uno de mis mejores amigos es hermano de Las brujas de Sawyer! —Ella me imitaba y no pude evitar sonreír—. ¡Juro que, si está jugando conmigo, lo tiro al agua!

Reprimí una carcajada. Me levanté y me coloqué en su misma posición.

—¡Me expulsaron de una escuela religiosa por besar a un chico! —Fue más difícil expresarlo, no por vergonzoso, sino porque mencionaba a Charly en una situación hilarante. ¿Acaso se prohibió hablar así de alguien que ya no está? ¿Era una ofensa a su memoria? La verdad es que sigo sin saberlo—. ¡Mi padre teme que sea maricón y me trajo acá para olvidarlo!

—¡El director Sawyer es un idiota!

—¡Lo es! —No estaba en posición de negar lo que era verdad. En ese momento se dio por la necesidad de ser honestos—. ¡No funcionó su plan! ¡Me siguen gustando los hombres!

Imaginé que decirlo con tanta apertura intimidaría a Mich, pero sucedió lo contrario.

—¡Y yo creo que me gusta todo lo que se mueva! —vociferó—. ¡Me encantaba Susana!

Ambos nos observamos con complicidad. Tuve deseos de darme de topes al haber creído que ella me juzgaría por ser como soy.

—¡El chico que amo ya no está! —grité tan fuerte que incluso me lastimé la garganta. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas y les permití salir de nuevo—. ¡Es una mierda extrañar tanto a alguien! ¡Desearía haberle dicho más veces que lo amo!

—Josh... —Mich se encontraba anonadada. Se alejó un paso y noté su mirada confusa—. ¿Qué sucedió?

Le permití a mi cuerpo reposar por completo en el barandal. Me tallé los ojos para limpiarme las lágrimas y carraspeé.

—Se llamaba Charles. Murió hace poco más de un par de meses. —No pude gritarlo; me dolía tanto como el primer día. Ya era mucho con que hubiese sido capaz de pronunciar esas palabras juntas.

Sin decir nada más, Mich se abalanzó contra mí para abrazarme. Yo le permití a mis piernas flaquear; me puse de rodillas y comencé a llorar sin control alguno. Supe que ella estaba haciendo lo mismo porque sentí sus lágrimas calientes en mi hombro. Me acariciaba el cabello y susurraba cosas que no entendí, pero seguro eran palabras de aliento.

—Lo quiero de regreso —dije una vez logré volver a articular frases.

—Lo sé, Josh, lo sé.

—Y sobre Edward...

—Deja eso —ordenó, y no me soltó—. No hagas cosas que no quieres hacer. Solo eso.

Cerré los ojos, permitiéndome descansar en ella. No mentiré y diré que me sentía bien al estar así, de hecho, fue horrible, porque sollocé en su hombro como aquel día que me enteré de la partida de Charles; no obstante, sucedió algo importante esa vez: Michelle Williams, desde ese momento, y hasta hoy en día, tiene el peldaño de mi mejor amiga y confidente por excelencia.

¡Hola, conspiranoicos! Espero les haya gustado el capítulo, y no lo hayan sentido tan largo. 

¿Pasará algo con Edward?

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