XVIII. Scriptórum y muerte.

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El camastro y la cómoda apenas caben, adosados a las paredes de la celda, ese cuartucho de profundidad falsa, provocada por el techo de doble altura y las sólidas vigas de madera. En la pared del fondo se alza el diamante de la ventana, por encima de la cabecera de bronce, un ojo romboide que en otoño inunda de luz la habitación y que en sentido inverso mira hacia la arboleda que conduce al huerto.

La escasa luz en la celda parece emanar de sus  paredes blancuzcas, recubiertas con un emplasto de sábila destinado a detener la humedad, que hace que los muros sean suaves como crema al tacto, salvo en aquella pared ennegrecida en la que se halla el lucernario, el cubo que deja pasar el calor proveniente de la gran caldera, ese corazón de fuego que palpita por debajo de la nave principal del monasterio y que consiste en la única razón por la cual las vestales sobreviven a los duros inviernos de la isla.

Zeherah duerme al interior de la celda, a diferencia de los últimos días, en los que no ha logrado conciliar el sueño. No sabemos si descansa o no, aunque su respiración parece pausada, profunda y sus brazos reposan sobre las pieles que desbordan el camastro. 

Los sueños de Zeherah son interrumpidos de forma súbita, con un rumor, una voz que pretende despertarla, que se aparece entre sueños y le pide que preste atención. 

Zeherah se estira, somnolienta y hace de lado, con el dorso de la mano, los rulos oscuros de su rostro.

-          ¿Lo habré soñado? se pregunta en voz alta, frotándose las sienes.  Después de esperar unos instantes, se acuesta de nuevo, pero antes de que pueda cubrirse con las pieles, una voz pronuncia de nuevo su nombre.

-          Zeherah, el Scriptórum, el pergamino peligra.

Las palabras la hacen saltar del camastro, salir al pasillo en busca de aquella voz vaga, que ahora se desvanece, que la deja a mitad del corredor cubierta apenas por una túnica de una sola pieza.  No hay tiempo para averiguar si la voz es real o no. 

Las Vestales Mayores han prohibido la entrada a la biblioteca y en caso de que alguien se haya introducido al recinto, está desobedeciendo a las cabezas de la Orden. Zeherah se dirige entonces hacia el aula de las escribanas, apurando el paso al doblar cada esquina del corredor, hasta encontrar la escalinata en espiral que se pierde en un túnel, una red de corredores subterráneos que unen el claustro con los demás edificios del monasterio y que sólo usan las maestras de la Orden.

Al tomar uno de los túneles secundarios Zeherah se estrella con alguien que viene en sentido contrario, la vestal tira un puñetazo al rostro de las desafortunada, luego arrastra el cuerpo hasta una de las antorchas, al pie de las escaleras.  De inmediato entiende que ha golpeado a una centinela, a la que se le ha encomendado hacer guardia aquella noche.

-          ¿A dónde estabas adscrita?, le pregunta Zeherah, sacudiéndola.

-          A la biblioteca, responde la hespéride, palpándose el rostro.

-          ¿Por qué lo has abandonado?, pregunta Zeherah.

-          Hay un revuelo en los dormitorios de las alumnas, una especie de pelea. Una alumna ha venido hasta mí pidiendo ayuda, por eso he venido a avisar a las madres vestales, me ha parecido lo más prudente, dice la guerrera reponiéndose.

-          Cuida que nadie más atraviese este túnel, le ordena Zeherah, entendiendo que alguien la ha convencido de abandonar su puesto.  Esto es más serio de lo que pensaba, se dice la Vestal mientras corre hacia a la biblioteca, después de tomar la espada de la guerrera.

Al final del túnel hay una serie de escalones muy cortos que ascienden hasta el edificio de la biblioteca. Zeherah salta los escalones de dos en dos, se detiene frente a una puerta de madera remachada con metal, que debería abrirse sin esfuerzo y sin embargo se encuentra atrancada.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now