Prefacio

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Guayaquil, Octubre 10 de 2020.

En esa mañana, aquel sospechoso sujeto cruzó una de las entradas del cementerio patrimonial. Una pañoleta gris le cubría por completo la cabeza, un sombrero artesanal, tejido, le libraba del sol, un tapabocas le ocultaba el rostro, y la ropa holgada la figura. Su caminar era lento, pero su corazón tenía prisa, sus ojos eran los más atentos. Escaneaba cada lugar en busca de la letra B, esa era la primera señal de la lápida que buscaba. Un trabajador del lugar apareció como fantasma, de la nada y le ofreció ayuda.

—Acabo de llegar a la ciudad buscando a mi padre, no lo conocí, falleció hace algunos años —explicó mostrando una notita arrugada.

Lamentablemente era el primer día de trabajo del hombre y con dificultad podía explicar dónde estaba parado. Pero, casi adivinando, se esforzó por dar algunas indicaciones. Analizando con recelo al sujeto cuando se alejó a paso lento. El sujeto, era capaz de sentir su mirada y con facilidad podía adivinar si expresión, ya era costumbre esa clase de comportamiento de las personas hacia él, pero nada le importaba.

Una hora después, el corazón desbocado le confirmó que había dado con el lugar indicado. Estaba frente a frente con la tumba del señor Santinno. Nadie estaba observando, absolutamente nadie imaginaba que estaba allí, no había quien sospechara de su identidad, nada podía salir mal, no tenía algo por perder. Ya viajar desde su país hasta la famosa ciudad portuaria de Ecuador le había resultado una odisea, ahora su plan se hacía realidad y, aunque su cordura no regresaría, se formó en su rostro una gran sonrisa de satisfacción que el tapabocas negro no dejaba ver.

—Usted me hace llorar, jamás entendí por qué...

Lo cierto es que sus ojos se habían empapado de lágrimas en algún momento. Así ocurría cada vez que escuchaba hablar de la vida del señor Santinno o cuando veía una fotógrafa de él. Era inexplicable porque nunca lo había conocido en vida, tampoco tenían relación alguna, más que el mismo segundo apellido.

—¡Cierto! Usted no puede oírme, pero ya me acostumbré a hablarle a todo y nada —rió como si de un buen chiste se tratara.

Recordó algo y de prisa se quitó el morral de la espalda. Lo abrió, se quitó el tapabocas, lo guardo; al tiempo buscó en el interior y obtuvo unas flores, un ramillete, amarillas, con raíces.

—Pensé en traer azules, mi color favorito, creí que el de ella también —alistó las flores peinandolas para que se vieran bonitas— Pero no se calcular cuál porcentaje de sus palabras fueron mentiras... De todas formas, el amarillo trae más vivesa a un lugar tan muerto como este.

Abrió mucho los ojos y con rapidez se tapó los labios en un gesto de vergüenza.

—Perdón, no quería ofenderlo, tampoco a sus colegas muertos —escucharse hablar le causó risa—. ¡Cierto, cierto! Los muertos no tienen sentimientos, los sentimientos mueren con el cerebro y el corazón. ¿Cómo se me olvida esto?

En silencio, mordiendo levemente la lengua con los labios, se concentró en acomodar las flores en la lapida y amarrar una tarjeta, previamente marcada, al tallo de las flores.

—Mañana es su aniversario, asumo que ella estará aquí —supervisó la calidad de su trabajo con orgullo—. Perdóneme por utilizarlo señor Santinno con doble N, pero ella también me utilizó a mí...

El sospechoso sujeto de pañoleta gris que le cubría por completo la cabeza, sombrero artesanal tejido, tapabocas negro y ropa holgada, se retiró lentamente, chasqueando los dedos y silbando con alegría.

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora