Capítulo 18

33 5 4
                                    

¡Qué sospechoso! Le pareció ver a un sujeto, paseando un lindo gatito negro con collar, en el andén, frente a su casa. La mujer de larga cabellera negra, sostenía una taza de té, de esos buenos para adelgazar.

—Dulce. Ya estás paranoica.

—No pues. Ven a mirar, es bastante raro.

—Dejame termino de redactar esto y me levanto a perder el tiempo. —Se burló con sarcasmo.— Llama a la policía mejor, y quítate de allí.

Pero, aunque dulce consideraba que que el sujeto era extraño, no creía necesario llamar a la policía.

—Eso es lo malo de que todo el mundo tenga que usar mascarilla, ahora menos se sabe quién es el bueno y quién es el malo. Puede ser un vecino conocido y así no lo distingo —comentó dulce.

—Pues si, debe ser un vecino; de otra manera no estaría en la urbanización —acordó con calma la menor—. A menos que sea un terrorista con un gato bomba que al explotar extenderá sin límites un químico que matará o dejará estéril a cualquiera que lo inhale. ¿Qué loco le pone correa a un gato?

—Deja de ser tan fastidiosa, que esto es serio.

Y con esa exigencia, dulce empezó a echar cantaleta más larga que. El bombardeo de información fatalista de los medios de comunicación la tenía bastante alterada e irritable. Entonces su hermana mayor dejó su trabajo, apartó la laptop, se levantó de la silla y caminó hacia la puerta dispuesta a salir.

—No vas a salir.

—Dulce, cógela suave.

Sin impedimento salió, pero el hombre no estaba, lo vió caminar con el gato hacía el parque, como si nada. De seguro era paranoia de su hermana. La pandemia había dejado esas escuelas bien resaltadas. Giró para volver a entrar a casa, pero su mirada, nunca curiosa, se vio atraída por el caninar del sujeto. Lastima su visión tenía una falla, por lo que tuvo que acercarse, empezó a seguirlo, pero a pocos pasos, dulce la detuvo del brazo.

—¿A dónde cree que va la señorita sin mascarilla? Se te olvidó que aquí ya hay varios vecinos infectados, un pequeño descuido te puede salir caro. Qué egoísta. Además, ¿qué vas a hacer? ¿No que era un terrorista?

Irritada, miró hacía el cielo y regresó a su casa resignada. Tenía mucho trabajo de la empresa por hacer, y no entendía porque se le había ocurrido perder tiempo. Desperdiciar el tiempo le daba hambre, tuvo que ir a la cocina para ver qué había de comer. Encontró solo las dos tapitas de pan rajado de sanduche, y preparó café instantáneo para acompañar.

—Él no haría eso —razonó, hablándole a un pedazo de pan—. Él es un hombre perfectamente racional.

De un impulso se agarró la cabeza, con las dos manos, enfadada.

—¿En qué estaba pensando? Si fuera él, yo debía escapar, no correr tras él como loca. Nunca podemos regresar —reflexionó.

Se sintió realmente mal de imaginar que él en algún momento, cuando pasara la crisis podía ir a buscarla. Le aterrorizada la idea. Había procurado dejar atrás todos los recuerdos, solo una vez le faltaba verlo, para desatar un oleaje infinito en su interior.

—¡Dulce! —gritó, siendo oída en cualquier rincón de la casa—. Muévete a buscar la casa nueva, ya es momento de mudarnos.

Tenía la firme convicción de no volver a ver a su expareja, solo pensarlo la alteraba, le hacía daño.

Mientras tanto afuera, el sujeto sintió que la tierra se movió, y tuvo que acercarse a una banca para apoyarse y no perder ante el mareo.

—Gia, vos vieras el otro día, cuando estaba en Cali. —Se sentó a contarle a la gatita—. Había toque de queda por tres días, uno no podía ni asomarse a la ventana, todo el fin de semana. Yo me desperté y me puse a comer un calentado, cuando la mesa se empezó a mover durísimo, y las paredes crujían, y se escuchaba ese sonido raro que es propio de los terremotos. Fue larguito y cuando pasó me asomé a la ventana y un montón de gente en la calle, sacaron, ollas, perros, gatos y hasta uno con un televisor curvo. Hasta el vecino ateo arrodillado en la carretera clamando a quién sabe qué dios. La ironía mas graciosa de los días de cuarentena. Se había prohibido salir y casi toda la ciudad salió a la calle. Y yo ahí, fresco, como espectador, cagado de la risa.

Y seguía muerto de risa, recordando el suceso que, al menos no de dejó pérdidas humanas directas, pero que le metió un buen susto a muchos, algo que él veía gracioso. Ya no tomaba con seriedad nada, parecía haber perdido esa capacidad.

—¡Hey, Quijote! —Fue sorprendido cuando alguien lo llamó de esta manera, con tono alegre.

De inmediato miró hacía atrás, encontrando al niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto. Se alegraba de verlo, un rostro conocido. Su día no iba bien; no era capaz de recordar la dirección de la casa de su amada y tenía un regalo que entregarle.

En la mañana, descubrió que la gatita negra había orinado una de sus preciosas cajas, esas que llevo consigo desde Cali hasta Guayaquil. En ella guardaba un cofrecito hecho y pintando por el mismo, una noche estrellada. Fue el regalo que nunca pudo entregarle, ella lo abandonó antes. No solo era el cofre, era la fotografía restaurada y enmarcada de su suegro cuando era niño; era el primer libro que había leído de principio a fin por gusto, el primero comprado con su dinero por amor a una historia que fue real, su novela favorita, María de Jorge Isaacs, con sus notas y frases favoritas resaltadas, con algunos poemas añadidos por él en las márgenes, y se mantenía envuelto en papel regalo; era la primera impresión de su propia libro de cuentos que sus manos recibieron; era una pequeña lámpara para el miedo a la oscuridad; era un pequeño avión que la llevaría a cualquier lugar del mundo que deseara; era una camisa con la cara de su Chihuahua estampada; era un frasco del perfume que usaba, por si un día debían estar lejos; era un reloj de bolsillo; era un broche de una balanza, un símbolo de justicia, era una carta de amor que nunca llevó al correo por inseguridad; todo estaba dentro del cofre, para ella ya no tendrían significado, para él, eran esas raíces de ella que no querían machitarse. Jamás podría mandarlas a la basura, en su mente lo único correcto era entregarlas a quien le pertenecían desde el principio, a la mujer tuvo la astucia de hurtarle el corazón.

—Mi padre me trajo a ver a mi tía, ¿Quiere conocerla?

—No puedo, amiguito, debo regresar a casa —le señaló la mochila arhuaca—. Gia, tiene que descansar y comer. Nos veremos otra vez, lo sé.

Se levantó y se alejó, mientras tanto el padre del niño llegó al lugar preocupado.

—¿Estabas hablando con ese extraño?

—¡Tiene un pequeño gatito negro, papá! —contó muy alegre.

—No hables con extraños Luis, ¿Cuántas veces debo repetirlo?

—El Quijote no es extraño, papá, es mi amigo.

El padre, sumamente preocupado, lo agarró fuerte del brazo y lo llevo casi arrastrado.

—Vamos a casa de tus tías y me explicas bien lo que estás diciendo —exigió molesto.

Lamentablemente, el pequeño Luis se negó a dar detalles sobre su amigo, estaba molesta por cómo le había hablado su padre, le dolía el brazo y un poco el corazón. Le contaría todo a su tía, pero en un momento en que su padre no estuviera, no se lo merecía, no quería hablar de nada con él.

—¿No vas a decir quién es ese tal Quijote? —gritó, enfurecido—. Entonces nos vamos Luis, ya no te quedas con tus tías y estás castigado.

Mientras tanto su hermana menor, se retiró hacía un lugar privado, el baño, sin ser llamar la atención. «Quijote» un sobrenombre con una atadura a su corazón, algo no estaba bien, habían muchas señales, y ya no podía soportarlo. Empezó a sollozar mirando su reflejo en el espejo.

«¿Si te quiero poco, mucho? No lo sabes.
La tierra se mece y no lo sabes.
Solo a ti te canto, no entiendes lo oído.
Mi corazón es solo tuyo, cierras los oídos.
Se avecina una tormenta, tampoco lo sabes

El mar se agita y no percibes
Mi corazón dejó salir la furia contenida, no me conoces.
Mi ira se estrelló contigo, la dominaron tus ojos, transmutó en poesía, pero no puedes palparla.

No hubo un ángel, pero sí un par de alas rotas. Sí lo sabes.
En el infierno hay nieve, tú lo sabes.
El corazón se divide en dos lugares, tú lo sabes.
Quién quiere una estrella jamás se prohíbe volver, eso, tal vez, nunca lo sabrás.»

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora