Capítulo 11

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Por primera vez, en mucho tiempo, el jóven misterioso extranjero se hizo una selfie. Se paró frente a la vaya publicitaria que decía: 'Zoo el Pantanal', acomodó una gorra deportiva, sobre su acostumbrada pañoleta, buscó que en el encuadre quedara bien el fondo deseado y capturó la imagen. Sonrió al revisar la fotografía en su camara deportiva, le gustó, recordó viejos tiempos, esos domingos de zoológico en Cali. Visitaba el zoológico de su ciudad con frecuencia, compraba membresías, invitaba a sus amigos y, en las tiendas de regalo, les compraba cualquier cosa que quisieran como recuerdo del día. Esa costumbre le hacía bien a él y a los animales, pues ellos dependían del dinero de las visitas, él se sentía muy feliz de ayudar y disfrutaba de pasar un día entero entre animales salvajes. Pero esto no ocurriría más, al menos no las visitas, pues podía seguir ayudando, incluso en época de aislamiento social pagó una membresía sabiendo que quizás nunca no volvería al zoológico.

Tras guardar la cámara en un canguro, amarrado a la cintura, siguió su camino, con su paso lento pero decidido. Al llegar a la taquilla, sacó puros billetes de un dólar, con esos compró un entrada. Se retiró de la taquilla y, a solo tres pasos, se regresó.

—Dos entradas, por favor.

Recibió las dos boletas, las miró, mientras se retiraba, y se regresó.

—¿Puede venderme tres entradas, por favor?

Con seis entradas en la mano, decidió que era más práctico contar todos los billetes de dólar que tenía, y procedió a hacerlo, uno a uno.

—Ciento veintiún dólares, cuántas entradas me alcanza con eso? —preguntó en taquilla mostrando el montón de billetes algo arrugados.

Así, terminó con un total de veintiséis boletos en la mano, de los cuáles no usó ninguno. Simplemente se sintió un poco fatigado como para realizar el recorrido, aunque al salir de casa había pensado que sería un gran día para hacerlo, pues había despertado sintiéndose lleno de ánimo. Tuvo que tomar un taxi, y de regreso no se sintió mal por no haber podido entrar, más bien, estaba lleno de satisfacción, por haber contribuido un poco al cuidado de los animales. Habían muchas cosas que quería hacer por ellos, francamente sentía más simpatía por los animales que por los seres humanos, había sido herido infinidad de veces por los que más quería, que era un milagro que aún tuviera esperanza. Aunque esta vez, trasladando su vida a Ecuador, haría las cosas un poco distintas, la primera: viviría la vida a su manera, ya no iba dar importancia a qué esperaban los demás de él.

—Lo haré diferente —susurró mirando el camino por la ventana.

Si era por amor, haría lo que él reconocía como actos de amor en un mundo donde ese sentimiento estaba confundido y distorsionado. Esperaba no confundirse entre historias de fantasía y su propio corazón traicionero. Quería hacer lo correcto y obtener lo que siempre había querido, una sola persona para seguir conocer toda la vida. Pero tenía un buen trecho que recorrer para probar su definición sobre el amor, el amor verdadero.

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora