62.- El reino en las sombras

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Qué frustración sentía en su interior

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Qué frustración sentía en su interior. Algo tan intenso que hasta podía confundirse con odio, y que tal vez lo era. Esa frustración lo tensaba, y a pesar de las miles de cosas que quería gritar, se forzaba a sí mismo a callar pues temía su estallido. Ya bastante había arruinado las cosas al dejarse llevar por sus impulsos oscuros, no podía darse el lujo de caer en la barbarie otra vez.

Ya no era ese que se dejaba dominar por el miedo. Ese príncipe maldito murió cuando aceptó su vampirismo. Ya no era el que se dejó llevar por la ira y acabó levantando murallas alrededor de Theodoria, matando a cientos de personas y nobles, enemistándose con Berbard y ganándose eternos enemigos. Tampoco era el soberbio y sanguinario que se creyó eterno, seguro de su superioridad y capaz de cualquier cosa. A todas esas versiones de sí mismo las dejó atrás cuando entendió que su verdadera grandeza llegaría al aprender a dominarse de todos los instintos salvajes que aparecieron con su naturaleza. De un vampiro se esperaba que sea despiadado, cruel, impredecible. Eso eran todos, y él no iba a ser uno más.

Él se hartó de ser lo que su padre quiso. Y no se refería al hombre que lo crio, sino al vampiro que lo transformó. Mstislav lo moldó a su sombra, a su imagen e ideales. Hizo de él lo que siempre deseó, y ni siquiera lo dejó ser un rey en todo el sentido de la palabra. Su marioneta, su fachada, nada más. Eso fue, y se cansó de serlo.

Por eso Ethelbried dejó atrás su nombre y tomó otro similar, algo que le daba un nuevo significado a la nueva vida que escogió. Una vida lejos de la dominación del vínculo de sangre con su padre y las sombras. Después de siglos de ser un rey esclavo, de una existencia bajo la dominación de otro más poderoso, Ethel probó la libertad. La hizo suya, vivió su independencia con alegría. Fue feliz de, al fin después de más de mil años de vida, poder controlar su existencia y todo lo que pasaba alrededor.

No hay marcha atrás cuando sabes lo que es la libertad. Primero, de humano, fue esclavo de su deber con la patria que lo vio nacer. Luego, siervo del vampiro original más poderoso de todos. Pero eso pasó, y nada logró someterlo. Todo lo hizo él. Armó su reino vampírico en las sombras, dominando los estratos de poder, extendiendo su influencia por todo el continente. Así se sintió cómodo, así pensó que sería su vida. Un nuevo él, uno que era dueño de sus actos, de su vida.

¿Cómo sentirse después de saber que estuvo viviendo en un espejismo? Se creyó el cuento del rey de los vampiros, se creyó que podía ser libre para escoger. Nunca fue así, porque un día se dio cuenta que tal vez cada paso de su existencia, incluso el hecho de haber llegado a la posición en la que estuvo, pudo ser planeada. Que el espíritu lo quiso así. Lo colocó en el lugar y el momento preciso para ser el danae de su escogida, lo obligó a perder el control de sí mismo. Él, que se había acostumbrado a la soledad y desterrado todo sentimentalismo, de pronto se descubrió anhelando a una bruja tanto como se amaba a sí mismo. Nunca la necesidad de cuidar y atesorar a alguien fue tan grande como cuando la conoció.

Él mismo se encargó de arruinar eso cuando cedió a ese otro vínculo. Uno más antiguo, uno que estaba impreso en su sangre, en su alma oscura y en cada aspecto de su naturaleza. El vínculo de las sombras, esa magia oscura que le permitía existir y a la que solo le quedaba someterse. Se odiaba no solo por haber dañado a Aurea, sino por haber perdido el control de su vida. Fue ingenuo, ¿cómo pudo pensar que podría escapar del poder de la Nigromante? No pudo darles la espalda a las sombras, ni siquiera con la influencia del Dán.

Memorias de Xanardul: Las escogidas [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora