XI. A Orillas del Río.

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Iviél 522 de la Luna de Akhabal del año 3228 de Cilión, nuestro señor.

Querida Carnil,

Sé que tres lunas han atravesado Taressia desde la última vez que escribí y por ello me disculpo, cada vez es más difícil hallar pergamino y tinta para seguir tendiendo este puente que nos une, pero quiero que sepas que te llevo muy presente, muy cerca, todos los días y noches de esta extraña aventura.

Ayer Tikea, la hija más pequeña de Cilión, la diosa niña, mensajera de la fortuna, premió mi paciencia y, con el arribo de una caravana de comerciantes de Embres, me ha socorrido con una libreta roja, pequeña, forrada con pieles de carnero y más de cien páginas en blanco, páginas que ya comencé a atiborrar de palabras e ideas con las que, intentaré, ponerte al día sobre lo que sucede a mi alrededor.

Siento que un puñado de lunas han bastado para cambiarme, hacerme otro, muy distinto de aquél que escribió la última vez, casi opuesto al jovenzuelo que hace menos de un año todavía paseaba contigo por los parques de Queletia, ignorando las desdichas que se sufren abajo en Taressia.

La guerra lo ahoga todo aquí donde me encuentro, como la lluvia que en estos momentos se abate contra el templo y sus dormitorios, la guerra hace de la muerte una constante, de la violencia un hecho trivial como la salida del sol por las mañanas.

Me entristece entender que nos hemos acostumbrado a la muerte y al sufrimiento, a combatir a los heliotas, a los meléunos y hasta los cránones, aunque éstos últimos rara vez se molesten en descender de sus montañas, que hacemos la guerra contra todos ellos como si fuera lo más común, como si fuera una costumbre que se ha arraigado en nuestros corazones.

Sé que toda esta destrucción no se percibe en Queletia, tal vez porque la ciudad en la que vives flota por encima de Taressia, indiferente, lejana al sufrimiento, a esa herida constante que acá te puede alcanzar, veloz como una lanza o lánguida como la llaga que se gangrena, que avanza paciente hasta apoderarse de todo el cuerpo.

Disculpa el tono sombrío Carnil, pero mi voz no encuentra en estos momentos otra manera de llorar el sinsentido de la muerte, mi espíritu se halla abatido ante la impotencia y el absurdo de un conflicto que parece que jamás tendrá fin.

Como ya te había platicado antes, mi legión fue enviada a la frontera oriental, a Santa Elarya, una fortaleza enclavada entre el río Serpentis y la cadena de montañas que conocemos con el nombre de Nudillos de Baelistos y que aquí simplemente se conoce como Vandalia.

La ciudadela de Santa Elarya puede acoger en su vientre a más de cuatro mil legionarios, es una fortaleza inquebrantable como la piedra de la montaña en la que se ha levantado y, aunque intenta guardar armonía con las colinas a su alrededor, la verdad es que dista mucho de tener la gallardía de las torres de Queletia, la suavidad de sus avenidas o la tenacidad que nuestros maestros constructores han empeñado para capturar lo silvestre, para honrar la belleza de Cerunnéa, diosa y reina de la naturaleza y los bosques.

No pequeña Carnil, Santa Elarya no es bella. Ni sus edificios, ni sus torres, ni sus patios, ni siquiera el Templo Mayor, respetan la milenaria sabiduría álfara en temas de edificación. Los maestros sindarines encargados de su construcción han optado por la practicidad en lugar de la belleza y hace ya más de tres décadas que levantaron una gran presa, que interrumpe el flujo del río y envuelve a la ciudadela en un profundo foso, un cinturón de agua que se ciñe a la colina en la cual nos encontramos.

Además del foso la protege una enorme muralla que se comunica con la ladera por dos puentes. El puente oriental está hecho de piedra y se une a la Vía Balakia, esa que nace en la ciudad de Embres y se pierde, inacabada, en las montañas. Se trata de un puente amplio, por el que pueden transitar hasta diez álfaros hombro con hombro y que usan los comerciantes y las tropas que todos los días entran y salen de la ciudad.

El otro es un viejo puente de madera, que mira hacia las montañas. Fue el primero en levantarse y lleva años clausurado. Sus placas, goznes y remaches están poblados de una frondosa barba de helechos que cae hasta el foso y que ha dado lugar a una prestigiosa colonia de ranas que todas las noches amenizan nuestra merienda con un nutrido coro.

Ambos puentes se pueden levantar, negando el paso a la fortificación, que cuenta con dieciséis torres y dos castillos armados con ballestas y alacranes, ante el improbable caso de que sea necesario defenderla.

Sobre la ladera opuesta al río se alza un conjunto de terrazas con granjas y huertos que brindan leche, huevos, granos, vegetales y fruta a los habitantes de la ciudadela. El resto de nuestras provisiones procede de las ciudades del interior y aunque te sonará increíble, recibimos suministros de los Lagos Sagrados en poco menos de dos semanas, así que aunque a Santa Elarya le falte tinta, no echamos de menos los quesos curtidos de Felingreil, ni el salmón ni el licor de almendra con miel de Queletia.

Tampoco nos faltan las situaciones asombrosas, como la que habré de narrar y que seguramente te parecerá más alegre que todo lo que te he contado hasta el momento.

Resulta querida Carnil que hoy por la mañana, antes de que arreciara esta lluvia, caminaba sorteando el lodo y las charcas rumbo al templo, cuando alcancé a ver sobre el techo de los graneros, a una criatura alada, de cuartos traseros semejantes a los de un león.

La bestia, de cabeza desproporcionada, muy diversa a la de un ave, me miró por un instante con ojos lunares, intensos, enormes, después desplegó sus alas emplumadas y, batiéndolas, se elevó hasta desaparecer entre las nubes. Por un momento pensé que estaba soñando, hasta que descubrí a mi lado a un mozo de cuadra tan sorprendido como yo.

Quiero pensar que se trata de una mantícora, una bestia que sólo aparece en algunas leyendas folklóricas, escritas en la Tercera Era. Trataré de averiguar algo en los libros del scriptórum, en la casa capitular, cuando encuentre un momento de calma.

Tal vez no logre nada, puesto que, además de que la biblioteca está muy mal proveída, mis días se consumen de manera vertiginosa. Pocas son las ocasiones en que puedo tomarme una pausa, con tantas tareas al interior del templo, con la celebración de la liturgia y la curación de los heridos que regresan del campo de batalla.

En toda la ciudadela somos apenas siete clérigos, sin contar a Lassián el abad a cargo del templo, un síndaro que, aunque bien intencionado, parece no entender que las tareas en esta fortaleza apenas las cubrirían veinte clérigos más.

Al final del día apenas me quedan fuerzas para visitar a Grelián, al que quisiera poder llevar a pasear más a menudo. A veces pienso que mi corcel es un regalo demasiado preciado, que debería tener un mejor destino a aquel que le doy, pero estoy seguro de que Oriel se ofendería si se lo diese a alguien más.

Amada mía, toda esta angustia e impotencia han hecho que últimamente me ronde por la cabeza la idea de solicitar mi cambio al cuerpo expedicionario, aquel que patrulla más allá de la frontera. Sé que cuando leas esto te preocuparás, pero la verdad es que mis habilidades de curación serían más útiles en el frente, en la batalla, y estoy seguro también de que cuando recibas éste diario, ya habrán sucedido otras muchas cosas y verás que nada malo me ha sucedido y que los dos inviernos sirviendo al ejército habrán terminado por fin y estaremos de nuevo juntos.

Quiero que sepas que leo y releo tus diarios cada noche, antes de dormir, a veces una entrada, otras ocasiones cientos de páginas, hasta que me vence el sueño y, aunque al día siguiente me encuentre agotado, soy muy feliz, pues te tengo presente durante todo el día.

Ahora mismo los ojos se me cierran, la lluvia me arrulla aprovechando el cansancio que llevo a cuestas, así que me despido pequeña, acompañado del ritmo irregular de las goteras en mi celda.

Espero que esta entrada no te parezca demasiado sería y que sepas que te extraño con toda mi existencia, que aguardo con ansias a que llegue el permiso que solicité, para regresar a Queletia unos días y anidar en los tirabuzones rojizos de tu cabellera, sumergirme en el azul de tus ojos y perderme en el delicioso perfume de tu piel.

Con todo mi amor, siempre tuyo, siempre amándote.

Mandil.

La Guerra del Corazón AstilladoOn viuen les histories. Descobreix ara