8: El lado gris

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Se miró fijamente en el espejo. Miró sus ojeras, que a pesar del maquillaje se veían claramente. Estaba hecha un desastre. Llevaba el pelo recogido en un moño desordenado, e iba vestida toda de negro. A ella no le gustaba vestir así, el negro era un color demasiado oscuro y triste para ella, pero es que la ocasión lo pedía.

Había pasado una semana desde lo ocurrido. No le gustaba llamarlo por su nombre, aún sabiendo que era lo que debía hacer. Tampoco quería decirlo en voz alta, le daba miedo.

Eloy apareció por la puerta y le dijo que tenían que salir ya. Llevaba un traje negro bastante simple, estaba muy guapo.

Después de dar una última mirada a su habitación, Inna salió al pasillo. Fue a la puerta principal con velocidad, pasando por delante de la habitación de Jane. Su puerta estaba cerrada, llevaba sin abrirse desde la semana anterior. No quiso ni pensar en ella, porque sabía que si lo hacía volvería a llorar.

En el coche de camino al cementerio pensó brevemente en ella y en el discurso que le iba a dedicar. Le costó mucho hacerlo, pero con la ayuda de Eloy —el cual no se había despegado ni de ella ni de Sarah— quedó más o menos decente.

Agarró la mano de su amiga con cuidado, como si fuera a romperse. Y juntas salieron del coche y se dirigieron a la tumba, donde se encontraba el cura José Cristo esperándolas. Volkov y Leónidas también asistieron al funeral, algo que sorprendió a Inna, pues nunca conocieron a Jane. Se lo agradeció con la mirada.

A los pocos segundos de llegar ellas, un coche negro aparcó cerca, y de él bajó el Superintendente. Llevaba una camisa negra, a juego con sus pantalones. A pesar de que el sol ya se estaba yendo, llevaba sus típicas gafas de sol. Saludó a la doctora con un silencioso movimiento de cabeza.

—Esta Santa Misa la celebramos por el alma de la difunta Jane Simone Johnson, a quien, de todo corazón, expreso mi compasión humana y cristiana, como también a todos los miembros de su familia.—dijo José Cristo.

Inna ni siquiera creía en Dios, y tampoco sabía si Jane lo hizo alguna vez. Pero de alguna forma sentía que eso era lo que debían hacer. Aunque igual eso era lo que Sarah quería, la pobre había estado toda la semana organizando el funeral y buscando colores para pintar el salón. Cualquier cosa era útil para distraerla.

—Ante la muerte humana, la propia y la de nuestros seres queridos, cada uno de nosotros se queda con el corazón conmovido, la mente obnubilada y la mirada triste—decía el cura mientras miraba el cielo—, Dios tiene derecho de llamar a sí de este mundo, a la mansión eterna, a quién desee, cuando quiera, y del lugar y de la forma que Él quiera...

Inna desconectó. No veía importante escuchar ese discurso reciclado, la verdad. Observó las flores que había en la tumba, el epitafio, sus zapatos, las familias que visitaban a sus difuntos. Nada le tranquilizaba, los recuerdos de aquella noche se reproducían una y otra vez en su cabeza.

La mano de Leónidas rozaba la suya, casi sin quererlo. Ella la tomó en un intento de conseguir fuerzas. El rubio apretó su mano con fuerza, y así se quedaron hasta que le tocó hablar.

—Bueno—murmuró ella mientras abría el papel con dificultad. Sus manos temblaban—, Me ha costado mucho escribir esto, aquí no pone ni la mitad de todo lo que me gustaría decir pero...

Carraspeó al sentir todas las miradas sobre ella.

—Fui la última en unirme al grupo, cuando llegué al apartamento las demás ya llevaban un mes o así allí, y eso me daba miedo porque... no sé, quería caeros bien y hacerme vuestra amiga—Sintió como si Jane estuviera en frente suya, escuchándola—, Cuando llegué la mesa estaba llena de comida, recuerdo que tú dijiste "hay que celebrar que estás aquí" cuando te pregunté si todo eso era para mí. Siempre buscabas la mínima oportunidad para hacer una fiesta—Sonrió levemente—, Nos volvías locas, sobre todo a Sarah, que era siempre la que tenía que limpiar.

Opia (Jack Conway) ✔Where stories live. Discover now