Capítulo 16

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El hombre del correo caminó hacia la puerta de su próxima entrega con una caja pequeña en sus manos. Con el timbre avisó su presencia, al instante, dentro de la casa escuchó unos gritos eufóricos como los que daría un niño que espera la llegada de un juguete, pero estos, en particular, no tenían la voz de un niño.

—¡Llegó, llegó! Hace tiempo no tengo la dicha recibir un paquete —gritó el sujeto, saltando por la casa—. El correo ya llegó... Anunciando su canción...

La idea de recibir paquetes, en su memoria, estaba ligada a maravillosos recuerdos familiares, desde la infancia, hasta a pocas semanas de que el Coronavirus empezara a viajar por el mundo. Por esa razón, se sintió realmente emocionado. Tan alegre se vió, que el trabajador del correo rió escondido por el tapabocas y pudo sentir su alegría. Tenía frente a él, no un niño sino un hombre joven, pálido, de cabello castaño que, con el reflejo del sol, daba destellos cobrizos, un hombre joven que sonreía como un niño. Reconoció que la cajita era de un simple teléfono celular, pero le pareció que significaba más que eso.

—Mil gracias. Tenga un bonito día —deseó el sujeto.

—Igualmente.

Entró a la casa, cerró la puerta y caminó a la cocina, para buscar alguna herramienta que le permitiera destapar su nuevo teléfono; no era amante de la tecnología, pero ya era momento de reiniciar su vida, volver a establecer contactos y fortalecer lazos de amistad. Aunque ahora sobre un nuevo principio:

°Ser feliz, antes de hacer feliz a los demás.

Ese era el perfecto equilibrio de la vida, incluso era uno de los dos principios que sustentaba la ley de Dios que su abuela le recalcó en la sagrada biblia, junto a sus consejos previos a su muerte: "ama tu prójimo como te amas a ti mismo" citó, "sin amor propio sano, no hay valor en hacer algo por los demás. Te sentirás frustrado todo el tiempo y tu vida será como tratar de atrapar el viento".

El teléfono era rojo; combinaba con su auto, concordó. Lo encendió y aceptó la restauración de datos almacenados en su cuenta. Mientras tanto, después de darle un vistazo al reloj, supo que ya casi era hora de alimentar a su mascota. Abrió el refrigerador y lo único que tenía almacenado era dos docenas de su cerveza favorita, mantequilla, y un litro de leche deslactosada, ya era momento de salir a comprar víveres. En la puerta de este estaba un biberón pequeño que le obsequió el veterinario, lo agarró, también la mantequilla y la leche. Agarró un huevo de una canastita, sobre el mesón de la cocina, abrió un pequeño orificio y coló la yema, sacando la clara en un plato hondo; agregó una taza de leche en una olla, sacó la yema del huevo y la agregó, batiendo bien; entonces los puso a hervir, con una cucharadita de mantequilla.

La madre de la gatita negra, lamentablemente murió tras dos semanas del parto. Quiso comprarle una fórmula de leche especial para gatitos, pero no consiguió, pues algunos productos, que no hacían parte de la canasta familiar, escaseaban por prioridades de transporte. Tuvo que recurrir a algo casero que le funcionó hace algunos años, esperaba siguiera funcionando.

—Negrita, es hora de comer.

Sacó la gatita de su camita, que mantenía caliente con una botella plástica llena de agua caliente envuelta en una toalla. Y la puso sobre la pesa digital que mantenía en el mesón, era cuadrada, de cristal y portátil.

—Dos cincuenta gramos —anotó en la libreta que mantenía a mano como control de la gatita. Y revisó una tabla que el veterinario le había dado para que se guiara al momento de alimentar la criaturita—, tres semanas... Sí estás ganando peso, vamos a subir un poco más.

La leche empezó a hervir, puso la gatita nuevamente en su camita y siguió concentrado en el proceso. Agregó un pequeña cantidad de miel de abejas, revolvió, sirvió un poco más de la cantidad sugerida en la tabla, tapó el biberón y dejó enfriar. Minutos más tarde alimentaba a la gatita mientras la tenía de panzita sobre la palma de su mano. Mentalmente suplicaba que esa pequeña sobreviera, ya se estaba acostumbrando a su compañía.

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora