Capítulo 6

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—Algo comí mal. —lamentó en el escalón número 11.

—Algo malo comí —reiteró, al pisar el escalón 13.

—Mal estoy por algo que comí —insistió. Sus ojos le confirmaron que iba en el escalón número 19—. Como el 19 de febrero.

—Comí mal y algo me dañó.

No era un buen día para el extraño extrajero, pero en su papelito arrugado de cosas por hacer estaba subir los 444 escalones para llegar a la cima del cerro Santa Ana y disfrutar de la mejor vista que una Guayaquileña le haya prometido jamás. Subir juntos, fue una de las promesas falsas de su 'negrita'. Ella le dijo que no volvería allí hasta que él regresara con ella a Guayaquil pero, dos días atrás, en la actualización de estado de su Instagram, confirmó que había vuelto al lugar... con su ex. Estaba de más mencionar que wn loa planes originales no lo habían invitado a él. Entonces esa mañana, el sujeto se vistió muy formal, con saco y corbata, amarró la pañoleta de ocasiones especiales, la gris, para cubrir su cabeza y se aseguró de acomodar muy bien un sombrero de paja toquilla sobre ella. Era un día espléndido y nunca sabía cuál era su último día.

—Resiste que esto apenas se compone. —Se animó en voz alta.

En su primer viaje a la ciudad, con la escasez de tiempo no pudo más que solo acompañar a esa chica devota del pan a un concierto y, al final, ni siquiera tuvo la oportunidad de llevarla a casa, solo le pagó un taxi y él se fue directo al hotel, cansado, a preparar el equipaje para su retorno a casa temprano. ¿Qué habría pasado si... desde ese día se quedaba en Ecuador para siempre? Se cuestionó. La imaginación jugaba en su contra, día trás día se ilusionaba más con un amor que nunca existió, se planteaba miles de posibilidades dónde él no era un perdedor; donde el verdadero amor ganaba la batalla, pero todo hacía parte de su imaginación al fin y al cabo.

—111. —Pisó el escalón guiado entre buenos recuerdos para no desfallecer.

Ponerse a conversar con extraños era algo que jamás hacía, mientras estuvo cuerdo, cabe recalcar. Fue sin querer, sin pensar y sin darse cuenta que, en sus vacaciones express a Cuenta (Ecuador), terminó conversando con una mujer de ojos sonrientes. En el preciso instante en qué sonrió escuchando lo que la mujer recién conocida hablaba debió sospechar que algo andaba mal en su cabeza. Esa Guayaca morenita que con su voz le refrescaba el alma, como el jugo de caña en una tarde de julio, logró atraparlo. No podía recordar cómo empezó la conversación, pero sí como lo había encantado. No podía olvidar la devoción con la que hablaba sobre comer, su imaginación sin límites, la rapidez para encontrar sinónimos y comparaciones a la hora de explicarle algo. Esa mujer de mente abierta, le sonaba parecida a él, pero al tiempo tan diferente, porque ella sí era libre, así como él quería ser y no podía. Esa morena de voz exquisita era libre porque era fuerte y valiente.

—¡Paila! Seguís enamorado.

Ya a punto de coronar la cima, recordó una vez más a esa niña, así la describía su recuerdo de una carita en perfecta mezcla, pícara e inocente; dándole su número de teléfono para seguir en contacto cuando se hizo tarde y dieron fin a la conversación memorable. Pero la noche no terminó allí, guiado por una locura jamás experimentada en su vida, terminó aceptando la invitación a un concierto de un músico ecuatoriano que, hasta ese día, poco conocía; y siguiéndola a Guayaquil sin haber planeado un viaje alocado de un solo día.

Pero el recuerdo se volvió difuso y la visión se le oscureció.

Varias personas lo vieron caer al suelo, pero no se atrevían a hacer nada. Algunos llevados por el pánico, puesto que parecía un borracho, un tipo loco o hasta un bromista de algún show. Solo faltaba una persona que tomara la iniciativa de ayudar al sujeto de saco y corbata, pañoleta gris, de ocasiones especiales y sombrero de paja toquilla, que se desplomó al pisar el fin de las escalinatas del cerro Santa Ana. Y allí apareció una mujer de larga cabellera negra, cuyo tapabocas permitía destacar sus bellos ojos oscuros. De inmediato sacó un par de guantes de su bolsa y, mientras corría hacia el sujeto, se los puso.

—¡Ayuda! —pidió a gritos—. Llamen a emergencias.

Notó que el sujeto, no podía respirar con facilidad, se notaba un tono morado en su piel. Ella le aflojó la corbata, desabrochó los primeros botones de la la camisa y lo ventiló con un folleto que traía en la cartera. El sujeto abrió los ojos y la miró, con lágrimas. Y poco a poco fue regulando su respiración y pudo sentarse, creyendo reconocer a la buena samaritana, aunque ella no tenía ni idea de quién era él.

—¿Ya fue al médico para ver si no tiene el virus ese? —preguntó una señora que le llevó una botella de agua.

—Tengo ya como tres certificados de que no me he contagiado —respondió apacible—. Eso es como un máster en esquivar el contagio. Pero tengo otro mal, más complicado, pero no contagioso.

Ya con personal calificado en emergencías atendiendo al sujeto, la mujer jóven que le brindó ayuda se despidió y se fue. Un poco temblorosa por la adrenalina que le aportó el momento y con una historia para narrar al llegar a casa, miró por última vez al joven sentado sobre la camilla, y él sintió que su corazón dolía.

—A veces se parecen tanto... El ADN sabe jugar.

El pan tiene la culpa (Guayaquileña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora