Capítulo 7

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Muy de mañana don Pedro empacaba un pan francés que una abuelita amiga le había encargado para ese día. Cualquier venta asegurada era una bendición, algunas personas no querían comer afuera, otras ya ni querían salir, había quienes, incluso, tenían miedo de vivir y eso causaba un gran impacto en la vida de Pedro y esas personas luchadoras que se ganaban la vida, al tiempo que se partían el lomo para sacar su propia empresa adelante. Pero él era un hombre positivo y tenía la confianza de que esa bella ciudad que lo acogió volvería a tomar la vida que le daba el fulgor único entre muchas.

—Que esta niña bonita vuelva a ser alegre, así, con la ímpetu que Armenia se levantó de los escombros.

—Dios te oiga, mijo, para que las personas tengan el deseo y la fuerza —clamó doña Gloria, mientras servía la primera taza de café del día, para su esposo.

Al momento en que don Pedro salió de su negocio, que en la parte posterior era su vivienda, notó en la acera una caja con una pintura muy bonita en el exterior. En el dibujo predominaba el azúl y unos círculos amarillos que parecían estrellas en el cielo, todo lo apreció con la sensación de ver a un torbellino pintando. [Les confesaré que se trataba de una copia de La noche estrellada del holandés Vincent Van Gogh, pero don Pedro desconocía lo bonito de ese tipo de arte, hasta ese momento].

Cuando el hombre alto, corpulento, ojizarco, oriundo de Urabá, estuvo demasiado cerca de la caja se llevó el susto del año. Primero, sonó una alarma de reloj de pulso, paso seguido la caja, que se encontraba bien armada, se abrió, y de su interior surgió cual resorte un personaje que de momento no identificó, pero bien supo que podía defenderse del "espanto" golpeándolo con el pan francés como si fuera el mejor bate para mantenerse a salvo.

—Don Pedro, don Pedro. Soy yo. —Se defendió muerto de risa.

Efectivamente era él. El hombre alto, corpulento, ojizarco, oriundo de Urabá, distinguió al sujeto de cabeza cubierta con pañoleta amarilla, pocas cejas y extrema palidez mortal, y esta vez vestía una sonrisa, alegre y llena de paz.

—Pero este mocoso, casi me haces dar un infarto. Y vos ahí cagado de risa —reprendió, en un fallido intento por sonar severo.

La risa del muchacho era contagiosa, además lo veía feliz, no con el dejo de angustia que reflejaban sus ojos el primer día que lo vio. Don Pedro cedió a la risa y disfrutó del momento, olvidando que había arruinado el pan. Vió al personaje frente a el, riendo, doblado luchando para mantenerse de pie, y empezó a pensar profundamente en qué tenía ese mocoso que lo hacía tan atrayente. Una sensación como la que produce escuchar la música de su tierra cuando se está lejos; así como un Bambuco le devolvía la vida a sus padres y podía sentirlos nuevamente a su lado, o recorría mentalmente las callecitas de su pueblo bajo la guía de la melodía, eso sentía el hombre por la presencia del muchacho, y su mujer le había comentado que había sentido algo parecido: "Se siente cómodo, en paz y nunca como un extraño con ese muchacho y a penas lo conocemos", le había dicho una noche.

—Me has hecho el día —admitió don Pedro, llorando de la risa contagiada.

Ese muchacho que en apariencia era solo un sujeto de cabeza cubierta con pañoleta amarilla, pocas cejas y extrema palidez mortal, tenía la habilidad de darle vida a la vida solo con su presencia, aunque, en el fondo fueras conciente de que por dentro su pobre alma se estaba muriendo.

—¡Qué bueno que hice más panes! Ya vuelvo. —Corrió para ir por otro pan. Pero a medio camino se detuvo, miró atrás y habló.— Venga, tómese un tintico.

Después de verlo desayunar, le pidió al muchacho que lo acompañara a entregar el pan y, de paso, le explicara porque estaba durmiendo en una caja.

—Me embargaron la casa —comentó el sujeto con total seriedad.

—No diga, hombre —exclamó don Pedro con pesadumbre.

—¡Qué va! Es joda. Compré una casa en Samborondón. En esa urbanización que se llama... ciudad ¿espacial? —explicó, aunque el nombre no le sonó.

—Celeste, será.

—¡Eso! Usted sabe más que yo —alabó—. Pero me están dando ganas de pagar un abogado o algo, porque me están incumpliendo con la fecha de entrega. Y estoy durmiendo en el carro, allá cerca de mi casa lo tengo estacionado, es como una forma de protesta, no lo muevo. Y unos vecinos me prestan el baño.

—Uy, eso sí está grave, porque tiene casa y es como si no tuviera.

—Sí, qué feo. Y pues, me vine a dormir en esta caja anoche, porque, al paso mío, llego aquí como en cinco horas, y a mi me gusta llegar puntual pero madrugar no tanto. La mejor solución fue bañarme, arreglarme bien y caminar con tranquilidad hasta aquí con la cajita para dormir al llegar, bien sabroso y despertar temprano.

—Ah, pues bien práctico.

Y gran esfuerzo hizo el hombre para no reírse al momento de elogiar al muchacho. Si lo pensaba bien él no sería capaz de hacer lo que hizo el más joven, reconoció que era bastante descomplicado y recursivo, ya demostrar estas características era de valientes, porque en las calles se les podía acusar, con desdén, de locos.

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora