VIII. El Sueño de Lorindol.

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- No olvides nunca quién eres, pequeña Lorindol.

Casi puedes escuchar las palabras porque se repiten una y otra vez en tu cabeza, porque brotan como si estuvieran escritas en tu mente, aunque ya has olvidado cómo escribir en queletio, porque sabes que las soñaste y al despertar piensas que sólo tu madre te llamaba así.

Sishandra Seshell, Princesa de Ariestii, Consorte de Azoguel Arien, así se llamaba tu madre, esa que solo puedes recordar inclinada, a punto de besarte o recortada contra el astro solar en una de las terrazas de la Casa Arien, lo cual la hace imprecisa, impide que sus facciones sean claras, como si se fuera borrando de tu memoria. Por eso te asomas a la pileta del patio principal del claustro, te miras y piensas que así como tú eres ahora que ya casi te conviertes en mujer, así era tu madre.

Inesperadamente, mirando inclinada, ella te mira de vuelta desde el interior de la pileta, aunque sabes que está muerta, te sonríe y tú intentas tocarla pero tus manos se sumergen en el agua helada, desdibujándola y luego sólo quedas tú, mirándote de nuevo, entonces te lavas la cara y aguantas el nudo en la garganta, intentas despertar por completo.

Caminas a las cocinas del santuario, a un costado del claustro, te sientas a desayunar en la mesa principal y al recibir el cuenco de madera cargado de avena y leche de cabra que te entrega Lehana, la cocinera, la miras y por un instante aparece otra vez una mujer ligera, de nariz pequeña y respingada como la tuya.

Te observa con ojos extrañamente intensos, grandes y rasgados como almendras, como los tuyos y ahora sí te da tiempo de notar las orejas ligeramente puntiagudas, los pómulos altos, el cuello largo y la cabellera dorada, la túnica de seda encarnada. No te queda duda, ahí está tu madre, otra vez, mirándote.

- No olvides nunca quién eres, pequeña Lorindol, te dice.

Las palabras te sorprenden tanto que tiras el cuenco, te das cuenta que la vestal en realidad te está regañando cuando se aleja farfullando su mala fortuna, lamentándose el tener que lidiar con todas ustedes.

Más tarde sucede algo parecido, en la palestra, el campo de entrenamiento de las hespérides, ese terreno de hierba verde que mira por encima del santuario y termina en un acantilado.

Cuando ya todas tus compañeras han saltado al mar y, una vez más tú te has negado, cuando Mirine, tu maestra, ya se cansó de regañarte, aunque ya debería saber que te da terror saltar, cuando te quedas a solas y miras el mar aceitoso, negro, salpicado de islotes tristes, rematados de nieve, de un momento a otro todo cambia y aparece un muelle de madera que se extiende frente a ti, flotando sobre el océano turquesa.

- No olvides nunca quién eres, pequeña Lorindol, te dice tu madre, al despedirse de ti.

A tu alrededor hay cuerdas por todos lados, poleas, mástiles y velas y más arriba una grúa, el cielo plagado de gaviotas y entonces te hallas sobre la cubierta de un galeón, que sabes que habrá de llevarte lejos de tu familia. El trance termina al sacudirte Mirine y pasarte una espada de madera, para que comiences a entrenar.

El último sobresalto acontece en la tarde, en la penumbra del oratorio, mientras te hallas hincada junto a tus compañeras, en los rezos vespertinos a Lunulaë.

No sabes si es un recuerdo, una visión o un sueño. Entre novenarios levantas la vista y no estás en la capilla, ni en Yveso ni en Eiandiel, sino al interior de una habitación sombreada, de ventanas tapiadas, que cobra familiaridad cuando tu mirada se posa sobre un enorme lecho elevado del suelo, cubierto por una malla transparente que sabes que mantiene alejados a los bichos, adviertes también un patio interior y un jardín que recibe el sustento del sol desde las azoteas, muy arriba de ti.

El jardín guarda una piscina de aguas claras y perfumadas, en donde sabes que se soporta mejor el calor y la palabra Nebbia viene a tu boca, sin desearlo, pues tu memoria se inunda de aromas fuertes, a especias, a ciénaga y calores insoportables, que te recuerdan que estuviste allí hace mucho tiempo, en esa habitación de la que no te dejaban salir, que allí pasaste muchas lunas asustada, escondida, protegida por un humano llamado Johnir Faustios, aquel que te ayudó a embarcarte hacia Yvardhur, un puerto en el cual te recogieron las vestales, esas mujeres que ahora te miran, cruzadas de brazos al descubrir que no estás orando. Recuerdas y no entiendes cómo es posible que hayas olvidado tantos pormenores de tu escape, de la travesía hasta la isla de Yveso.

- No olvides nunca quién eres, pequeña Lorindol.

Más tarde, al repasar todo lo sucedido ese día, recostada en tu camastro, te asustas y piensas que no son visiones ni recuerdos, que estás enloqueciendo y vas a terminar tus días encerrada en una mazmorra de Magéstires, como Vexhia, la sacerdotisa que dos inviernos atrás se rebeló y se negó a seguir acatando ordenes de las madres superioras.

Entonces te arrodillas junto al camastro, rezas a Lunulaë y a otros dioses a los que sabes que está prohibido rezar, para que las visiones dejen de aparecer, de asediarte como lo hicieron ese día.

Nunca sabrás si los dioses escuchan tus plegarias, pero esa noche sueñas con una niña de tez morena, que te entrega una gargantilla de plata, de runas fluidas como filamentos de luna. El collar se ciñe a tu cuello y te brinda una seguridad que no conocías desde niña.

La confusión llega al despertar, al día siguiente, al notar que has descansado como no lo habías hecho jamás en aquella isla, luego el asombro de mirarte en el estanque, sentir que desfalleces al notar que gargantilla existe, que la llevas encima, imposiblemente prendida al cuello.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now