XVII. Escaramuza en la Montaña.

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Pérsene 84 de la Luna de Liamat del año 3229 de Cilión, nuestro señor.

Adorada Carnil,

Por primera vez en la vida he podido mirar de cerca a uno de los bárbaros de la montaña. Más cerca de lo que hubiera deseado, pero aún así, la experiencia me ha dejado en un estado de embriaguez que quizás me mantenga despierto hasta el amanecer.

A pesar de que todo sucedió demasiado rápido, con un poco de esfuerzo he logrado recordar en imágenes y sensaciones lo acontecido y ahora trataré de narrártelo.

Antes de comenzar, debes saber que me encuentro bien, que Cilión sigue iluminando mi camino y que no puedo sino estar agradecido con su infinita misericordia y con las bendiciones que me ha regalado. Debes saber que la más importante de todas esas bendiciones eres tú Carnil, esa presencia que da sentido y alegría a mi vida.

Pero creo me estoy adelantando, así que me referiré a tu carta, esa que recibí dos días antes de partir de la ciudadela de Santa Elarya, en la que me suplicas que no vaya al frente. Aunque entiendo las razones que te mueven para pedir que no me arriesgue, es tarde para arrepentirse. Media luna antes de que llegara tu correspondencia, fui asignado a las patrullas de frontera, en una orden firmada del puño y letra de Oriel Berenios, el Tribuno de la Séptima Legión.

Creo amada Carnil, que quedarme al interior de una ciudad y esperar a que los heridos vengan a mí es una actitud cobarde, que no se corresponde con lo que mi Dios y mi gente esperan de mí, por lo que anoche manifesté mi intención de acompañar a una de las patrullas que recorren el camino entre el fuerte de Nemes y el campamento de Ostorium, una senda estrecha, estampada por las ruedas de las pocas carretas que circulan por las montañas de Vandalia.

De tal suerte que hoy antes del amanecer, partimos doce legionarios, todos montados a caballo, absortos en el silencio de la madrugada. La neblina se aferraba en jirones a las piedras del camino, entintando los guijarros y rocas de la ladera. Los pinos, los abetos y zarzales que estrechaban el camino parecían dormitar, cubiertos de una escarcha que delataba la helada sufrida la noche anterior.

Por encima de nosotros, alcancé a mirar un par de veces, a un carnero salvaje que nos seguía curioso entre la neblina y que desapareció poco antes de llegar a Memseë, un valle entre montañas en donde nos detuvimos a abrevar los caballos.

Mientras desayunamos, a las márgenes del lago, Merisiel, el decurión, nos mostró un águila flotando muy arriba, sobre la solitaria cima de la montaña, como aquella bestia que adorna nuestro estandarte. Tras partir, apenas habíamos dejado atrás Memseë y torcíamos por una de las curvas del camino cuando uno de los exploradores que iban al frente, cayó de su montura, herido por una flecha enemiga.

En esos instantes que me tomé para comprender lo que sucedía, cayeron más flechas desde lo alto de la ladera y alcancé a ver a Merisiel, el decurión a cargo de la patrulla, que levantaba las patas delanteras de su montura, salvándose de dos flechas más dirigidas en su contra.

El decurión rodó después hacia una zanja a un lado del camino, protegiéndose de varias saetas que llevaban su nombre escrito, mientras que yo daba vuelta a mi montura y desandaba el camino siguiendo a los demás soldados, hasta alcanzar la protección de la ladera, que nos ponía a salvo de la lluvia de flechas que se había desatado a nuestro alrededor.

Desmonté y puse a Grelián a salvo, detrás de la espesura de los árboles que bordeaban el camino, luego corrí hasta un terraplén en donde se resguardaban los demás legionarios. A lo lejos podíamos escuchar a nuestros enemigos maldiciendo, desgañitándose desde lo alto de la ladera. También podíamos ver, sin necesidad de arriesgarnos, a Merisiel atrapado en la zanja en la que había caído, a merced de las flechas bárbaras en caso dé alzarse de su refugio.

La Guerra del Corazón AstilladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora