EXTRA 1/2.

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EXTRA: Bebé revuelto.

Los berridos de la criatura retumbaban por toda la casa. Su intensidad era tal que, en el caso de haber edificado sobre un antiguo cementerio, los muertos habrían elevado una queja contundente al respecto.

Me tapé la cabeza con la almohada, apretando con una fuerza descomunal, sin saber del todo si mi intención principal era ahogar el sonido o asfixiarme y terminar cuanto antes. Estaba agotada a un nivel que jamás habría creído posible.

Me había pasado los meses anteriores reunido información acerca del parto, la maternidad, el propio embarazado y la cría de humanos en miniatura, pero en aquellos momentos.... Mi cabeza apenas funcionaba de forma correcta, ¡pensaba como una persona con un coeficiente vulgar!

Sabía que, en parte se debía a la escasez ridícula de sueño y a las hormonas que mi cuerpo secretaba sin la más mínima consideración.

Todo era una mezcla explosiva que me estaba acercando a mi límite físico y mental.

Aparté la almohada de mi cara y emití un prolongado suspiro, agotado y rendido antes de asomarme de nuevo a la cuna donde el bebé gritaba desesperada, con la piel enrojecida por el esfuerzo del llanto y sus diminutas extremidades sacudiéndose con una indignación que no comprendía.

—Cielo... —mi voz me salió pastosa y lo sostuve entre mis brazos. Mis movimientos seguían siendo algo torpes, un hecho que me sacaba de mis casillas. Había sido excepcional en cada ámbito de mi vida y ahora era una madre primeriza pésima—. ¿Qué te ocurre?

Hablar con ella no sirvió de nada. Abrió su boca sin dientes y gritó con más fuerza.

Me mordí los labios desesperada y elevé el cuerpecito para olisquear su trasero. No parecía tener ningún problema en ese ámbito.

¿Quizás hambre?

Tenía las tetas como dos piedras, pero, mi queridísima niña, solía hacerme de rogar antes de ponerse a succionar como una buena cría de mamífero. Me subí la camiseta del pijama y aparté la tela con cuidado de no rozarme el pezón para no ver las estrellas. Coloqué al bebé y ante mi asombro y alivio, comenzó a mamar.

Las lágrimas afloraron en mis ojos sin una razón coherente y esta vez fue mi turno de ponerme a llorar silenciosamente.

Mis padres no estaban en casa, mi hermano estaba demasiado ocupado en el cuidado de su propio churumbel. Claudia desde que la niña había nacido pasaba la mayor parte de las noches en casa de una amiga para huir de forma poco sutil de los berridos.

Y yo estaba sola, ahí, llorando en la cama, con una diminuta boca enganchada y tirando de mi pezón con desesperación para nutrirse, demasiado rendida como para organizar mis ideas.

Me costó hacerme a la idea.

Me costó mucho más que otra cosa.

Pero ahí estaba mi hija, mi diminuto bebé, resultado de un coito un poco decepcionante con un guaperas rubio que se había sacado el doctorado en física cuántica antes de los veintiuno. Estaba claro que no entraba en los planes de ninguno de los dos, y él ni siquiera había aparecido por allí.

Había vuelto a Suiza hace dos semanas a ultimar unos supuestos asuntos.

Llevaba la paternidad a su manera y tampoco podía reprocharle demasiado, por muchas ganas que tuviera de abrirle el cráneo con mis propias manos por no ayudarme, seguir adelante con el embarazo había sido mi decisión.

Me posicioné en la mítica frase del personaje de Friends, Rachel: no útero, no opinión.

Simplemente me habría brotado un repentino instinto maternal y un potente afecto por un montón de células que se había implantado en mi endometrio y allí estaba el resultado.

¡Maldito Karma! [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora